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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



TECNOTENORES - ESTUDIOS CULTURALES - JAMESON, FREDRIC - GARCÍA CANCLINI, NÉSTOR - ECO, UMBERTO - FUENTES, CARLOS - ALTERIDAD - OÍDO - SORDERA - REPRESENTACIÓN - HUMANIDADES - ACADEMIA -

Cortedades del oído y usura de Salamanca*

Amir Hamed
En resumidas cuentas, cada vez que quieren mirar al otro, el otro ya no está, demora un poco irritante ni bien se recuerda que, desde hace al menos tres décadas, los saberes humanísticos han reclamado estar al servicio de algún tipo de liberación


No hay academia taller o conservatorio que pueda enseñar a captar la música en caso de que el discípulo carezca de oído. Quien quiera aprender a tocar un instrumento podrá lograr una digitación más o menos veloz, pero, en caso de carecer de oído, su desempeño será despreciable. Curiosamente, se ha dejado de lado el hecho de que, para aprehender cualquier fenómeno artístico -incluyendo la escritura- es imprescindible una buena escucha. Lamentablemente, las Humanidades han hecho de la cortedad de oído un mérito, imponiendo en su lugar un protocolo de lectura que reduce la alteridad del texto a fórmulas mortuorias.

Un fenómeno parejamente reciente y melancólico es el de los tecnotenores, individuos que entrenaron una vida para llenar con su voz los últimos rincones de un teatro y se lanzaron a entremezclar rancheras mexicanas, baladas folk, tangos o boleros en sus recitales (indiferenciados a través del micrófono salvo la comprobación de que, cuando emiten sus arias de siempre, las letras son decididamente más cursis). Esta actividad les ha permitido vender millones de discos, aficionar a cierta gente, por contigüidad, a los efluvios del bel canto, hacer creer a los más despistados de que, de alguna forma, están accediendo a la alta cultura y estropear lo que hubiera de estropeable en la música popular.

La lírica que les dio nombre se sostenía en cierta aptitud para sacar del pecho una voz masiva, que expulsaba versos que algunos italianos confundieron con poesía. El fuerte, se dirá, estaba de todos modos en la composición musical y en la capacidad del cantante para surgir compacto y melodioso, sin mediación técnica, en todos los tímpanos disponibles en la Ópera de Nueva York, de París o la Scala de Milán. Pero lo irreductible es que, todas las veces que arremetieron con la llamada música popular, amparados por amplificadores, fueron decididamente inferiores a Elvis, a Goyeneche, a Sinatra o a Lucho Gatica. En esos registros, salvo impecables modulaciones, nada tuvieron para decir.

La triste verdad es que, para la música popular del siglo XX, nunca serán una voz (como fueran entre muchos Dylan, Gardel, Mc Cartney, Yupanky, Aznavour, Roberto Carlos, Van Morrison, Eddie Gormet o Zitarrosa). Si en el caso de estos últimos es dable hablar de una voz (buena, irritante, frágil, inconfundible, etc.), lo que queda para los tecnotenores -el más emblemático de ellos Luciano Pavarotti- es un timbre, una técnica, un aprendizaje, y una impostura: no cantan ni Pavarotti, ni Domingo, ni Carreras; lo hace una institución llamada música clásica.

Menos que de música, los tecnotenores hablan de una resignación, disfrazada de condescendencia: anacrónica y tecnologizada, la alta cultura se inclina hacia lo popular. Algo semejante a lo que, en campos académicos, ocurriera con los estudios culturales, una asimilación tardía y un poco catastrófica para las Humanidades, ya que, como señala Fredric Jameson en El giro cultural del capitalismo, la función de la Academia era la transmisión de la llamada "alta cultura".

El costado catastrófico puede percibirse en la forma en que Jameson recuenta el evento: "Parte de la resistencia que suscita [el concepto de posmodernismo] puede deberse a la poca familiaridad con las obras que abarca, que pueden encontrarse en todas las artes: la poesía de John Ashbery, así como la poesía conversacional que surgió de la reacción contra la compleja poesía modernista académica en los años 60; Andy Warhol, el arte pop y el fotorrealismo; en música, la importancia de John Cage pero también la síntesis posterior de estilos clásicos y "populares" en compositores como Philip Glass y Terry Riley, y también el rock punk y new wave; en el cine, Godard -cine y videos contemporáneos de vanguardia-, así como todo un nuevo estilo de filmes comerciales o de ficción que tiene su equivalente en las novelas contemporáneas, desde las obras de William Burroughs o Thomas Pynchon a la nueva novela francesa".

Si bien El giro cultural del capitalismo tiene la intención loable de recuperar una negatividad y capacidad crítica para el arte -y la lectura-, no deja de resultar descorazonador que la mayoría de los listados por Jameson -quien pretende hablar de un fenómeno actual- en caso de no haber pasado a mejor vida se encuentren a disposición de la chata geriátrica.

Jameson, quien desde un principio reivindicara una inscripción marxista, procede a la inversa de lo que hiciera el maestro. Si Carlos Marx anunciaba, con entonación gótica, el itinerario de un avasallante fantasma por las callejuelas de Europa, él mismo era la urdimbre ectoplasmática del espectro; si Jameson pretende hablar de posmodernidad, la misma hace rato se disipó en las incertidumbres del tercer milenio. Sólo puede hablar de esos objetos una vez convertidos, como la poesía de Ashbery o las disonancias de Godard, o de Cage, en canónicos, es decir, una vez ingresados a la Academia como piezas de museo.

A diferencia de un hombre práctico al servicio de la revolución, como Marx, Jameson no puede sino transmitir melancolía. Por eso señala que "la desaparición de algunos límites clave, sobre todo la erosión de la antigua distinción entre la cultura superior y la así llamada cultura de masas o popular" es "tal vez lo más inquietante desde un punto académico, que tradicionalmente tuvo interés en preservar un ámbito de cultura superior contra el ambiente circundante de filisteísimo y kitsch".

¿Qué puede decir Jameson, entonces, sobre estas artes? Que van a "referirse de un nuevo modo al arte mismo; más aun (...) uno de sus mensajes esenciales implicará el necesario fracaso del arte y la estética, el fracaso de lo nuevo, el encarcelamiento del pasado".

La tardanza parece ser la marca de las reflexiones del señor Fredric, ya que fue en los setenta que su colega John Barth, al empujar el término "posmodernidad" se fijó en la obra de Borges, que había sido compuesta en los cuarenta. El "giro cultural" del que quiere alertar Jameson es en rigor casi tan viejo como la rueda y el hipotético fracaso de una modernidad y de cierto modernismo tal vez remita tan sólo al anquilosamiento de una de sus instituciones, la estética (disciplina de la que prescindieron, afortunados, Sófocles, Quevedo, Rabelais, Shakespeare o Cervantes, porque ésta habría de llegar recién en el siglo XVIII, para apuntalar buena parte de lo que serían las Humanidades). En definitiva, lo que no se resigna a conceder Jameson es que una cosa es el arte, o la "obra", o la "voz", y muy otra la institución que lee o, si se prefiere, escucha.

En buena medida, el problema de los tecnotenores y de Jameson es el mismo: tardanza y oreja meramente institucional. El desajuste, en ambos casos, habla del lugar desde donde producen. Pavaroti & associates infieren lo popular desde la música culta, es decir, desde donde no deben: ejecutan piruetas sobre temas que los preceden y que alcanzaron fecundidad, ya hace décadas, con prescindencia de su tecnovozarrón. Los académicos de la estirpe de Jameson suelen hacerlo desde la Academia, elucubrando sobre objetos culturales a condición de que éstos ya estén, al menos parcialmente, fenecidos.

Esperando al señor y la señora Otro

Un escritor que se definió póstumo y que se llamó Friedrich Nietszche reivindicó la pequeñez de sus orejas y su capacidad de escuchar la alteridad. A lo largo del s. XX, realizando sinuosos recorridos, esta reivindicación se fue convirtiendo en exigencia. Pasó por Mijail Bajtin, que generó un sistema metafórico auditivo -polifonía, oralidad, dialogismo, etc.-, por el consejo freudiano de cerrar los ojos y abandonarse a la escucha, por Martin Heidegger y la deriva de éste en la ansiedad casi fotográfica de Emmanuel Lévinas, que perseguía el advenimiento del visaje del Otro.

En los sesenta, cierta factoría intelectual a la que, por falta de mejor nombre, se denominó posestructuralismo, convirtió al Otro en la más exportable neurosis francesa. Fue el núcleo duro de la obra Jacques Lacan o Derrida
(quien exigía el develamiento del "otro radical"); no fue otra cosa la irrupción de la alteridad en la obra del último Roland Barthes, en la de Gilles Deleuze, y en todas las coordenadas por las que gritó, con magnificencia, Michel Foucault. Desde entonces, ya fracasados los esquemas más convencionales de la liberación, el Otro, patrocinado por los franceses, se convirtió en el sujeto políticamente correcto de las Humanidades, aquello que debía lograr una total epifanía gracias a la gestión de los académicos.

El posestructuralismo proveyó la coartada para que unos marginales a la producción del saber conocidos como latinoamericanistas alcanzaran una anagnórisis somnolienta pero triunfal. Ahora ellos eran subalternos, la voz de los marginados, en último término, la voz del Otro acechante y precolombina, en espera de hacerse oír. Dentro de este marco, podría acaso llamar la atención que, en agosto de 1999, el antropólogo Néstor García Canclini rematara una conferencia dictada en la Facultad de Humanidades de Montevideo de forma conminatoria, diciendo que "debemos preguntarle al otro cómo se llama a sí mismo".

Curiosamente, el otro, que llevaba un siglo exigiendo comparecer, seguía demorado por no se sabe qué diligencias, debiendo pagar peaje en el señor académico. García Canclini sólo lo toleraba bajo especie de informante y no de sujeto pleno. Para decirlo de otro modo: cuando se podía esperar que, tras décadas de sesuda labor intelectual, todo nos hubiera preparado para la irrupción de la alteridad, un hipotético pensador latinoamericano avisaba que el otro todavía no estaba listo y que debía seguir delegando -desdichas del subalterno- en un sabio para que por él hablase (acción que, dentro de su esquema de representación, Marx llamó Vertretung).

En realidad, la conclusión de Canclini es natural tanto a él como a un sistema de producción intelectual que, a pesar de lo que pretende está al servicio, no de la epifanía de la alteridad sino de su silencio.

La máquina de enterrar

Como desde hace veinte años, Jameson repite que la obra de Foucault es indecidible, ya que no se la puede consignar bajo etiquetas como "teoría social", "ciencia política", "historia" o "crítica literaria". El rubro que debe alojarla es el de "discurso teórico", que según Jameson hace al posmodernismo y que, por supuesto, es el mismo en que debería inscribirse El giro cultural del capitalismo.

Entre ambos, sin embargo, hay una distancia insalvable. Foucault, como muchos de sus coetáneos franceses, siendo perito en varias disciplinas, pretende ser más amigo de la verdad que de Platón. Es cierto que al hacerlo -lo mismo que sus compatriotas- Foucault habla desde un lugar imposible, el Saber Absoluto. Sin embargo, este saber se encuentra -tal vez por saturación- desinstitucionalizado. Foucault no escribe sobre las tecnologías del yo, la ubicuidad del poder, las virtudes del sadomasoquismo; escribe de, y a menudo, en su sujeto. Jameson, en cambio, es menos afectuoso con la verdad que con Platón: escribe menos de la posmodernidad que de cómo esta debiera ser leída por la academia.

Estas diferencias, por supuesto, hacen a un francés y a un estadounidense. El intento de los posestructuralistas por liberarse de corsés académicos acaso los haya dejado demasiado expuestos y, acaso también, les otorgue cierta marca trágica, verificable en que, estadísticamente, han sido propensos al suicidio, a la locura, al accidente fatal o incluso, como en el caso de Althusser, suscriptores del homicidio pasional. En último término, han sido consecuentes con su praxis y su obra registra un saber que, como en la buena retórica, mueve.

Lo opuesto ocurre con Jameson y muchos de sus colegas de distintas áreas de la academia estadounidense: si bien son continentados por sus protocolos de producción, éstos fatalmente les roban el objeto de estudio, lo asordinan: menos que de posmodernidad, o de literatura inglesa, o de culturas latinoamericanas, hablan de cómo la academia debería leer los distintos fenómenos.

El resultado es que, por este procedimiento, jamás podrán ayudar a la comparecencia del otro: siempre estarán hablando de lo mismo, es decir, de sí mismos. La alteridad, en última instancia, es ese barullo heterogéneo a la academia, como concede Jameson; sólo podrá hablar en estos académicos cuando sea definitivamente tarde, una vez que se haya llamado a silencio (muerta como Andy Warhol o el punk, centenaria y extinta como Borges) o a sumisión (como el informante solícito reclamado por García Canclini). En resumidas cuentas, cada vez que quieren mirar al otro, el otro ya no está, demora un poco irritante ni bien se recuerda que, desde hace al menos tres décadas, los saberes humanísticos han reclamado estar al servicio de algún tipo de liberación.

Obsesión

Uno de esos franceses muertos, Serge Leclaire, señalaba que el neurótico obsesivo vive entre estos dilemas: ¿estoy vivo o estoy muerto? ¿soy padre o soy hijo? ¿soy hombre o soy mujer? Los latinoamericanistas de fin de siglo, absorbidos directa o indirectamente por la academia estadounidense, vienen planteándose si son "fronterizos", si son "subalternos", si su marginalidad tiene algo de privilegiada .

En los últimos tiempos, vienen siendo más bien híbridos, gracias al volumen del mencionado García Canclini, quien realizó una labor, en el sentido de la academia yanqui, bastante impecable con su Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. El libro se presenta a sí mismo como una síntesis de dicotomías que, al parecer, imperaban en las disciplinas humanas latinoamericanas.

En prolongadas disquisiciones, García Canclini enumera fatigosas antinomias que el artefacto escritural de su libro va resolviendo: modernidad/tradición, folcloristas/modernos, estetas/antropólogos, cultura campesina/cultura urbana, y lindezas por el estilo. El problema es que los pseudo antagonismos son inexistentes más allá de ciertos departamentos y de ciertas disciplinas. El resultado grandilocuente, que marca la resolución de estos pseudodilemas bajo la rúbrica hibridación, poco tienen que ver con la verdad y mucho menos con las supuestas culturas híbridas, cuyo emblema termina siendo la fronteriza Tijuana y el tex mex.

Menos que de lo híbrido, como se percibe, está hablando del Nafta; menos que de la cultura -que desde el comienzo de los tiempos ha sido híbrida- discurre sobre el itinerario personal de García Canclini; menos que del mundo, en último término, está hablando de la academia.

Acaso sirva como falsa terapia para una comunidad de académicos, ya que de algún modo procede como esos esmerados sicoanalistas que diagraman complejos laberintos para terminar revelándole a un asesino serial que es víctima de un complejo, y que ese complejo se llama Edipo.

El libro de García Canclini
(un acorazado acaso inexpugnable a las invectivas de sus colegas) puede resultar tranquilizador para sus pares, acaso satisfechos por recibir un diagnóstico corporativo reafirmante, pero resulta irrisorio en tanto producción de un saber medianamente útil.

Si su pretensión pudo haber sido atender a los márgenes (la alteridad), su escritura no puede hacer otra cosa que reafirmar el centro. Mientras proclama revelar la verdad de la hibridación, el otro -más híbrido que una mula, tan barullento como un tren viejo- hacía décadas o siglos que venía fornicando, cantando, muriendo y zapateando.

Cuando el sabio llega a percibirlo, el otro hace tiempo había mutado en una criatura de la constelación de Acuario. En vez de con el otro, se encuentra con su espectro. En términos liberacionistas, el único título nobiliario al que se hace acreedor Culturas híbridas -probablemente el último al que aspiraba su autor- es el de reaccionario; en términos menos políticamente correctos, merece otro adjetivo: sordo.

Oído y usura

Desde que existe, eso que convencionalmente Occidente conoce como literatura ha mantenido estrecho vínculo con la música, sea por líricos o trágicos, fueran los maestros del barroco o Goethe, atentos a las letrillas populares, fueran los más que melodiosos Shakespeare o Dante. Este fenómeno, trillado para la escritura, tradicionalmente ha quedado de lado cuando se habla de los lectores. Sin embargo, basta pensar que los buenos siempre han confiado en su oído y mucho más cuando han tratado de ejercer el discrimen en la inmediatez del estrépito industrial.

Si Baudelaire se comprometió a ser pintor de la vida moderna, fue este oficio que desempeño con insuperable destreza Walter Benjamin. Del mismo modo que ciertos notables lectores como Nietzsche, Wilde, Freud, Bajtin o Barthes, Baudelaire y Benjamin pudieron ejercer porque contaban con excelente oído. Toda vez que debieron comentar sobre esa alteridad llamada texto -en especial texto creativo- se abandonaron a su escucha.

Aniquilado el intelectual liberal y decaídas las humanidades francesas, ha quedado a cargo del sistema universitario norteamericano (que se estableciera, como ha señalado Hans Ulrïch Gumbrecht en estas páginas, como enseñanza y práctica de cierta cultura de la lectura) el liderazgo en la producción de saberes. Sus oficiantes, para paliar la sordera generalizada, prefieren comprometerse con los requisitos de un sistema productivo en vez de con la verdad de los textos. Prefieren -en su mayoría- abandonarse al pleonasmo y leen lo que la academia prescribe en lugar de lo que el texto dice.
Como la naturaleza parece no haberlos dotado de oído, recurren a las fórmulas de Salamanca y, en lugar de intervenir sobre el mundo terminan sancionando un estado de cosas tan espectral como irrevocable, canonizando fiambres.

Este sistema trata de domesticar lo siniestro (Unheimlich) de lo contemporáneo -es decir, lo que la incomprensible alteridad les está gritando- mediante un sistema de etiquetas tan tranquilizadoras como las que cuelgan, en las morgues, del dedo gordo del pie. Así se ha generado un emporio de zombies políticamente correctos que, amparados en el prestigio académico, terminan funcionando como nuevas rúbricas de marketing como "literatura gay", "chicana", "femenina" o -como propusiera en su momento el propio Jameson- "tercermundista".

Es que, una veces reducido a un nicho, a una identidad, el otro ya no tendrá nada para decir, salvo repetir monomaníaco una inscripción de bestseller. Se verifica entonces que, a despecho de lo que señalaba Jameson, el fracaso no está en los textos creativos (que siguen existiendo) sino en la Academia, que cede y se hace cómplice de lo que decía detestar (el fariseísmo), conjugando y empujando malentendidos tanto o más gravosos que el de los tecnotenores: nuevos subgéneros, sólo que esta vez codificados desde las universidades y devueltos al mercado (por ejemplo, en vez de novelas rosa, ahora se rubrica literatura femenina).

La falta de oído de este sistema lleva a favorecer no a aquello que escribe -o que dice, o que tiene una voz- sino a aquello que sostiene un tono familiar, es decir aquello que ya es conocido. Es dentro de este marco que se desarrollaron las carreras, por ejemplo, de Umberto Eco o Carlos Fuentes, intelectuales con pocas ideas propias que han funcionado como disc jockeys de la cultura, divulgando los hallazgos y obras de otros. Si por un lado se puede afirmar que Eco y Fuentes enseñan una lectura, algo que no deja de tener mérito en su ensayística, su falta de oído ha hecho de ellos novelistas funcionales pero anodinos. Habiendo aprendido ciertas fórmulas -como un Stephen King pero investidos de saberes universitarios- lograron escribir sin mayores chambonadas, aunque nunca consiguieron acertar, que es lo que habría que pedirle al arte: dar un tono que a priori parecía imposible, acceder a márgenes inexplorados.

Tal vez este fenómeno no debería llamar la atención, dado que, caída la inscripción más combativa del intelectual, el sistema de saberes ha sido devorado por un sistema que favorece lo cuantitaivo y lo altamente burocratizado. La productividad, siguiendo las normas del capitalismo, adjuntado a un alto nivel de burocratización, que se supone es el mal que ha afectado a todos los intentos revolucionarios.

Así, una monografía trivial que impugna los "hallazgos" de determinado colega se puede cotizar en varias decenas de miles de dólares, visibles en una beca; la última ñoñería de algún escriba de ésos que pueden leer con sus tiquetes tranquilizantes, reportará una millonada bajo el rubro conferencias universitarias. Temáticamente, la mayoría de los trabajos proyectarán invectivas contra el capitalismo que los alimenta y que acaso sea menos atacable que su propia sordera.

Decía Horacio -individuo convencido de que la literatura debía deleitar y educar - que los malos poetas no eran de provecho ni para hombres ni para dioses ni para libreros. No sospechaba -acaso no pudiera hace dos mil años- el peso que alcanzaría un sistema a menudo usurario llamado academia que incluso patrocina una raza de profesores que perpetran novelas -olvidables incluso desde su título- para ser digeridadas por sus colegas y que, en vez de sondear nuevas dimensiones, llegan a donde pretenden llegar, es decir, al comienzo, a lo consabido, al espectro, y que, en vez de dar un mundo, infieren un curriculum.

Como el nuevo milenio sólo traerá cosas buenas, es casi seguro que un estado de cosas tan afligente vea fin cuando las Humanidades revisen su rubro y, en las entrevistas de aceptación, hagan pasar a sus graduados por una prueba de aptitud. Una voz me ha dicho que empezó a circular por alguna parte un cuestionario para humanistas, que consiste en ciertas pruebas fáciles como distinguir entre Cake y Gloria Gaynor, entonar Caminito después de la estrofa inicial y decantar la Heroica de Las cuatro estaciones. Me dijo esa voz que, como en todos los exámenes, también la prueba tiene un atajo: los estudiantes aprueban bajo el mero expediente de ignorar a Pavarotti.


1 Sobre este tema, ver el artículo de Sandino Núñez "Microfobia. Varios de los puntos que toca este artículo proceden de conversaciones con Sandino Núñez.

2 Ver Síntomas criollos e hibridez poscolonial, de Leslie Bary.

3 Otro caso de lectura gótica, en el sentido de espectral, es el de Escenas de la vida posmoderna, de Beatriz Sarlo. Se trata de un esfuerzo menos piadoso que el de García Canclini. Si este último, con solidez expositiva, termina escribiendo sobre lo que ya tiene una vida meramente espectral, Sarlo logra acumular cientos de páginas sobre aquello que no sólo no entiende sino que, indisimulablemente, detesta.

4 Hans Ulrïch Gumbrecht, Milenarismo universitario.


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 91

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