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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



QUIROGA, HORACIO - BORGES, JORGE LUIS - MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA - CUENTO MODERNO


Decálogo del perfecto borgeano*

Amir Hamed
Quiroga inventó en castellano el cuento moderno y, además de abrir casi todos las variantes del género, a golpes de efecto, domó los miasmas que darían la novela regionalista. Borges insistió en lo fantástico, agregó perplejidad a lo que en Quiroga era certeza y se empecinó en sacar la literatura hispanoamericana del regionalismo

"Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios", señaló alguna vez Horacio Quiroga. Cuando, en uno de los géneros que mejor se le dio -la entrevista-, Jorge Luis Borges decía "es tan malo que parece un título de Quiroga", daría la impresión de que las normativas quiroguianas habían caducado.

Declaración tan terminante haría pensar que el autor de Ficciones deploraba la escritura de Quiroga. Pero, si se repasa, se puede observar que esto nunca fue así. En primer lugar, cabría recordar que don Jorge Luis fue un autor que se hizo a fuerza de paciencia, talento y una dosis enérgica de resentimiento, y que aquellos que podían ser sus maestros en la lengua fueron enfáticamente vituperados. Tal el caso de Rubén Darío, Julio Herrera y Reissig (canonizado en la etapa ultraísta de Borges, olvidado cuando el ultraísmo pasó a ser "error"), incluso Leopoldo Lugones.

Por otra parte, aquellos a los que Borges les concedía magisterio eran narradores contemporáneos ingleses, o de lo contrario osamenta y polvillo de criptas literarias. Cuando el cianuro se llevó a Quiroga, Borges estaba a galaxias del viejecito juguetón, sedente, todavía pendenciero, apoyado en una cánula, en que se amonedó. Era todavía un revoltoso en sus treinta, que salía a golpes de ceguera a caminar los barrios de Buenos Aires -sostenido del brazo por amigos-, que andaba todavía por lo funambulesco de Historia universal de la Infamia.

Si se lo piensa un poco más, se concluye que Borges recién llego a ser cuando Quiroga (y pronto Lugones) se suicidaron (es decir, cuando llegó a Ficciones, Inquisiones, El aleph). La convivencia con aquello que Quiroga catalogó como "una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad" que "llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista", evidentemente le resultaba incómoda, sobre todo, cabe imaginar, la primera ley de las tablas quiroguianas que establecían "cree en un maestro... como en Dios mismo".

El maestro, claro está, era Quiroga, al cual Borges, como buen agnóstico, prefirió soslayar. Sin embargo, la segunda regla del decálogo, la que reza "cree que (el arte del maestro) es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo", se probó verdadera y así también la tercera, la que recomienda resistir "cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia".

La cuarta, "ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón", también parecía dedicada a ese amante enconado y frugal que fue Borges.

Si es cierto que el castellano retenía hasta entonces pocos maestros del relato breve (Juan Manuel, alguna rareza de Alarcón) fue a partir de Quiroga - confeso imitador - que tuvo una gramática para ese género formateado en el siglo XIX a partir de la expansión de los periódicos.

Y si se atiende a la narrativa borgeana, se verá que está inspirada en los procedimientos de concisión que sugiriera Quiroga. En sus cuentos, Borges respetó mejor que ninguno la regla de no empezar a escribir "sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas". Repásese incluso la sorpresiva adjetivación borgeana bajo el "no adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo".

Así también, léase la aversión de Borges hacia lo excedente y hacia la explosión pasional en literatura bajo las reglas VIII y IX del decálogo, que dicen "No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea" y "no escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino".

Sólo en una cosa, se podría decir, el discípulo no alcanzó al maestro. Borges -a declaración de parte- fue un suicida insistente, jovial y fallido, cosa en que lo superó Quiroga, quien había alcanzado el éxito literario tempranamente. Borges tuvo que apelar a la longevidad para sobrellevar décadas de incomprensión y ninguneo. Como nadie, tal vez, respetó la última máxima del decálogo: "No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento".

Como se sabe, ambos fueron claves para la historia literaria del continente cultural. Quiroga inventó en castellano el cuento moderno y, además de abrir casi todos las variantes del género, a golpes de efecto, domó los miasmas que darían la novela regionalista. Borges insistió en lo fantástico, agregó perplejidad a lo que en Quiroga era certeza (para Quiroga, un muerto, aunque se soñara otra cosa, era un muerto; para Borges, el muerto era onirismo de algún otro) y se empecinó en sacar la narrativa hispanoamericana del regionalismo.

Ambos compartieron la misma gramática del relato, produciendo cuentos "directos como una flecha" -fóbicos al sistema de digresiones de Bioy o Cortázar, por ejemplo. En último término, como a los teólogos borgeanos, el tiempo los ha verificado como el mismo tipo de autor: aquel que, a fuerza de cuentos breves, cierto efectismo y notable paciencia, va edificando un mundo que cautiva.


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 115.

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