Hay una enfermedad que afecta al lenguaje, que consiste en la
invención de palabras adjudicándoles un significado.
Esta dolencia, llamada glosolalia, tiene una gran importancia,
puesto que su padecimiento favorece el desarrollo del periodismo,
las humanidades y la
ciencia del discurso político. El origen del término
es religioso, y se refiere al "don de lenguas", estado
de trance en el que se manifiesta una conexión directa
con la divinidad a través de un lenguaje sólo inteligible
por ella.
Es interesante notar que si bien existe una tendencia a la aceptación
del blabloteo de un santón, no es menos cierto que la utilización
de términos infrecuentes produce rechazo. Es definitivamente
seguro que buena parte de los que han abandonado la lectura
de esta nota lo hicieron estimulados por un asco visceral ante
la exposición descarnada de la palabra glosolalia. Otra
porción de lectores, más paciente, superó
la alergia y llegó hasta aquí, aunque con una actitud
probablemente exenta de simpatía.
Este asunto tiene cierta importancia si se piensa en la cantidad
de lugares comunes que tienden a estimular la sencillez y la simplicidad.
Olvidemos quién dijo que había que pintar una aldea
para pintar el mundo; su sentencia pone de manifiesto una oculta
soberbia: evidentemente nos está diciendo que él
conoce tanto el mundo como para saber detalles acerca de cualquiera
de sus aldeas. Semejante aserto implicaría que ya basta
de pinturas: alcanza con aquella huella
de una mano impresa hace cien mil años en la pared de una
caverna. ¿O el mundo del adagio contempla sólo la
geografía y deja fuera la historia?
Es conocida la crítica de Quevedo al estilo exuberante
de Góngora:
"Tráeme
dos globos de la mujer del gallo, quita las no ocultas y adereza
el remanente pajizo".
Esta sería la forma
en que, según Don Francisco, Don Luis pediría que
le preparasen dos yemas. Pero la crítica
se vuelve contra el crítico: la preparación de las
yemas es una acción anodina y por completo carente de interés,
salvo cuando hay hambre; pero decirlo de aquella forma lo convierte
en un alimento hasta para los más ahítos.
El arquitecto Adolf Loos gritó, hace más de cien
años, que el ornamento es abominable (al
parecer era un hombre con vocación por la obediencia, ya
que lo calificó de "delito", es decir, acto contrario
a las leyes; probablemente aspiraba a imponer su propio código
penal en materia de arquitectura). Desde entonces, los arquitectos
cultos han venido construyendo grandes obras públicas y
corporativas según aquel principio general, en tanto el
resto de la humanidad siguió admirando las florituras y
gran cantidad de delitos conexos.
Pero por alguna razón
se rechaza en el texto lo que se admira en la arquitectura o el
diseño industrial. La percepción visual es un fenómeno
acentuadamente espacial, exento de encadenamientos lógicos,
basado en la extensión instantánea del universo
percibido. La palabra, en cambio, funciona como un regulador de
la ansiedad, ya que opera a través del descubrimiento controlado
de los elementos de una cadena lógica. El llamado a la
simplicidad y a la permanencia en la aldea parece no ser otra
cosa que una manifestación de miedo
ante el poder de la escritura.
Los términos oscuros son como puertas que el lector perezoso
percibe con temor o con fastidio. La estructura compleja también
atemoriza, porque impide darse cuenta del rumbo que se sigue al
leer. Se trata estrictamente de una cuestión de dominio.
La escritura se mete dentro
de uno, al contrario de lo que ocurre con las imágenes
visuales. El sentido de la vista genera unas sensaciones que producen
la ilusión de que lo percibido no es un fenómeno
mental sino una conciencia de lo exterior al cuerpo.
La cadena escrita produce la conciencia de una elaboración
lectora dentro de la mente. De alguna manera, si
el lector sabe a dónde va, puede asumir que él tiene
el control; si no lo sabe, tiene aguda conciencia de que un ente
exterior lo controla.
Si se insiste en retratar la aldea, censurar palabras o aplanar
la sintaxis, es, quizá, por una extrema falta de confianza
en el escritor.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 111
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