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En 1939,
coetáneo de Superman, nació otro
héroe prototípico
y fundador. Eladio Linacero. Bisnieto periférico de outsiders
románticos, pariente pobre de antihéroes sartreanos, este
personaje surge en una pieza de conventillo, en medio del verano:
"...aburrido de estar tirado desde mediodía, soplando
el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las
tardes, derrama dentro de la pieza".
Linacero, jorobado moral, destituído de todo entorno gótico, más que
marginado aparece rodeado.
El tugurio donde se recluye es un castillo o su catedral. Y es
metonimia degradada de la ciudad sitiada -como por la barbarie o
la peste- por el verano, morbo tropical que corroe la escritura ("diarios tostados
por el sol, viejos de meses clavados en la ventana en lugar de
los vidrios"), que fuerza la exhibición obscena
de ciertas trastiendas ominosas, que sobreexpone al cuerpo o lo
que hay en él de materialidad gratuita o residual: "Caminaba
con las manos atrás oyendo golpear las zapatillas en las
baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas(...)
estaban como siempre la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando
sobre la vida y el almacenero(...) el chico andaba en cuatro patas
con las manos y el hocico embarrados".
Como cualquier sitiado, Linacero se refugia en la escritura: "Encontré
un lápiz y un montón de proclamas debajo de la cama
de Lázaro y ahora se me importa poco de todo, de la mugre,
del calor y los infelices del patio". El héroe
hace escritura encima de la escritura y la función de su palimpsesto
es abolir el verano y fundar una ciudad. Fundarla sobre la crisis
o las ruinas de otras ciudades efímeras: monumentos desmesurados
del museo rodoniano, cosas enormes y nuevas rápidamente
convertidas en despojos palenteológicos de una era que
había incubado artificiosamente frutos y criaturas hipertrofiados
(emblema el
Palacio
Salvo).
Sobre esas demoliciones y sobre la chatarra de alegres voiturettes
y potentes troleys importados del futurismo, se emprende la tarea
civilizadora de una generación que emergió de El
pozo y que realiza, entre otras negaciones la del verano.
En su batalla contra "el floripondio como se decía
entonces" (Angel
Rama) o contra los "plumíferos
frondosos" (J. C. Onetti), tropos que connotan un verano malsano, un
trópico infeccioso,
aquellos letrados llevaron a cabo una exitosísima maniobra
de iconización, hicieron verosímil la imagen de una cultura
-impulso y freno- que huye de los extremos instituyendo el perpetuo
otoño urbano de la mesocracia que coloniza los treinta
y tres gauchos floridos que quedaban, que usa el gris como metáfora
cromática:
"Cabe
apuntar, geográficamente, que tenemos playas y vientos,
pero no tormentas de arena, ni terremotos, ni cocodrilos, ni
osos polares, ni termitas ni otros zoologismos que se dan en
zonas subconscientes de la tierra. Aquí no afloran pesadillas;
pueden funcionar, eso sí, cinco cines, veinte teatros,
treinta y dos radios y cuatro canales de TV (...). Aquí
estamos a 35 grados, a medio crecer entre el Ecuador y el Polo,
en aguas tibias y entredulces" (Carlos Maggi)
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Fuera de la ciudad lúcida y otoñal, desde "zonas
subconscientes de la tierra" -trópicos no tan
tristes- el verano descolonizaba las ciudades. Lo real maravilloso
traslada a Europa y a las frías universidades norteamericanas
sus decorados y espectáculos selváticos; por otro lado
José
Lezama Lima
detona el neobarroco, big bang de la escritura, aun en
expansión, cuyos bordes parecen haberse extendido hasta
aquí (R.
Echavarren,
E. Espina).
1959
le puso guayabera a C. Marx y transformó la revolución
en una especie de mambo catastrófico y alegre. Y así,
mediante voluptuosas estrategias de invasión y ocupación
(pero también
a través de frías operaciones antropológicas
de academia o de marketing) el verano vuelve a sitiar a los correctos
descendientes de Eladio Linacero.
Tal vez esa situación de sitio haya contribuído
a generar nuestro homme de lettres más veraniego:
Eduardo Galeano (1), que tacha
su neblinoso apellido anglosajón, que luego pinta él
mismo su casa, para que se recorte -polícroma e indígena-
en el gris del barrio.
Hubo también otras filtraciones calientes: durante la pasada
dictadura de Uruguay (largo invierno) la resistencia pretendió
recalentar el ambiente con una recuperación clandestina
del verano; el candombe colorinche y afro se consagró como
la fanfarria de la oposición; los militantes universitarios
- aprovechando la coyuntura cambiaria y cierta tolerancia o apertura
que llegó antes al Brasil- peregrinaban hacia allá,
como en otros tiempos los intelectuales alemanes iban a Italia,
buscando el mediodía dionisíaco y mulato de la democracia:
revistas Veija que denunciaban la dictadura uruguaya y
discos de Raimundo Fagner. Cinemateca organizaba ciclos de cinema
novo y epígonos, elogiando la pobreza de los medios,
la referencia al mestizaje cultural y la utilización de
actores no profesionales, mediante el adjetivo "vital".
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Pero 1985
trajo lo que La República de Platón, ha descrito
como Restauración y que ahora insiste como tardomodernidad.
J. M. Sanguinetti montó una
solemne epopeya recivilizadora que poco a poco fue enfriando el
frenesí de la resistencia.
A esta altura, Eladio Linacero o su clone J.
C. Onetti
continuaba recluído. Había cambiado la pieza de
conventillo por un apartamento madrileño y acaso desde
allí percibió que la ceremonia de refundación
de la ciudad era puesta en escena después que el teatro
había sido incendiado: algo así como el aviso televisivo
de Tang donde una famIlia victoriana boya en altamar a bordo de
una balsa precaria, pero mantiene, aun bajo el solazo aplastante
y en medio del naufragio, la gravedad empacada y autoritaria,
la división jerárquica del espacio separando señores
de la servidumbre, la solemnidad ridícula de las ropas
pesadas y oscuras.
Entonces (Dejemos
hablar al viento, Cuando ya no importe) el verano,
contra el cual el héroe encastillado en su cotorro había
resistido tantos años, entra en la ciudad.
No es el verano liberador o resistente, salsa o merengue marxista;
tampoco el verano tecno y fastuoso en el que militan Pancho Dotto
y el Ministerio de Turismo. Se trata del verano subdesarrollado,
como invasión palúdica de pobre, modorra y miseria,
poblado de indios y narcotraficantes: "Como si en Santa
María hubiera ocurrido un terremoto y estuviera por allá
por Ecuador, Paraguay o Bolivia (...) queda un distinto clima,
la pobreza"
(J.C.
Onetti).
J.C.
Onetti murió
sin ver la nieve artificial cayendo cada hora exacta sobre el
gigantesco abeto implantado en la cárcel transformada en
shopping.
Nota:
(1) J.J.
Sevrelli, amigo de J. M. Sanguinetti y, al igual que éste,
vindicador del sueño sureño de la modernidad asediada,
no deja de percibir a E. Galeano como escritor tropical, denunciándolo
-por lo tanto- como simulacro: "La literatura más
representativa de los uruguayos no está dada por la magia
tropical de Galeano sino por la sobriedad y la atmósfera
urbana de las narraciones de J.C. Onetti". (El asedio
de la modernidad).
*Publicado
originalmente en La República de Platón
Nº 63
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