Un evento hace décadas
microscópico, inaugurado por una radioemisora de A.M.,
ha desaguado en una especie de jornada patria denominada "noche
de la nostalgia". Es así que, en la madrugada de
cada 25 de agosto, coincidiendo con el feriado por la declaratoria
de la independencia, decenas y decenas de boliches reciben a
jóvenes de ayer y jovenzuelos de hoy que se menean al
son de música prehistórica.
La clave de este anacronismo
podría rastrearse en el leit motiv de un programa
de la radioemisora pionera: "¿con quién
lo bailaste?" Para promocionar la música melaza
nombres insípidos (Barry
Manilow, Air Supply, Billy Joel etc.) eran calificados como "genios".
Ese adjetivo sideral, antes del pop reservado a gentes como Beethoven
y luego del pop sinónimo de "Beatles", era desparramado
por algunos disc jockyes vernáculos en todo aquel
anglófono que produjera un ritmo lento y coartadas para
salir a apretar en mitad de la pista. Si se lo piensa, el adjetivo
caía más bien en un refregarse cadencioso, tarareando
consignas de amor, en un
casto recalentamiento. El oldie lentón estaba al servicio
de la sexualidad reprimida, del enamoramiento primerizo e inconsecuente,
de una ideología escolar de tiempos de la dictadura.
¿Qué llevó
entonces a que, restaurada la democracia, advenido un nuevo siglo,
la noche de la nostalgia se haya vuelto una instancia folclórica
no menos convocante que las llamadas en Carnaval? En primer lugar hay que
consignar un evento puntual: aquellos que, en los setenta, nos
acostumbraran al pop en inglés (que,
con el correr de los lustros, terminara anegando toda la sintonía
de la frecuencia modulada)
han formateado preferencias y costumbres de una franja considerable
de la población uruguaya. Es así que, con la mayor
impunidad, Berch Rupenián, ya no en ninguna de sus radiomisoras
sino en un programa televisivo centuplica su pésimo gusto
y formula lo siguiente en su casi inverosímil itinerario
de preguntas y respuestas: "es moreno, es ciego, es un
genio". En cualquier trivia angloparlante la contestación
sería "Ray Charles", pero aquí el valor
epistemológico es nulo. Al señor Rupenián,
que -tal vez sin advertir la arrogancia- interroga no sobre el
mundo ni las galaxias sino meramente sobre su memorabilia personal,
hay que contestarle "Stevie Wonder".
Este gesto poco tiene de inocente, y si se lo sigue probablemente
señale hacia algunos de los dengues que padece la República
Oriental del Uruguay. Berch Rupenián confunde su épica
individual (su entronización
como disc jockey y promotor radial) con la evaluación del mundo. La petite
histoire de la música o del sistema planetario no puede
desbordar su versión del pasado: la historia reciente no
puede trascender la biografía
del animador. Y esto no deja de tener sus consecuencias. Se puede
escuchar a jovencitos de hoy día, por ejemplo, que creen
que un grupejo como Boney M era signo de las bondades de
la música de otrora. Sencillamente, viven una versión
de los hechos sólo dable en el Uruguay empaquetado por
Rupenián. Incluso para un evento tan frugal como la música
popular, estos jóvenes viven un pretérito enajenado
no sólo porque nunca lo vivieron sino porque nunca existió.
Esta fantasmagoría no es otra cosa que la nostalgia (palabra que, etimológicamente, habla
del dolor que produce el regreso).
Yo soy aquel
Aunque tiene lo suyo de
contristante, la nostalgia formato Rupenián es acaso la
menos afligente de una mole de nostalgias que imponen los notables
del Uruguay, que nos hacen vivir su candoroso pasado como la historia
oficial del país. Durante dos presidencias abrumadas por
citas prestigiosas y a menudo, erróneas -, que se dieron
cuando la cultura de occidente, ya abierta al relativismo cultural,
había dejado de lado cualquier referencia a Descartes,
Julio María Sanguinetti
se pasó con la Razón en la boca. A pesar del mareante
anacronismo, nadie le contestó al presidente que la Razón
estaba pasada de moda; nadie, tampoco, le hizo saber que tanta
insistencia, por parte del jerarca, era un aparato de exclusión.
Sanguinetti tenía la Razón, y por lo tanto, todos
los demás estaban equivocados; la razón de Sanguinetti
(algo analogizable al gusto
de Rupenián) se solapaba con la Razón de Estado.
Más aún,
se puede considerar que nadie le contestaba porque, menos que
sujeto de un discurso, a través del ex presidente todo
el sistema de nostalgias ejercía su ventriloquia. En sus
dos ejercicios, Sanguinetti no hizo otra cosa que congelar el
tiempo, encontrar su gran enemigo en el marxismo (y por lo tanto, mesmerizar a los dinosaurios
dogmáticos que se derrumbaron con la Unión Soviética). Cualquier discusión
ideológica que pudiera tener un viso de verosimilud era
decapitada con este gesto mómico: viviríamos, discutiríamos,
roncaríamos en un tiempo fantasmagórico, del que
eran cómplices el Foro Batllista y algunos sectores de
la izquierda.
Implicados en esta fantasmagoría,
por supuesto, también los intelectuales,
que hicieron de la nostalgia lo único discutible. Como
se recuerda, por lustros hemos vivido bombardeados por la palabrita
"identidad". La identidad
es algo que alguien puede plantearse recién cuando ha dejado
de ser y, como enseñaran Rubén Darío y Raphael,
su más contundente formulación está en la
frase "yo soy aquel". La gran mayoría
de los agentes políticos y culturales, en todo este tiempo
de vida democrática, no han hecho más que propinar
sus respectivos maracanazos, sus épicas fundacionales,
su propia melancolía. En vez de resignarse a "ya no
ser", hipostasiaron su respectivas adolescencias en epopeyas
del origen.
La refundación
bélica del Uruguay
Seguramente el movimiento
político más colorido de los últimos quince
años haya sido el MLN, que salió de entre rejas
con un tupido aporte editorial y una épica alternativa
a las divisas de Oribe y Rivera, del sobretodo del Pepe Batlle
y el poncho de Aparicio: la complicidad entre Tupamaros y militares.
Si bien todavía se oyen voces que culpan a unos y otros
por el advenimiento de la dictadura, la continua reivindicación
bélica en vez de convencernos de que hubo un tiempo histórico
abominable termina legitimando una institución como el
ejército, que pide a los gritos reformularse en un país
incapaz de guerrear con sus vecinos.
Casi todos se han comportado
como Berch Rupenián; no hay facción que no haya
proyectado su impronta individual como la matriz del Uruguay
posdictadura. El debate es inexistente como sólo puede
serlo cuando lo que se da es un intercambio de frases emitidas
por moles que sólo pueden hablar sobre un pedestal. Este
freezer sólo puede generar (y
ha generado) estancamiento.
En primer lugar una parálisis intelectual y creativa que
nos tiene prisioneros y disecados: nuestros sistemas de interpretación,
para un tiempo cada vez más vertiginoso, no parecen menos
anquilosados que aquellos de los escolásticos.
Para no volver
Aquel campeón del
verso hispano, Darío, enunciaba una nostalgia prematura:
"juventud divino tesoro/ te vas para no volver/ cuando
quiero llorar no lloro/ y a veces lloro sin querer".
La tumultuosa "noche de la nostalgia" no parece ser
más que el revés analgésico de la nostalgia
de la noche. La sueñera del siglo XX, que ya se fue y se
llevó nuestras respectivas adolescencias.
Esta nostalgia no es más que síntoma de una vejez
lacrimógena: ¿habrá posibilidad de vivirse
como una país todavía joven, menos preocupado por
encajar cataplasmas y aspirinas al dolor del ya no ser que por
aquello en lo que le convendría devenir? Sería aconsejable
que así se diera porque, de seguir por este rumbo, Uruguay
será una colectividad tan vacua y mortuoria como una canción
de Neil Sedaka. O, para decirlo de otro modo, un evento tan desconsolador
como escuchar "Oh Carol" y ponerse a bailar con la propia
sombra.
* Publicado
originalmente en 2000 en Escenario2
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