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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VERANO - ESCRITURA - VERÁNICA - CUERPO - TURISMO

Las veránicas*

Alonso Miranda
El amor profundo, lírico y reposado, el amor monógamo y estable, necesita la complicidad estilística del frío y la lluvia, contra el interior cálido y amigable, el fuego, la poca luz. Lo íntimo. El verano, en cambio, estropea la escena con un afuera histérico, tentador -es más apto para el casual love, para el trille y el levante, para la festichola y la orgía

Empezaron las veránicas. Empezaron los programas televisivos de verano. Empezó la publicidad de verano. El diario, el dossier, el suplemento, esperan su turno. Las veránicas, al principio despertaron quejas, protestas, disidencia. Hoy, después de casi diez años, no parecen provocar absolutamente nada.


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Observaciones mitológicas obtusas. Invierno es tiempo de reposo, de profundidad, de ensimismamiento, de sentimientos maduros. Invierno es tiempo de lectura. Verano, en cambio, grita, explota. Cambia mi biotipo de edad indefinida -digamos: cuerpo estable y equilibrado; cuerpo cerrado, completo, fuera de todo proceso y de toda metamorfosis; cuerpo sitiado por el severo bunker de la vestimenta. Cuerpo espiritualizado del invierno. En su lugar, el verano pone un cuerpo no menos reaccionario, grado cero de work out y aerobics (trabajos sobre el cuerpo que se me antojan parecidos a una vestimenta), pero lo pone como centro de la fiesta histérica de la libido.

Fiesta hormonal del cuerpo joven, del cuerpo energizado, pero también del cuerpo puesto, es decir, erigido como espectáculo y monumento, construído como una prótesis, obligado por su propia objetalidad a disparar la mirada, la fotografía. Cuerpo espiritualizado del verano -pero lleno de otra espiritualidad, no la espiritualidad invisible del invierno, sino la de la imagen y la perfección.

El discurso letrado es siempre invernal: Sócrates es partero al sol y al aire libre, pero a Platón le cuesta sobrevivir un verano. El amor profundo, lírico y reposado, el amor monógamo y estable, necesita la complicidad estilística del frío y la lluvia, contra el interior cálido y amigable, el fuego, la poca luz. Lo íntimo. El verano, en cambio, estropea la escena con un afuera histérico, tentador - es más apto para el casual love, para el trille y el levante, para la festichola y la orgía. El verano es bárbaro - tristes trópicos, malaria, cólera, analfabetismo, largas modorras, promiscuidad y sida -, el invierno es civilizado -es tiempo de encerrarnos en el nicho incontaminado de la baja temperatura, del hogar, de la ropa, del propio cuerpo.

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Uruguay. Desde que los constituyentes eligieron su nombre, la sonora voz guaraní lo vistió de exotismo para el genio europeo del art noveau. Uruguay fue Caribe, clima subtropical, guacamayos, ananá, cocotero, Carmen Miranda. El dandy francés (el inglés había muerto) tenía otro pequeño paraíso de exotismo ultramarino. Lo cierto es que Uruguay quiso ser Caribe, apresurándose a cumplir con el ritual de devolverle a Europa su propia mirada: plantó palmeras (cada uno de los treinta y tres orientales tiene una en la Plaza Independencia, Jeannette D'Ibar tiene la suya en la rambla), construyó hoteles blanquísimos a la orilla del mar, tuvo su carnaval con negritos y candombe, con Pérez Prado, los Lecuona, el mambo y la conga.

Ese deseo tropical, en algún momento, comienza a desaparecer. Montevideo se hace letrada. Se abisma, lee en voz baja, como Agustín. Ya no cabe en los versos de Supervielle -"Dans l'Uruguay sur l'Atlantique/l'air était si liant, facile/que les couleurs de l'horizon/s'approchaient pour voir les maisons"

¿Cuándo cambia su clima Montevideo? ¿Cuándo deja de parecerse a La Habana o a Río? Historiadores y arqueólogos responderán, algún día esta pregunta. Yo supongo que una sensación de decadencia, una vivencia y un discurso sobre la crisis -reltivamente recientes- tiene algo que ver con que se haya cerrado el círculo de la progresiva otoñalización del país. Aparecía una voz intelectual que parecía salida de sectores terciarios y pequeños burócratas.

El verano, el mar y la costa comienzan a olvidarse -aparecen como disfrute improductivo de nuevos ricos. Vieja fábula de la hormiga y la chicharra, luz amarilla encendida por una crítica que creó una responsabilidad, una actitud afectada, afligida. Conciencia de la pobreza, de la pequeñez, de la dependencia, advertencia contra el despilfarro, contra la incapacidad de administrar y cuidar, de mirar diez, veinte, treinta años hacia adelante. Tenían razón. Pero las consecuencias laterales de esta operación eran incalculables.

Durante un tiempo, la licitud de exhibir el despilfarro hizo posible, por ejemplo, que Rossel y Rius construyera, para sus domingueos, y en honor a su señora esposa, Villa Dolores, simulacro kitsch del exotismo, con raras especies de animales traídos de Europa, con lagos, cascadas, montañas y volcanes; delirio hiperrealista de Disney o de Michael Jackson, especie de himno hipertrofiado de la capacidad del dinero para actuar el delirio. Eso es absolutamente impensable, digamos, en los '60.

Es tiempo de dinero quieto. No produce, no circula, pero tampoco se exhibe. El dinero deja de ser el combustible de la máquina (de la máquina social productiva, de la máquina individual delirante, de la máquina cultural), y se convierte en el arca anal de Rico Mc Pato. En Rossel y Rius habla, aunque tonta y psicótica, una especie de grandeza que se perdió: performance millonaria de una clase que se llevaba al mundo por delante (quiero alquilar el Taj Mahal para ir a tomar mate de tardecita, en la puerta; quiero comprar a Nastassja Kinski, quiero publicar un tratado de metafísica; quiero construir el Parque Jurásico).

La crisis y la crítica desalojaron al verano del discurso público, de su iconografía. El verano comienza a ser un paréntesis, la siesta, una suspención de la vida pública y productiva. Estudiantes, maestros, profesores, ministros, legisladores, profesionales, no existen en verano. Hasta la lucha de clases se suspende en verano. Lugar común: lo sencillo que es dar un golpe de Estado en verano, ha hecho que paradójicamente, los golpes hayan ocurrido en invierno ¿cómo teatralizar la disolución de las Cámaras?, ¿cómo marcar el tiempo del drama? El verano en Uruguay no existe (o mejor, no existía), por lo que, curioso juego de espejos, Uruguay, en verano, no existe.

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Ahora, desde hace unos años, sostenido masaje massmediático, se ha reconstruído la veránica. Programas televisivos desde Punta del Este hicieron el contrapunto deconstructivo al tiempo que la restauración. Después de la dictadura y de su curioso intento fallido de volverse escritura, de legitimarse en texto constitucional en el '80, el político intentaba volver a comentar, a evaluar y a criticar, volver a la argumentación, a la razonabilidad y a la racionalidad. En suma, intentaba volver a leer y escribir, y a hacer de la lectura y la escritura el motor de la máquina social.

La televisión, mientras tanto, que desmontaba pacietemente el alfabeto, en secreto, sin sociología, sin política y sin crítica desde 1973, empieza -hacia 1984- a mostrar otra vez, lo que años más tarde el inexistente Ministerio de Turismo llamaría "la otra cara del Uruguay". Comienza a mostrar el verano, en un país que la restauración hacía más bien otoñal. Es decir, empieza a mostrar el color, la juventud, la exhibición, las distintas formas de gregarismo oral prehistórico, la cercanía de la naturaleza, en un país -como suele decirse- gris, que ha dejado atrás la adolescencia precrítica de los afectos, un país de madurez intelectual y biológica, un país de individualización y ensimismamiento lector e intelectual, en contexto urbano y político.

Comienza a mostrar Punta del Este, en un país donde Montevideo se distingue, antes que nada, del "interior", y no se mide con el "exterior". Montevideo, mesodermis, no resiste proyectos turísticos riesgosos. El turismo invernal de asceta laico, que para tener una rica vida interior sacrifica la vida exterior, conoce su endodermis. Recorre las serranías de Minas, las termas en Paysandú donde veinte viejos se miran la barriga, las mañanitas en Valle Edén, lindas para estarse tomando mate. Pero no está preparado para tomar la exodermis, Punta del Este y la costa, lo exterior dentro de nosotros, porteños, brasileños y paraguayos, conchetos, tilingos, mutantes excesivos (el mutante es siempre excesivo).

Comienza a mostrar la riqueza, o sus signos convencionales, la ostentación y la frivolidad, en un país que quiere creerse sin pobres y sin ricos, o con pobres y ricos discretos y respetuosos que no agreden la percepción y no tienen signos visuales ostensibles, que rompan, aunque sea por un momento, el ritual mágico del grado cero.

Así la veránica televisiva, en tiempos de restauración, levantó disgusto y disconformidades. Ahora bien. ¿Por qué esa queja y esa indignación de algunos montevideanos con las veránicas? ¿Indignación disidente? ¿Queja por vivir en un país con sectores sociales parasitarios y hedonistas? ¿Nueva adevertencia sobre el despilfarro? ¿Voz revoltosa contra las fortunas que disfrutan, contra el dinero que se divierte -en suma, contra lo improductivo? ¿O más bien se trata de una queja resentida -no porque existan ricachos y diferencias sociales, sino porque se comienza a fotografiarlos y a exhibirlos, porque se empieza a hacer discurso de la diferencia , porque se la legitima y se la convierte en modelo?

La voz del montevideano indignado con las veránicas, parecía no ser tanto un grito de revuelta contra las desigualdades sociales, cuanto una queja contra su representación pública: contra las desigualdades del registro y del discurso. Iba contra el happening neoambiental; contra el tilingo o mutante veránico - extraterritorial puntaesteño - que deconstruye con una sola fiesta árabe, la idea de que Uruguay es Montevideo, que es el mercado del puerto, el clásico y la escuela.

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Resulta interesante verificar un rasgo. La voz del grado cero razonablemente se escuchó solo en Montevideo - y en algunos sectores socioculturales - o en sectores socioculturales montevidenizados del interior. El montevideano tiene canales de televisión que también identifican apetitos sociales y culturales, y puede si quiere, mirar otras cosas, o no mirar. Y sí, a pesar de toda medida precautoria, se expone a las veránicas y se enciende, tiene costa, Malvín, Pocitos, Ramírez. Puede apagar parte del furor con un "Poco pero mío", que quiere decir más o menos que lo mío, aunque sea un simulacro pequeño de lo que tienen los demás, una caricatura, una reproducción en material plástico, me conforma mientras no vea el original.

Parecería entonces que la queja aparece cuando veo, o mejor, cuando me muestran el original. Pero esa queja no inicia una acción para tener el original, y ni siquiera para que el otro no lo tenga, sino para que lo saquen de mi campo visual.

Pero en Tambores, en Corrales, en el barrio La Chapita y en el Cerro Chapeu, en pueblos y barrios, pobres y poco escolarizados, del interior del país, que están condenados a ver a las veránicas trasmitidas por la Red Televisión color, y a no poder aliviar la contradicción y el desborde, cabría, razonablemente, exagerar las hipótesis y esperar no ya el comentario y la voz sino la acción revoltosa. Levantamiento libertario de aquellos que están condenados no solamente a no disfrutar sino a ver a los demás disfrutar. Levantamiento contra la ironía, contra la burla y la tomada de pelo.

Sin embargo, contra lo que cabría esperar, no pasa absolutamente nada. Las veránicas no provocan el menor desasosiego en el periférico. Algún comentario sobre personajes, conocidos por ellos, revuelo por algún topless, pero nada más. No hay ironía, no hay burla, no hay contradicción. El mutante veránico es, para la periferia de la ciudad letrada, tan irreal como la rutina tibetana, como Hollywood, como Omar Shariff. El periférico no vive neuróticamente una identidad que Punta del Este deconstruya o ponga en peligro. El periférico no es escritor; disfruta el happening tilingo y lo consume sin mediaciones: es dcir, sin consumir, junto con él, una moral, una teoría sobre el exceso, sobre lo improductivo o sobre la justicia social, pero sin consumir tampoco un discurso de legitimación de la desigualdad, del derroche o de la improducción. Más inmediatamente, disfruta, participa, no comenta, no evalúa (recordemos que la escritura comenta y evalúa; la oralidad participa y responde): el happening no solamente no daña su aparato perceptivo como sí daña el del grado cero: lo entorna, lo afina, lo tempera.

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Resulta también interesante verificar un segundo rasgo. La veránica televisiva pasa rápidamente a la prensa escrita, en páginas especiales, suplementos, dossiers, y, aunque un poco más lentamente, también al periodismo de izquierda. La izquierda política, teórica y crítica. Por ejemplo, La Hora Popular, diario vinculado al Partido Comunista, incluía veránicas en sus páginas centrales en el verano del '90.

A diferencia del formato periférico (oral) donde ya observé que la veránica es fiesta, disfrute, espectáculo envolvente, inmediato y sin intermediarios, en el formato periodístico político (escrito), la veránica es, necesariamente, discurso, representación y símbolo: exhibición obscena de la desigualdad y la injusticia social, de lo improductivo, de lo superficial y frívolo. Decadencia histérica de la sociedad de clases, la veránica empieza por ser una mutación en el formato del periodismo político y acaba por ganar la partida.

Podría decirse que la inclusión de la veránica fue una medida estratégica, administrativa o demagógica, dónde no se arriesgó nada a nivel de las convicciones profundas, de los principios -necesidad y oportunidad de lavarle la cara a una izquierda hard en tiempos preelectorales. Lo mismo da. La medida, aunque se trate de un espejismo electoral, dice: "a nosotros nos interesa lo mismo que a ustedes, nos gusta el verano, no somos enemigos del placer". Es decir, se basa, por lo menos, en una sospecha acerca de algo que ha pasado, de algo que ha cambiado en el deso del lector, del elector, del votante. Esa mutación es soft, hacia lo liviano, pero también hacia lo discontinuo, hacia el puzzle. Ya no sólo la teoría, la noticia comentada y el editorial, sino también el horóscopo, la página de belleza, el crucigrama, la correspondencia amorosa. Desborde cómico de la escritura.

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Hoy, sin mayores quejas o disgusto -uno se habitúa o se resigna a todo, aún al príncipe D'Aremberg- tenemos otra vez verano en el discurso público. Y, quizá lo más importante, tenemos un discurso de verano. Tenemos el balneario más concheto del Atlántico sur, que quiere habituarse a la obscenidad de la imagen, posar con naturalidad.

Queremos un verano productivo, la industria verde, el país hotelero y turístico. Queremos existir en verano. La máquina turística encierra una curiosa paradoja: para producir al verano, tengo que crear una gigantesca ingeniería discursiva sobre lo improductivo.

*Publicado originalmente en La república de Platón, Nº11

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