"Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas
literarias prestaron servicios", señaló
alguna vez Horacio Quiroga.
Cuando, en uno de los géneros que mejor se le dio -la
entrevista-, Jorge Luis Borges decía
"es tan malo que parece un título de Quiroga",
daría la impresión de que las normativas quiroguianas
habían caducado.
Declaración tan
terminante haría pensar que el autor de Ficciones
deploraba la escritura de Quiroga.
Pero, si se repasa, se puede observar que esto nunca fue así.
En primer lugar, cabría recordar que don
Jorge Luis fue
un autor que se hizo a fuerza de paciencia, talento y una dosis
enérgica de resentimiento, y que aquellos que podían
ser sus maestros en la lengua fueron enfáticamente vituperados.
Tal el caso de Rubén Darío, Julio
Herrera y Reissig (canonizado
en la etapa ultraísta de Borges, olvidado cuando el ultraísmo
pasó a ser "error"),
incluso Leopoldo Lugones.
Por otra parte, aquellos
a los que Borges les concedía magisterio eran narradores
contemporáneos ingleses, o de lo contrario osamenta y polvillo
de criptas literarias. Cuando el cianuro se llevó a Quiroga,
Borges estaba a galaxias del viejecito juguetón, sedente,
todavía pendenciero, apoyado en una cánula, en que
se amonedó. Era todavía un revoltoso en sus treinta,
que salía a golpes de ceguera a caminar los barrios de
Buenos Aires -sostenido del brazo por amigos-, que andaba todavía
por lo funambulesco de Historia universal de la Infamia.
Si se lo piensa un poco
más, se concluye que Borges recién llego a ser cuando
Quiroga (y pronto Lugones)
se suicidaron (es decir, cuando
llegó a Ficciones, Inquisiones, El aleph). La convivencia con aquello que
Quiroga catalogó como "una y otra serie de trucos
anotados con más humor
que solemnidad" que "llevaban el título
común de Manual del perfecto cuentista", evidentemente
le resultaba incómoda, sobre todo, cabe imaginar, la primera
ley de las tablas quiroguianas que establecían "cree
en un maestro... como en Dios mismo".
El maestro, claro está,
era Quiroga, al cual Borges, como buen agnóstico, prefirió
soslayar. Sin embargo, la segunda regla del decálogo, la
que reza "cree que (el arte del maestro) es una cima inaccesible.
No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás
sin saberlo tú mismo", se probó verdadera
y así también la tercera, la que recomienda resistir
"cuanto puedas a la imitación, pero imita si el
influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa,
el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia".
La cuarta, "ten
fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor
con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole
todo tu corazón", también parecía
dedicada a ese amante enconado y frugal que fue Borges.
Si es cierto que el
castellano retenía hasta entonces pocos maestros del relato
breve (Juan Manuel, alguna
rareza de Alarcón)
fue a partir de Quiroga - confeso imitador - que tuvo una gramática
para ese género formateado en el siglo XIX a partir de
la expansión de los periódicos.
Y si se atiende a la narrativa
borgeana, se verá que está inspirada en los procedimientos
de concisión que sugiriera Quiroga. En sus cuentos,
Borges respetó mejor que ninguno la regla de no empezar
a escribir "sin saber desde la primera palabra adónde
vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas
tienen casi la importancia de las tres últimas".
Repásese incluso la sorpresiva adjetivación borgeana
bajo el "no adjetives sin necesidad. Inútiles serán
cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil.
Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color
incomparable. Pero hay que hallarlo".
Así también,
léase la aversión de Borges hacia lo excedente
y hacia la explosión pasional en literatura bajo las reglas
VIII y IX del decálogo, que dicen "No abuses del
lector. Un cuento es una
novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque
no lo sea" y "no escribas bajo el imperio de
la emoción. Déjala morir, y evócala luego.
Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado
en arte a la mitad del camino".
Sólo en una cosa,
se podría decir, el discípulo no alcanzó
al maestro. Borges -a declaración de parte- fue un suicida insistente, jovial y fallido,
cosa en que lo superó Quiroga, quien había alcanzado
el éxito literario tempranamente. Borges tuvo que apelar
a la longevidad para sobrellevar décadas de incomprensión
y ninguneo. Como nadie, tal vez, respetó la última
máxima del decálogo: "No pienses en tus
amigos al escribir, ni en la impresión que hará
tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés
más que para el pequeño ambiente de tus personajes,
de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene
la vida del cuento".
Como se sabe, ambos fueron
claves para la historia literaria del continente cultural. Quiroga
inventó en castellano el cuento moderno y, además
de abrir casi todos las variantes del género, a golpes
de efecto, domó los miasmas que darían la novela
regionalista. Borges insistió en lo fantástico,
agregó perplejidad a lo que en Quiroga era certeza (para Quiroga, un muerto, aunque se soñara
otra cosa, era un muerto; para Borges, el muerto era onirismo
de algún otro)
y se empecinó en sacar la narrativa
hispanoamericana del regionalismo.
Ambos compartieron la
misma gramática del relato, produciendo cuentos "directos
como una flecha" -fóbicos al sistema de digresiones
de Bioy o Cortázar,
por ejemplo. En último término, como a los teólogos borgeanos, el tiempo los ha verificado como el mismo tipo de autor:
aquel que, a fuerza de cuentos breves, cierto efectismo y notable
paciencia, va edificando un mundo que cautiva.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 115.
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