Relatos de relaciones sexuales. En poemas, cuentos,
novelas, obras de teatro, películas, fotografías,
dibujos, pinturas (estos
tres últimos también relatan: nos dan el momento
clave y nosotros reconstruimos subconscientemente el resto). Siempre los hubo y siempre
los habrá. ¿Por qué? Porque la sexualidad
es uno de los vectores que en toda su gama de vivencias, desde
la fisiología a la mística, construye más
esencialmente la condición humana.
La sexualidad y sus
dimensiones están en el centro de la vida humana y por
consiguiente en el centro de la cultura. Perogrullo. Esto es
así y cualquier persona intelectualmente honesta firma
al pie esta declaración sin leerla dos veces.
Relatos de relaciones
sexuales. Una manera simple y descarnada de nombrar y a la vez
definir al género.
Como cuando se dice novela
policial, o novela de ciencia-ficción,
o novela histórica. (Prefiero
esta expresión y no la de relatos eróticos o relatos
pornográficos por la razón que diré más
adelante). ¿Qué
tenemos derecho de exigir de los relatos de relaciones sexuales?
Que nos hagan evidentes las significaciones profundas de su campo.
Que sean el producto de esa mezcla de inspiración, habilidad
y deseo de trascendencia a la que llamamos arte.
¿Quién decide si la obra es un producto del arte,
si es una obra de arte? El consenso del conjunto de los lectores
-profesionales o no- por supuesto, a la corta o a la larga dictamina,
inapelablemente. A la corta a menudo y no sólo en éste
género se ha equivocado
y ha debido luego rectificarse. Me parece que esta segunda declaración
tampoco admite demasiada discusión.
Y sin embargo estas
verdades sencillas y evidentes demasiado a menudo no están
claras en la práctica de la recepción de los productos
del género al que nombramos "relatos de relaciones
sexuales". Algo obstruye la visión clara de la naturaleza
de ese género y de ese proceso que de todas maneras cada
producto cumplirá, acabando por ser o no validado por
el consenso.
Ese algo, ese a priori
que se filtra de antemano en la mente del lector
-profesional o no- como
una especie de anteojo distorsionante, es un esquema conceptual
que afirma que existen dos tipos de relatos de relaciones sexuales,
muy fácilmente distinguibles, distinguibles a primera
vista diríamos: los que se llamará erotismo y los
que se llamará pornografía. Que son muy fáciles
de diferenciar, además, porque los primeros utilizan los
métodos del arte (sugerir) mientras que los segundos
utilizan el método no artístico (mostrar).
De manera que frente
a relatos de relaciones sexuales la primera y sencilla medida
será separar la paja del trigo: los que sugieren pasan
por acá que les vamos a dictaminar su grado de artisticidad,
los que muestran pasan por allá donde los esperan los
hornos crematorios de la cultura. Por supuesto que esta preclasificación
que se hace casi automáticamente tiene un efecto a la
larga ilusorio. Porque a la larga todo se relee y el consenso
termina inevitablemente por ver claro y por repartir de nuevo
las calificaciones, esta vez mediante los criterios verdaderos.
Happy end. No voy a dar ejemplos. Cualquier lector medianamente
culto puede dar sin esfuerzo una tanda.
De que estos anteojos
o a priori conceptuales son una realidad de hierro en nuestra
cultura, usted mismo, señor lector, seguramente es -con
todo respeto- la prueba. En efecto, el título de este
artículo -que lo ha atraído, que ha determinado
que usted comience a leerlo- lo que hace es prometer que va a
aclarar la famosa diferencia. Usted, para quien en la práctica
de la vida cultural la tal distinción se le ha revelado
tan importante como -a pesar de todo- finalmente confusa, ha
decidido avanzar en la lectura esperando que le proporcione o
claridad en el tema o una vez más la confirmación
de que las cosas no son tan claras.
Lo que tiene este artículo para usted son noticias buenas
y malas. Las buenas son que la tal distinción no sirve
para nada porque el tal a priori (sugerir/mostrar) no tiene nada que ver con
la calidad de la obra en cuestión.
Las malas noticias
son que la verdadera distinción es entre lo que es arte
y lo que no lo es, y esa determinación sí que no
es fácil porque nos obliga a despojarnos de prejuicios
y a sumergirnos en una experiencia en la que sólo nuestras
resistencias, reacciones
y entregas más íntimas y profundas pueden decirnos
si la obra en cuestión está tocando niveles de
significación verdaderamente relevantes. No me gusta citar
autoridades pero debo decir que concuerdo con Picasso, que cuando
Penrose le preguntó qué pensaba de la distinción
entre erotismo y pornografía se limitó a decir:
"Ah, porque ¿hay alguna diferencia?".
Picasso dibujó un total de 347 "relatos de relaciones
sexuales". De los que sugieren mostrando, quiero decir,
se entiende.
¿Cómo
se fundamenta esa distinción entre erotismo/sugerir/arte
y pornografía/mostrar/no arte? Se nos dice que, al limitarse
a sugerir, el artista respeta y acciona la imaginación
del consumidor del producto. Pero el que muestra, y aún
el que muestra hasta la minucia, también respeta y acciona
la imaginación del consumidor, simplemente que la pone
a funcionar a un nivel distinto: cree que sólo puede alcanzar
el nivel al que aspira siendo exhaustivamente concreto. Se nos
dice que al evitar el mostrar se evita la obscenidad, que conduce
inevitablemente al mal gusto.
Es posible -dependiendo
de lo que se entienda por obsceno-, pero es seguro que el buen
y el mal gusto no tienen nada que ver con el arte. Tienen que
ver con la decoración. ¿Entonces? En realidad la
distinción erotismo/pornografía es la expresión
estético-conceptual de la necesidad profunda que tiene
nuestra sociedad -o que nuestra sociedad cree que sigue teniendo-
de ghettizar lo sexual.
Pero ¿cómo?
¿La misma sociedad que para venderle un caramelo a un
niño necesita manipular las incipientes pulsiones de su
libido, la misma sociedad en la que en Internet florece la industria
de la más elemental y chata representación sexual
con un ímpetu que le envidia la naturaleza en plena primavera,
esa misma sociedad -cuando lo sexual aflora en el discurso de
los que aspiran a la inspiración y a la habilidad a los
que llamamos arte- sale diccionario en mano a apartar con un
rápido manotazo la paja del grano, a distinguir lo que
sí puede de lo que no puede decirse?
Llámeselo manotazos
de ahogado de los arcaísmos burgueses, que no quieren
darse por enterados de que las seudodemocracias de consumo en
las que vivimos han desbordado completamente semejantes marcos
de referencia. Creen todavía en una cultura que sea el
paraíso de los hipócritas.
Cuando nuestros artistas
se sacuden olímpicamente los ghettos temáticos
y de vocabulario -sea en el terreno de la imagen
o en el de la palabra-
y encaran sin restricciones el universo de lo sexual lo que hacen
es cumplir con su deber de artistas, realizar aquello para lo
que el arte existe: forzarnos a poner en duda nuestras convicciones
profundizando los niveles de nuestra experiencia.
Cuando el artista descubre
el vacío letal más allá de los límites
de la obsesión por el placer sexual (ponga
aquí el lector el nombre del cineasta que lo hizo), o cuando el artista explora
la imposibilidad de la epifanía amorosa en el contexto
de la dialéctica del amo y del esclavo (ponga
aquí el lector el nombre del novelista que lo hizo), o cuando el artista teje con
la precisión de un mandala la red simbólica de
objetos de deseo que comanda
su obsesión masturbatoria (ponga
aquí el lector el nombre del pintor que lo hizo), o cuando el artista intenta
demostrar que también desde nuestra cultura el sexo como
disciplina ritual puede ser una vía hacia la intuición
de lo Trascendente (ponga
aquí el lector el nombre del novelista que lo hizo), de lo que se trata esencialmente
es de encontrar la salida del laberinto
en una época en la que pesa sobre nuestros espíritus
cotidianamente la lápida del aquelarre nihilista, en la
que el miedo cotidianamente dosificado nos empuja a esconder
la cabeza en el carnaval de baratijas de la más pueril
alienación consumista.
El mandato del artista
hoy como siempre -aunque hoy se note menos- es remover cada piedra
y empujar cada muro de la prisión en la que estamos hasta
encontrar la grieta por la que se filtre la esperanza.
* Publicado
originalmente en Brecha
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