Algunos creadores tienen un contacto inmediato con el público,
a pesar de la complejidad de su trabajo. Sus obras se hacen rápidamente
populares y son imitadas por artistas de menor jerarquía,
más atentos a la fama que a la obra.
Otros creadores adquieren un prestigio más secreto, de
tal modo que sus trabajos son admirados por sus pares, que trasmiten
la obra a través de
las generaciones y la toman como modelo aunque la masa la desconozca.
En raras ocasiones, estos artistas
de alto nivel alcanzan popularidad fuera del círculo de
los conocedores. Tal es el caso de Shakespeare, que, por motivos
no fácilmente explicables, tuvo éxito de público
aún con obras herméticas o de texto complejo, culto
e intrincado.
Hace poco, un crítico uruguayo se lamentaba de que un
dramaturgo supusiera que "el público está
avisado", dando a entender que el el texto no era accesible
a la mayoría de los espectadores. Esta observación
permite por lo menos dos reflexiones.
Por un lado, el crítico se coloca a sí mismo en
un nivel superior al del público: él sí es
capaz de entender, y también de constatar que eso que él
entiende no es comprensible para el vulgo. De acuerdo con la función
histórica de la crítica,
su deber sería el de intentar subir el nivel de la masa,
es decir, hacer comprensible la obra a aquellos que no la entienden.
En cambio, el crítico más bien le pide al autor
que tenga en cuenta las limitaciones (que
el crítico supone) del
público. Esta actitud es bastante común: en vez
de analizar la obra, se postula implícitamente un modelo
y se verifica si la obra se adecua o no a él; en el caso
afirmativo, la obra vale; de lo contrario, el creador deberá
cambiar. Aquello que Asimov decía sobre los críticos
(eunucos en un harén) se asoma aquí con bastante
claridad. El crítico, vestido como mediador, en realidad
actúa como promotor, como artista
que delega: intenta que sus ideas sobre la creación se
plasmen a través del trabajo de otros.
Por otro lado, el crítico le pide al autor que subestime
al público. Esto no es sorprendente: el propio crítico
se coloca a sí mismo por encima del nivel de los espectadores;
busca un cómplice que legitime su actitud. El autor que
escribe un texto complejo está colocando a los espectadores
en el mejor lugar posible. El autor escribe lo que sabe escribir,
¿por qué habría de hacer menos de lo que
puede? ¿Por qué subestimar la capacidad de comprensión
de los espectadores?
El crítico quisiera defender que la obra, en la medida
en que (él supone) el público no la comprende,
está mal. Esta visión es también clásica
de la crítica: el artista tendría un rol de catalizador
de las apetencias y anhelos de la masa. Esto, que puede parecer
democrático, es en realidad una defensa del elitismo y
la superioridad de ciertos sujetos dentro de la sociedad: aquellos
capaces de comprender la totalidad de la realidad y plasmarla
en una obra. Una idea tonta que tiene ya algunos siglos de éxito.
El artista hace lo que sabe, es decir lo que puede, y la historia (o tal vez ciertas energías ignotas)
darán o no
valor a su obra.
Volvamos a Shakespeare
y a su éxito de público. Los más especializados
analistas de su obra discuten y dudan acerca del sentido de muchos
de sus fragmentos. Nadie con una pizca de información podría
decir que sus textos son fáciles, pero el crítico
uruguayo le sancionaría la complejidad, y le diría
con tono paternal que, para triunfar, conviene ser idiota.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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