Carlos Gardel y Rodolfo Valentino fueron dos grandes artistas,
aunque ni siquiera sus muertes tempranas hacen olvidar que fueron
gauchos irrisorios. Ambos pusieron en el blanco y negro del mundo
el tango, pero a condición de disfrazarse de habitantes
de las pampas. En realidad, eso no era culpa de ellos, sino más
bien la de cierto malentendido: toda vez que se ve a alguien
vestido de gaucho no se puede sino advertir que eso del gaucho
es un disfraz.
Y el asunto es que, por más testimonios que se tengan
en la historia del Rio de la Plata de la existencia de los famosos
gauderios que pelearon por la Patria y en incontables guerras
civiles, nadie olvida que el gaucho es una especie extinta. Más
aún, habría que reconocer, de una vez por todas,
que se trata de una raza fantástica, de un ser que nunca
existió,
o a lo sumo de un travestido.
En realidad, lo que ocurrió es que ciertos seres inapresables
que merodeaban por las llanuras fueron convocados por poetas
militantes, que se disfrazaban grotescamente de gauchos, en el
primer género y lengua novedosos de la América
española que se emancipó: la literatura gauchesca.
La gauchesca poco y nada tenía que ver con la realidad.
Se trataba más
bien de la mascarada de un letrado que, con sus versos, quería
impersonar y alcahuetear a aquellos seres dificilmente formateables
que tanto se necesitaban para ir haciendo patria. Esta anomalía
del gaucho también es una rareza literaria. Toda la literatura
gauchesca, desde el invento de Bartolomé Hidalgo hasta
el Martín Fierro, es hija de la famosa urgencia
de la hora.
Puesto de este modo, el gaucho no es más que una creación
panfletaria, el engendro de cierta variante de la literatura
maravillosa que se nos ha grabado en la memoria.
Exaltado o vituperado, el gaucho es un lado oscuro de la civilización
rioplatense, y es el héroe fantasmal de una de las mejores
piezas de la lengua castellana de los últimos dos siglos,
La refalosa, el poema cegador en el que Hilario Ascasubi,
sin quererlo, se adelantó a casi todo.
Siguiendo las reglas del género, Ascasubi, sitiado detrás
de los muros de la Montevideo que Alejandro Dumas firmó
rimbombantemente como Nueva Troya, se acicala y pone voz de nómade,
fingiendo gacetear la amenaza de un gaucho de Rosas y Oribe.
El resultado no puede ser más estremecedor, porque el
gaucho mazorquero no puede sino describir, con una precisión
que deslumbra y estremece, lo que le va a suceder cuando el defensor
de Montevideo sea atrapado. En esa lengua casi incomprensible
que hablan esos seres irreales, La refalosa va detallando
los procedimientos de tortura con una pulcritud digna de un científico
nazi, pero aunada a la alegría de un niño.
Lo que aprendería
el naturalismo más tarde lo saben esos gauchos de guiñol,
y la máquina de sufrir que pusiera Kafka en su Colonia
Penitenciaria está aquí adelantada, salvo que estas
criaturas afantasmadas no persiguen la Ley, sino la alegría
de la crueldad.
Artaud los hubiera
admirado, y los perversos polimorfos que son los alienígenas
de Mars Attacks, la película de Tim Burton, son
sus directos herederos.
"Entretanto,/ nos clama por cuanto santo tiene el cielo;/
pero ahí nomás por consuelo/a su queja/ abajito
de la oreja/ con un puñal bien templao/ y afilado/ que
se llama el quitapenas/ le atravesamos las venas/ del pescuezo/
Y qué se hace con esto/larga sangre que es un gusto/y
del susto/ entra a revolear los ojos".
Claro que estos son placeres de un ser de otro mundo, tan apto
para torturar como para bailar y exportar las piruetas del tango.
Ah, hombres flojos!/ hemos visto algunos de éstos/
que se muerden y hacen gestos/ y visajes / que se pelan los salvajes,/
largando tamaña lengua /y entre nosotros no es mengua/
el besarlo,/ para medio contentarlo. Y la gran enseñanza
de este experto en inventariar criaturas de otra dimensión
que fue Ascasubi es que cuando un gaucho
te besa es porque está diciendo adiós.
* Publicado
originalmente en Insomnia. |
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