| Es cierto que la escritura 
                es una tecnología; cierto también que los griegos 
                que nos legaron sus principios de poética no distinguían 
                entre arte y técnica; cierto, sin embargo, que arte 
                y técnica no son necesariamente lo mismo.
 El viejo término 
                "oficio" recuerda el aspecto técnico; el arte, de todos modos, suele 
                contravenir las prescripciones del oficio y, como se ha dicho, 
                arremeter hacia la ceguera, es decir, 
                hacia las lagunas de la tecnología, abriendo así 
                nuevos parámetros. Sería por completo 
                injusto, sin embargo, pretender homologar la vieja querella de 
                jóvenes y viejos, de clásicos 
                y románticos, a la distinción entre arte y tecnología. 
                Más aún, tratar de rescatar la manoseada vanguardia 
                como búsqueda de novedad 
                artística. Por el contrario, en la mayoría de los 
                casos, la vanguardia no 
                ha sido más que un fanatismo tecnocrático. Sobre la irrupción
            de las vanguardias en la primera mitad del siglo vigésimo
            se ha escrito largamente. Se ha dicho entre otras cosas que,
            a diferencia de la tradición romántica, intentó
            romper con la institución del arte; se ha dicho también
            que la rapsodia futurista y tecnológica fue realizada
            por aquellos que, como Marinetti, provenían de países
            menos industrializados y que, por el contrario, los que estaban
            en plena industrialización - un Bretón, por ejemplo
            - abrazaron el primitivismo. Más allá de estas
            distinciones, vale agregar que el fracaso de las vanguardias,
            por sobre todo, se debió a su credulidad en la tecnología. Las vanguardias, por sobre 
                todo, mercadearon el fetiche 
                cientificista del experimento, que como se ha señalado 
                aquí, no es otra cosa que la consagración de lo 
                fallido. Cada nuevo ismo nació ya perecido, como nace hoy 
                cada nueva versión de software, que vuelve anacrónica 
                la previa e incluye dentro de sí su propia condición 
                de novelería, de efímero utilitario. Así 
                también, los vanguardistas se redujeron a tecnologías 
                como la escritura automática, el sinsentido o la metáfora 
                a ultranza, o cualquiera de estos procedimientos que, por sí 
                solo, podría contener en algo la unción religiosa 
                de cualquier dogma, a condición de que los dioses 
                fueran descartables. Por eso, pasado el
            tiempo, se necesita una dosis abundante para apreciar cualquier
            obra vanguardista - es decir, de aquellas que se pretendieron
            vanguardia, que incluyeron una tecnología, o dogma, una
            poética dictada u oculta; pasados los lustros, aquello
            que fue deslumbrante novedad no es más que cachivache.
            Quizás podamos tenerles el mismo cariño que a una
            radio a válvula, a una cachila o incluso a los transitores
            de una Spika: como curiosidades que atendemos sentimentalmente
            porque hicieron nuestra niñez o la de nuestros mayores.
            Fueron el último grito, pero nos sonroja su vejez, su
            condición de mobiliario en desuso, de cachivache que pide
            a gritos un desván porque no nos resignamos a tirarlo. Del emporio de trastos vanguardistas, 
                probablemente sean los literarios los más penosos (probablemente 
                porque, al aspecto tecnológico, agregan la necesidad de 
                una proclama ideológica). 
                Por ejemplo en poesía, retienen vigencia aquellos que, 
                como Vallejo o Neruda, 
                no se abandonaron a un ismo (se 
                le adjudican anos, como vallejiano, nerudeano, después 
                borgeano). Resultaría 
                tentador, incluso, extender el argumento y proponer que, en tanto 
                el ismo vanguardista es tecnológico, es en el ano donde 
                se nos da lo artístico, la imposición no de un software 
                perecible sino una radiante y exigente percepción del mundo. Más allá 
                de jugueteos hipotéticos, lo relevante es que la dictadura 
                tecnológica asesina, fatalmente, toda pretensión 
                de arte: absorbe lo que se pretende crear y -en vez de llegar 
                al descubrimiento- termina como obscenidad, como flagrante exhibición 
                de sí. Tan obscena, tan sobreexpuesta 
                y operática, como cualquier dictador. Su fecha de caducidad 
                - como el dictado de cualquier moda 
                y de todo dictador que se presente - es siempre ayer. * Publicado
            originalmente en Insomnia
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