Tal vez la mejor manera de distinguir al artista
bueno del mediocre sea percibir cómo se maneja cada uno
con los lugares comunes. Compárese, por ejemplo, un cuento
ya volatilizado de Carlos Fuentes
con otro de Felisberto Hernández.
Ambos lidian con la sociedad de consumo: el mexicano cuenta una
pantagruelada en la que la fascinación por los productos
descartables y el hiperconsumo lleva a las grandes ciudades a
quedar sitiadas desde dentro por montañas de sus propios
desechos. Léase: las ciudades y las sociedades del siglo XX, de más está
decirlo, alienadas por el consumo (si
se quiere ser más específico, Ciudad de México
y su nube tóxica).
Por su parte, al protagonista recurrente de Hernández -el
que deambula por pequeñas ciudades del interior uruguayo-,
por medio de una jeringa, le inoculan una fórmula para
que repita como un loro "Muebles El Canario, Muebles El
Canario".
En el primer caso, una
alegoría que, de tan ostensible, no es más que una
perogrullada; en el segundo, el resplandor del talento. Si Fuentes
-incluso en este siglo XXI- hubiera llegado a la anécdota
que narra Felisberto, la jeringa hubiera implicado recitales de
Coca Cola, nicotinas de Marlboro, manguerazos de Texaco, microchips
de Microsoft, dudosos pollos KFC o la especie más bullanguera
que se le antoje al lector.
En tanto Fuentes relata una hipérbole facilonga de lo que
el bípedo más distraído ya conoce, el talento
de Felisberto consiste, por oposición, en retorcer el clisé
para volverlo alarmante. Que se realice un operativo comando para
secuestrar y torturar a un ciudadano
con el mero fin de que repita semejante banalidad comercial nos
hace reír, por un lado, pero también nos desencaja.
¿Cuál es
la receta para discernir qué es lo que conviene escribir? Probablemente, ninguna. Es regla
del buen arte brindar una percepción
sorprendente (no por eso alambicada;
puede ser, como en el caso de Felisberto, rabiosamente simple).
La otra regla, que nunca conviene olvidar, es que unos nacen con
talento y otros, si son muy esforzados y mañeros -y además
cuentan con muy buena suerte- pueden llegar a engrupir por un
rato.
Para que algunos logren
hacerse pasar por buenos, siendo en rigor limitados, es imprescindible,
de todos modos, la complicidad de muchos. Para explicar esta complicidad,
seguramente lo más cómodo sería repetir el
aserto de Frazer en el prólogo de La rama dorada
acerca de que el 99% de la gente es estúpida -y a partir
de guarismo tan apabullante, se insistiría en el lugar
común de que los grandes artistas
son incomprendidos, etc. etc. Pero probablemente lo más
útil sería consignar que, al vivir en un mundo sociologizado,
solemos enceguecernos por estadísticas, por cortes transversales,
por números como bultos y por cortes, en último
término, muy gruesos.
El artista
suele percibir lo que todavía no es, lo que recién
germina, lo que apenas está proyectando su sombra
pero que ya amenaza
crecer furibundo. En principio no revela la mole; suele dar con
lo que todavía no es más que un matiz, un aspecto
ni siquiera retenible en estadísticas. No se trata de una
mirada microscópica, sino de una capaz de percibir lo oculto,
lo que todavía es casi innombrable.
Por ejemplo, la enciclopedia china inventada por Borges
y festejada por Foucault,
que parecería proceder como la enumeración caótica
en poesía, en su item (m) incluye a esos animales "que
acaban de romper el jarrón".
Un escritor
mediocre hubiera percibido sólo un jarrón roto -lo
mismo, digamos, que consignaría un dependiente de tienda,
o un sociólogo-; uno más avispado hubiera logrado
cargar sobre el pretérito del verbo -lo "roto"-
o incluso con su no-ser-más-jarrón; uno bueno
da con el tris ("acaban"), da con el duende,
justo antes de que el duende termine de esfumarse.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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