No hay academia
taller o conservatorio que pueda enseñar a captar la música
en caso de que el discípulo carezca de oído. Quien
quiera aprender a tocar un instrumento podrá lograr una
digitación más o menos veloz, pero, en caso de
carecer de oído, su desempeño será despreciable.
Curiosamente, se ha dejado de lado el hecho de que, para aprehender
cualquier fenómeno artístico -incluyendo la escritura- es imprescindible
una buena escucha. Lamentablemente, las Humanidades
han hecho de la cortedad de oído un mérito, imponiendo
en su lugar un protocolo de lectura
que reduce la alteridad del texto a fórmulas mortuorias.
Un fenómeno
parejamente reciente y melancólico es el de los tecnotenores,
individuos que entrenaron una vida para llenar con su voz los
últimos rincones de un teatro y se lanzaron a entremezclar
rancheras mexicanas, baladas folk, tangos o boleros en
sus recitales (indiferenciados
a través del micrófono salvo la comprobación
de que, cuando emiten sus arias de siempre, las letras son decididamente
más cursis).
Esta actividad les ha permitido vender millones de discos, aficionar
a cierta gente, por contigüidad, a los efluvios del bel
canto, hacer creer a los más despistados de que, de alguna
forma, están accediendo a la alta cultura y estropear
lo que hubiera de estropeable en la música popular.
La lírica que
les dio nombre se sostenía en cierta aptitud para sacar
del pecho una voz masiva,
que expulsaba versos que algunos italianos confundieron con poesía.
El fuerte, se dirá, estaba de todos modos en la composición
musical y en la capacidad del cantante para surgir compacto y
melodioso, sin mediación técnica, en todos los
tímpanos disponibles en la Ópera de Nueva York,
de París o la Scala de Milán. Pero lo irreductible
es que, todas las veces que arremetieron con la llamada música
popular, amparados por amplificadores, fueron decididamente inferiores
a Elvis, a Goyeneche, a Sinatra o
a Lucho Gatica. En esos registros, salvo impecables modulaciones,
nada tuvieron para decir.
La triste verdad es
que, para la música popular del siglo XX, nunca serán
una voz (como fueran entre
muchos Dylan, Gardel,
Mc Cartney, Yupanky, Aznavour, Roberto Carlos, Van
Morrison, Eddie Gormet o Zitarrosa). Si en el caso de estos últimos
es dable hablar de una voz (buena,
irritante, frágil, inconfundible, etc.), lo que queda para los tecnotenores
-el más emblemático de ellos Luciano Pavarotti-
es un timbre, una técnica, un aprendizaje, y una impostura:
no cantan ni Pavarotti, ni Domingo, ni Carreras; lo hace una
institución llamada música clásica.
Menos que de música,
los tecnotenores hablan de una resignación, disfrazada
de condescendencia: anacrónica y tecnologizada, la alta
cultura se inclina hacia lo popular. Algo semejante a lo que,
en campos académicos, ocurriera con los estudios culturales,
una asimilación tardía y un poco catastrófica
para las Humanidades, ya que, como señala Fredric Jameson
en El giro cultural del capitalismo, la función
de la Academia era la transmisión de la llamada "alta
cultura".
El costado catastrófico
puede percibirse en la forma en que Jameson recuenta el evento:
"Parte de la resistencia que suscita [el concepto de
posmodernismo] puede deberse a la poca familiaridad con las obras
que abarca, que pueden encontrarse en todas las artes: la poesía
de John Ashbery, así como la poesía conversacional
que surgió de la reacción contra la compleja poesía
modernista académica en los años 60; Andy Warhol,
el arte pop y el fotorrealismo; en música, la importancia
de John Cage pero también la síntesis posterior
de estilos clásicos y "populares" en compositores
como Philip Glass y Terry Riley, y también el rock punk
y new wave; en el cine, Godard -cine y videos contemporáneos
de vanguardia-, así como todo un nuevo estilo de filmes
comerciales o de ficción que tiene su equivalente en las
novelas contemporáneas, desde las obras de William Burroughs
o Thomas Pynchon a la nueva novela francesa".
Si bien El giro
cultural del capitalismo tiene la intención loable
de recuperar una negatividad y capacidad crítica para
el arte -y la lectura-,
no deja de resultar descorazonador que la mayoría de los
listados por Jameson -quien pretende hablar de un fenómeno
actual- en caso de no haber pasado a mejor vida se encuentren
a disposición de la chata geriátrica.
Jameson, quien desde
un principio reivindicara una inscripción marxista, procede
a la inversa de lo que hiciera el maestro. Si Carlos Marx anunciaba,
con entonación gótica, el itinerario de un avasallante
fantasma por
las callejuelas de Europa, él mismo era la urdimbre ectoplasmática
del espectro; si Jameson pretende hablar de posmodernidad, la
misma hace rato se disipó en las incertidumbres del tercer
milenio. Sólo puede hablar de esos objetos una vez convertidos,
como la poesía de Ashbery o las disonancias de Godard,
o de Cage, en canónicos, es decir, una vez ingresados
a la Academia como piezas de museo.
A diferencia de un
hombre práctico al servicio de la revolución, como
Marx, Jameson no puede sino transmitir melancolía. Por
eso señala que "la desaparición de algunos
límites clave, sobre todo la erosión de la antigua
distinción entre la cultura superior y la así llamada
cultura de masas o popular" es "tal vez lo más
inquietante desde un punto académico, que tradicionalmente
tuvo interés en preservar un ámbito de cultura
superior contra el ambiente circundante de filisteísimo
y kitsch".
¿Qué
puede decir Jameson, entonces, sobre estas artes? Que van a "referirse
de un nuevo modo al arte mismo; más aun (...) uno de sus
mensajes esenciales implicará el necesario fracaso del
arte y la estética, el fracaso de lo nuevo, el encarcelamiento
del pasado".
La tardanza parece
ser la marca de las reflexiones del señor Fredric, ya
que fue en los setenta que su colega John Barth, al empujar el
término "posmodernidad" se fijó en la
obra de Borges, que había sido
compuesta en los cuarenta. El "giro cultural" del que
quiere alertar Jameson es en rigor casi tan viejo como la rueda
y el hipotético fracaso de una modernidad y de cierto
modernismo tal vez remita tan sólo al anquilosamiento
de una de sus instituciones, la estética
(disciplina de la que prescindieron,
afortunados, Sófocles, Quevedo, Rabelais, Shakespeare
o Cervantes, porque ésta habría
de llegar recién en el siglo XVIII, para apuntalar buena
parte de lo que serían las Humanidades). En definitiva, lo que no se resigna
a conceder Jameson es que una cosa es el arte, o la "obra",
o la "voz", y muy otra la institución que lee
o, si se prefiere, escucha.
En buena medida, el
problema de los tecnotenores y de Jameson es el mismo: tardanza
y oreja meramente institucional. El desajuste, en ambos casos,
habla del lugar desde donde producen. Pavaroti & associates
infieren lo popular desde la música culta, es decir, desde
donde no deben: ejecutan piruetas sobre temas que los preceden
y que alcanzaron fecundidad, ya hace décadas, con prescindencia
de su tecnovozarrón. Los académicos de la estirpe
de Jameson suelen hacerlo desde la Academia, elucubrando sobre
objetos culturales a condición de que éstos ya
estén, al menos parcialmente, fenecidos.
Esperando al señor y la señora Otro
Un escritor que se
definió póstumo y que se llamó Friedrich
Nietszche reivindicó la pequeñez de sus orejas
y su capacidad de escuchar la alteridad. A lo largo del s. XX,
realizando sinuosos recorridos, esta reivindicación se
fue convirtiendo en exigencia. Pasó por Mijail Bajtin,
que generó un sistema metafórico auditivo -polifonía,
oralidad, dialogismo, etc.-, por el consejo freudiano de cerrar
los ojos y abandonarse a la escucha, por Martin
Heidegger y la deriva de éste en la ansiedad casi
fotográfica de Emmanuel Lévinas, que perseguía
el advenimiento del visaje del Otro.
En los sesenta, cierta factoría intelectual a la que,
por falta de mejor nombre, se denominó posestructuralismo,
convirtió al Otro en la más exportable neurosis
francesa. Fue el núcleo duro de la obra Jacques Lacan
o Derrida (quien exigía
el develamiento del "otro radical"); no fue otra cosa la irrupción
de la alteridad en la obra del último Roland Barthes,
en la de Gilles Deleuze, y en todas las coordenadas por las que
gritó, con magnificencia, Michel
Foucault. Desde entonces, ya fracasados los esquemas más
convencionales de la liberación,
el Otro, patrocinado por los franceses, se convirtió en
el sujeto políticamente correcto de las Humanidades, aquello
que debía lograr una total epifanía gracias a la
gestión de los académicos.
El posestructuralismo
proveyó la coartada para que unos marginales a la producción
del saber conocidos como latinoamericanistas alcanzaran una anagnórisis
somnolienta pero triunfal. Ahora ellos eran subalternos, la voz
de los marginados, en último término, la voz del
Otro acechante y precolombina, en espera de hacerse oír.
Dentro de este marco, podría acaso llamar la atención
que, en agosto de 1999, el antropólogo Néstor García
Canclini rematara una conferencia dictada en la Facultad de Humanidades
de Montevideo de forma conminatoria, diciendo que "debemos
preguntarle al otro cómo se llama a sí mismo".
Curiosamente, el otro,
que llevaba un siglo exigiendo comparecer, seguía demorado
por no se sabe qué diligencias, debiendo pagar peaje en
el señor académico. García Canclini sólo
lo toleraba bajo especie de informante y no de sujeto pleno.
Para decirlo de otro modo: cuando se podía esperar que,
tras décadas de sesuda labor intelectual, todo nos hubiera
preparado para la irrupción de la alteridad, un hipotético
pensador latinoamericano avisaba que el otro todavía no
estaba listo y que debía seguir delegando -desdichas del
subalterno- en un sabio para que por él hablase (acción que, dentro de su esquema
de representación, Marx llamó Vertretung).
En realidad, la conclusión
de Canclini es natural tanto a él como a un sistema de
producción intelectual que, a pesar de lo que pretende
está al servicio, no de la epifanía de la alteridad
sino de su silencio.
La máquina
de enterrar
Como desde hace veinte
años, Jameson repite que la obra de Foucault
es indecidible, ya que no se la puede consignar bajo etiquetas
como "teoría social", "ciencia política",
"historia" o "crítica literaria".
El rubro que debe alojarla es el de "discurso teórico",
que según Jameson hace al posmodernismo y que, por supuesto,
es el mismo en que debería inscribirse El giro cultural
del capitalismo.
Entre ambos, sin embargo,
hay una distancia insalvable. Foucault, como muchos de sus coetáneos
franceses, siendo perito en varias disciplinas, pretende ser
más amigo de la verdad que de Platón. Es cierto
que al hacerlo -lo mismo que sus compatriotas- Foucault habla
desde un lugar imposible, el Saber Absoluto. Sin embargo, este
saber se encuentra -tal vez por saturación- desinstitucionalizado.
Foucault no escribe sobre las tecnologías del yo, la ubicuidad
del poder, las virtudes del sadomasoquismo; escribe de, y a menudo,
en su sujeto. Jameson, en cambio, es menos afectuoso con la verdad
que con Platón: escribe menos de la posmodernidad que
de cómo esta debiera ser leída por la academia.
Estas diferencias,
por supuesto, hacen a un francés y a un estadounidense.
El intento de los posestructuralistas por liberarse de corsés
académicos acaso los haya dejado demasiado expuestos y,
acaso también, les otorgue cierta marca trágica,
verificable en que, estadísticamente, han sido propensos
al suicidio, a la locura,
al accidente fatal o incluso, como en el caso de Althusser, suscriptores
del homicidio pasional. En último término, han
sido consecuentes con su praxis y su obra registra un saber que,
como en la buena retórica, mueve.
Lo opuesto ocurre con
Jameson y muchos de sus colegas de distintas áreas de
la academia estadounidense: si bien son continentados por sus
protocolos de producción, éstos fatalmente les
roban el objeto de estudio, lo asordinan: menos que de posmodernidad,
o de literatura inglesa, o de culturas latinoamericanas, hablan
de cómo la academia debería leer los distintos
fenómenos.
El resultado es que,
por este procedimiento, jamás podrán ayudar a la
comparecencia del otro: siempre estarán hablando de lo
mismo, es decir, de sí mismos. La alteridad, en última
instancia, es ese barullo heterogéneo a la academia, como
concede Jameson; sólo podrá hablar en estos académicos
cuando sea definitivamente tarde, una vez que se haya llamado
a silencio (muerta como Andy
Warhol o el punk, centenaria y extinta como Borges) o a sumisión (como el informante solícito reclamado
por García Canclini).
En resumidas cuentas, cada vez que quieren mirar al otro, el
otro ya no está, demora un poco irritante ni bien se recuerda
que, desde hace al menos tres décadas, los saberes humanísticos
han reclamado estar al servicio de algún tipo de liberación.
Obsesión
Uno de esos franceses
muertos, Serge Leclaire, señalaba que el neurótico
obsesivo vive entre estos dilemas: ¿estoy vivo o estoy
muerto? ¿soy padre o soy hijo? ¿soy
hombre o soy mujer? Los latinoamericanistas de fin de siglo,
absorbidos directa o indirectamente por la academia estadounidense,
vienen planteándose si son "fronterizos", si
son "subalternos", si su marginalidad tiene algo de
privilegiada .
En los últimos
tiempos, vienen siendo más bien híbridos,
gracias al volumen del mencionado García Canclini, quien
realizó una labor, en el sentido de la academia yanqui,
bastante impecable con su Culturas híbridas. Estrategias
para entrar y salir de la modernidad. El libro se presenta
a sí mismo como una síntesis de dicotomías
que, al parecer, imperaban en las disciplinas humanas latinoamericanas.
En prolongadas disquisiciones, García Canclini enumera
fatigosas antinomias que el artefacto escritural de su libro
va resolviendo: modernidad/tradición, folcloristas/modernos,
estetas/antropólogos, cultura campesina/cultura urbana,
y lindezas por el estilo. El problema es que los pseudo antagonismos
son inexistentes más allá de ciertos departamentos
y de ciertas disciplinas. El resultado grandilocuente, que marca
la resolución de estos pseudodilemas bajo la rúbrica
hibridación, poco
tienen que ver con la verdad y mucho menos con las supuestas
culturas híbridas, cuyo emblema termina siendo la fronteriza
Tijuana y el tex mex.
Menos que de lo híbrido,
como se percibe, está hablando del Nafta; menos que de
la cultura -que desde el comienzo de los tiempos ha sido híbrida-
discurre sobre el itinerario personal de García Canclini;
menos que del mundo, en último término, está
hablando de la academia.
Acaso sirva como falsa
terapia para una comunidad de académicos, ya que de algún
modo procede como esos esmerados sicoanalistas que diagraman
complejos laberintos
para terminar revelándole a un asesino serial que es víctima
de un complejo, y que ese complejo se llama Edipo.
El libro de García Canclini (un
acorazado acaso inexpugnable a las invectivas de sus colegas) puede resultar tranquilizador
para sus pares, acaso satisfechos por recibir un diagnóstico
corporativo reafirmante, pero resulta irrisorio en tanto producción
de un saber medianamente útil.
Si su pretensión
pudo haber sido atender a los márgenes (la
alteridad), su
escritura no puede hacer otra cosa que reafirmar el centro. Mientras
proclama revelar la verdad de la hibridación, el otro
-más híbrido que una mula, tan barullento como
un tren viejo- hacía décadas o siglos que venía
fornicando, cantando, muriendo y zapateando.
Cuando el sabio llega a percibirlo, el otro hace tiempo había
mutado en una criatura
de la constelación de Acuario. En vez de con el otro,
se encuentra con su espectro. En términos liberacionistas,
el único título nobiliario al que se hace acreedor
Culturas híbridas -probablemente el último
al que aspiraba su autor- es el de reaccionario; en términos
menos políticamente correctos, merece otro adjetivo: sordo.
Oído y usura
Desde que existe, eso
que convencionalmente Occidente conoce como literatura ha mantenido
estrecho vínculo con la música, sea por líricos
o trágicos, fueran los maestros del barroco
o Goethe, atentos a las letrillas populares, fueran los más
que melodiosos Shakespeare o Dante. Este fenómeno, trillado
para la escritura,
tradicionalmente ha quedado de lado cuando se habla de los lectores.
Sin embargo, basta pensar que los buenos siempre han confiado
en su oído y mucho más cuando han tratado de ejercer
el discrimen en la inmediatez del estrépito industrial.
Si Baudelaire se comprometió
a ser pintor de la vida moderna, fue este oficio que desempeño
con insuperable destreza Walter Benjamin. Del mismo modo que
ciertos notables lectores como Nietzsche, Wilde,
Freud, Bajtin o Barthes, Baudelaire y Benjamin pudieron ejercer
porque contaban con excelente oído. Toda vez que debieron
comentar sobre esa alteridad llamada texto -en especial texto
creativo- se abandonaron a su escucha.
Aniquilado el intelectual
liberal y decaídas las humanidades francesas, ha quedado
a cargo del sistema universitario norteamericano (que se estableciera, como ha señalado
Hans Ulrïch Gumbrecht
en estas páginas, como enseñanza y práctica
de cierta cultura de la lectura)
el liderazgo en
la producción de saberes. Sus oficiantes, para paliar
la sordera generalizada, prefieren comprometerse con los requisitos
de un sistema productivo en vez de con la verdad de los textos.
Prefieren -en su mayoría- abandonarse al pleonasmo y leen
lo que la academia prescribe en lugar de lo que el texto dice.
Como la naturaleza parece no haberlos dotado de oído,
recurren a las fórmulas de Salamanca y, en lugar de intervenir
sobre el mundo terminan sancionando un estado de cosas tan espectral
como irrevocable, canonizando fiambres.
Este sistema trata
de domesticar lo siniestro (Unheimlich) de lo contemporáneo
-es decir, lo que la incomprensible alteridad les está
gritando- mediante un sistema de etiquetas tan tranquilizadoras
como las que cuelgan, en las morgues, del dedo gordo del pie.
Así se ha generado un emporio de zombies políticamente
correctos que, amparados en el prestigio académico, terminan
funcionando como nuevas rúbricas de marketing como "literatura
gay", "chicana", "femenina"
o -como propusiera en su momento el propio Jameson- "tercermundista".
Es que, una veces reducido
a un nicho, a una identidad,
el otro ya no tendrá nada para decir, salvo repetir monomaníaco
una inscripción de bestseller. Se verifica entonces
que, a despecho de lo que señalaba Jameson, el fracaso
no está en los textos creativos (que
siguen existiendo)
sino en la Academia, que cede y se hace cómplice de lo
que decía detestar (el
fariseísmo),
conjugando y empujando malentendidos tanto o más gravosos
que el de los tecnotenores: nuevos subgéneros, sólo
que esta vez codificados desde las universidades y devueltos
al mercado (por ejemplo,
en vez de novelas rosa, ahora se rubrica literatura femenina).
La falta de oído
de este sistema lleva a favorecer no a aquello que escribe -o
que dice, o que tiene una voz- sino a aquello que sostiene un
tono familiar, es decir aquello que ya es conocido. Es dentro
de este marco que se desarrollaron las carreras, por ejemplo,
de Umberto Eco o Carlos
Fuentes, intelectuales con pocas ideas propias que han funcionado
como disc jockeys de la cultura, divulgando los hallazgos
y obras de otros. Si por un lado se puede afirmar que Eco y Fuentes
enseñan una lectura, algo que no deja de tener mérito
en su ensayística, su falta de oído ha hecho de
ellos novelistas funcionales pero anodinos. Habiendo aprendido
ciertas fórmulas -como un Stephen King pero investidos
de saberes universitarios- lograron escribir sin mayores chambonadas,
aunque nunca consiguieron acertar, que es lo que habría
que pedirle al arte: dar un tono que a priori parecía
imposible, acceder a márgenes inexplorados.
Tal vez este fenómeno
no debería llamar la atención, dado que, caída
la inscripción más combativa del intelectual, el
sistema de saberes ha sido devorado por un sistema que favorece
lo cuantitaivo y lo altamente burocratizado. La productividad,
siguiendo las normas del capitalismo, adjuntado a un alto nivel
de burocratización, que se supone es el mal que ha afectado
a todos los intentos revolucionarios.
Así, una monografía trivial que impugna los "hallazgos"
de determinado colega se puede cotizar en varias decenas de miles
de dólares, visibles en una beca; la última ñoñería
de algún escriba de ésos que pueden leer con sus
tiquetes tranquilizantes, reportará una millonada bajo
el rubro conferencias universitarias. Temáticamente, la
mayoría de los trabajos proyectarán invectivas
contra el capitalismo que los alimenta y que acaso sea menos
atacable que su propia sordera.
Decía Horacio
-individuo convencido de que la literatura
debía deleitar y educar - que los malos poetas no eran
de provecho ni para hombres ni para dioses ni para libreros.
No sospechaba -acaso no pudiera hace dos mil años- el
peso que alcanzaría un sistema a menudo usurario llamado
academia que incluso patrocina una raza de profesores que perpetran
novelas -olvidables incluso desde su título- para ser
digeridadas por sus colegas y que, en vez de sondear nuevas dimensiones,
llegan a donde pretenden llegar, es decir, al comienzo, a lo
consabido, al espectro, y que, en vez de dar un mundo, infieren
un curriculum.
Como el nuevo milenio
sólo traerá cosas buenas, es casi seguro que un
estado de cosas tan afligente vea fin cuando las Humanidades
revisen su rubro y, en las entrevistas de aceptación,
hagan pasar a sus graduados por una prueba de aptitud. Una voz
me ha dicho que empezó a circular por alguna parte un
cuestionario para humanistas, que consiste en ciertas pruebas
fáciles como distinguir entre Cake y Gloria Gaynor, entonar
Caminito después de la estrofa inicial y decantar
la Heroica de Las cuatro estaciones. Me dijo esa
voz que, como en todos los exámenes, también la
prueba tiene un atajo: los estudiantes aprueban bajo el mero
expediente de ignorar a Pavarotti.
1 Sobre este tema, ver el
artículo de Sandino Núñez "Microfobia.
Varios de los puntos que toca este artículo proceden de
conversaciones con Sandino Núñez.
2 Ver Síntomas
criollos e hibridez poscolonial, de Leslie
Bary.
3 Otro caso de lectura gótica,
en el sentido de espectral, es el de Escenas de la vida posmoderna,
de Beatriz Sarlo. Se trata de un esfuerzo menos piadoso que el
de García Canclini. Si este último, con solidez
expositiva, termina escribiendo sobre lo que ya tiene una vida
meramente espectral, Sarlo logra acumular cientos de páginas
sobre aquello que no sólo no entiende sino que, indisimulablemente,
detesta.
4 Hans
Ulrïch Gumbrecht, Milenarismo
universitario.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 91
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