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El Golem es un adefesio
antropomorfo creado por un rabí, animado por la magia y
la cábala. El monstruo de Frankenstein
es, propiamente, la máquina-monstruo: partes de procedencia
diversa unidas por ciertas técnicas de ensamblaje, a las
que se agrega un motor, otra máquina. En este caso luego
del motor mítico que anima al Golem (siglo
XVIII), viene un
motor tecnológico, literalmente un motor eléctrico
(siglo XIX). Entre lo místico y lo tecnológico
no había (no hay) muchas diferencias.
Con impulsos eléctricos
se podía estimular y provocar movimiento en patas de rana.
La electricidad hace ciento y tantos años, da vida, es
soplo. Aún hoy es maná, flujo energético
técnico-mágico. Anima a la máquina, da vida,
entre lo explicable y lo inexplicable, entre el proyecto y lo
imprevisible, entre el cálculo y el accidente, entre el
control consciente y el automatismo pulsional natural.
Una máquina
compleja de dar vida tiene como terminal a la máquina-monstruo
de Frankenstein; conexiones y polos lo atan a un complicado ingenio
de grandes bobinas, de cajas negras, de interruptores-palanca
-todo, finalmente, fluye hacia el techo, hacia el cielo: un pararrayos-
la otra terminal de la máquina, se estira esperando la
descarga. La electricidad, mientras tanto, agita el cielo; dispara
sus fogonazos entre truenos y ráfagas de viento y lluvia
-ayuda a escenificar el gótico,
la gran máquina natural desatada, la tormenta. Tormenta
del alma: la locura y la
psicosis, el desenfreno, la psicodelia y los alucinógenos.
Tormenta cerebral: la epilepsia, las narco y las catalepsias de
Poe; Frankenstein, científico
loco-poseído, incontenible instinto fáustico de
experimentación y búsqueda, hibris, desafío
a la máquina trascendente. Cae el rayo. La máquina,
acostada en la mesa de disecciones, abre los ojos.
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El monstruo de Frankenstein
tiene un cerebro pero carece de mente. Tiene materia, res extensa,
pero no espíritu. El simulacro tecnológico no puede
sino animar a la máquina antropomorfa. Con espíritu
de época, Freud siente lo siniestro en el androide,
en el autómata y por lo tanto en las repeticiones,
las compulsiones y los automatismos, puertas hacia lo otro, pero
también marcas estilísticas de la locura (psicosis)
-experiencia primordial de la locura: soy una máquina.
Esta experiencia se
extiende al olvido, al lapsus, al acto fallido, al sueño,
al chiste. Todo somos cosa, autómata, máquina -los
"síntomas cotidianos" estan ahí, para
que no lo olvidemos. Esta experiencia maquínica "vive"
también en la torpeza psicomotriz: monos, niños,
ciertos enfermos, están mucho más cerca de la máquina
que los adultos humanos. Esta torpeza se "coreografiza"
en los androides del cine o la Tv. Hipnotíceme, doctor,
haga de mí un autómata: la experiencia siniestra
como espectáculo, gestionada por las habilidaes hipnóticas
de Tony Kamo o Tu Sam.
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La enfermedad y la disfuncionalidad
orgánica son unos de los momentos
más vívidos de experimentación de la otredad, como maquinidad, en culturas
cartesianas. El cuerpo, como el
lenguaje, son máquinas
que nuestra cultura hace desaparecer en un ideal de funcionalidad
y obediencia: son máquinas-vehículo, grados cero,
no deben verse o notarse -ambos son recipientes eficaces de la
res cogitans- del soplo espiritual. Un grano en la espalda,
un dolor de cabeza, los ruidos y los olores, hacen opaco al cuerpo,
lo delatan y al mismo tiempo me arrancan de él, me separan
del autómata. Verifico con incomodidad que mi cuerpo hace
cosas que yo no he ordenado, o que yo no quiero que haga.
Mal funcionamiento, depósito
de basura, residuo
material (dolor, olor, ruido) de la actividad inmaterial. (Con este dolor de muelas no puedo pensar
-concentrarme, leer-; -lo mejor
es distraerme- automatizarme, cocinar, hacer crochet). Todo se vuelve cuerpo, gallina
cartesiana, el pato de Vaucanson. El espíritu, plusvalor
inexplicado, agregado a la máquina, desaparece. El monstruo ensamblado empieza
a carecer de teorías que lo explican como un continuo unificado
y gobernado por la plusvalía del espíritu.
Cuadrapléjicos
con electroprótesis internas (estímulos
a la pata de rana)
guiadas desde controles con display y menú (provistos de algunos movimientos elementales:
pararse, caminar, estirar un brazo),
son una experiencia limítrofe de la maquinidad, de la tropeza
tecnológica para producir plusvalía inmaterial en
un ensamblaje de materia. Pero también son una experiencia
de la posibilidad de inventar simulacros
cada vez más perfectos de espiritualidad. Estos simulacros
no son simplemente hardware experimental -pequeños
impulsos eléctricos, enviados por un generador al accionar
un interruptor instalado en mi hombro -hacen que mi brazo se levante-,
sino también software teórico.
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Estos simulacros
teóricos son en parte, la fabricación del hombre
por la modernidad de la que hablaba Touraine. Descartes lo diseña
como materia más espíritu (contenidos
ideatorios formales).
Kant mejora el diseño sustituyendo el espíritu por
una inteligencia categorial, por un sistema operativo -se trata
de la primera máquina cognitiva. La revolución industrial
le agrega un cuerpo, brazos, piernas,
fuerza de producción (medicina,
tratados de anatomía).
Las revoluciones políticas le dan existencia jurídica,
lo ensamblan a máquinas externas de regulación.
Marx le agrega una conciencia histórica y social. Freud,
un inconsciente, un pasado y un sexo.
La máquina, el
monstruo ensamblado, estaba por así decirlo, completo.
El problema es que cada uno de estos ensamblajes en cadena reclaman,
en algún momento,
el lugar de teorías explicativas sobre la unidad.
Las fabricaciones parciales
tienen que ver con la complejización de las distintas partes.
La conciencia histórico-social en Marx debe justificarse
y legitimarse dentro de una máquina más grande:
la gran máquina
narrativa de la historia. El complejo ensamblaje de la máquina
social, más un motor, la lucha de clases. Son máquinas
externas.
Internas son las máquinas
cognitivas (y, más
tarde, lo afectivo-expresivo, vuelto máquina, al pasar
del ámbito de réplica romántica al ámbito
científico y clínico).
Lo que las ciencias cognitivas actualmente llaman simuladores,
aproximaciones y mapeos del funcionamiento de la mente humana
desde modelos artificiales, técnico-computacionales o
teórico-formales, son una de las más viejas aventuras
culturales de occidente: simular al hombre con las prácticas
y el saber tecnológico disponible y dominante -construir
el androide.
Simular las "actividades
superiores" (cognitivas) resultaba entreverado, digamos,
en tiempos de Russell o de Turing: la gigantesca computadora ENEAC, cintas magnéticas, tarjetas perforadas,
inexistencia de pantallas, la reprogramación a través
de manipulaciones hechas sobre el hardware, entrando literalmente
a la máquina, sustituyendo circuitos, ajustando y aflojando
tornillos. Chafe, de la generación del personal computer
y de la miniaturización, puede proponer un simulador bastante
simple, compuesto por un scanner, más un procesador
digital, más un sistema de archivo en el que la información
se archiva metafóricamente (grafos,
dibujos, diagramas) o metonímicamente (historia,
relatos, adición).
El problema clásico
de la ciencia cognitiva, esto es, dar una solución simple
y verosímil a la ecuación mente-cerebro, parece
heredar la vieja cuestión cartesiana de resolver la discontinuidad
de la res cogitans y del espíritu como plusvalía
inexplicable de la cadena material de montaje -conectar la incesante
química cerebral y la tormenta neuronal del córtex,
con signos, semiosis, categorías, gramáticas: en
fin, conectar el espíritu y la materia. Los niveles de
descripción se han ido afinando al extremo de que el sistema
nervioso central ha desplazado completamente al espíritu.
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También en la producción
de máquinas internas de simulación ocurren modificaciones
(aditivas, de ensamblaje).
La máquina cognitiva, para Kant -gran materialista moderno-
era un DOS, un dispositivo que conecta, categoriza, mide, compara,
funcionando en un mundo de objetos, provisto de ciertos procedimientos
de registro (sentidos y memoria,
según la actitud cognitiva modela en la antigüedad
clásica: la mirada, la
contemplación, el ocio).
Piaget le agrega, a
la máquina kantiana, la capacidad de manipular y actuar
sobre el mundo de los objetos: la máquina categoriza,
tematiza y abstrae no objetos puestos a su contemplación,
sino a sus propias operaciones de manipulación. Los interaccionistas
modifican menos la máquina cognitiva que el mundo en el
que le toca operar (esta
modificación alterará radicalmente el ensamblaje,
el funcionamiento y el sentido del movimiento de la propia máquina
cognitiva): ese
mundo ya no es natural, "objetivo", sino artificial,
cultural, propiamiente maquínico. La máquina ya
no se enfrenta a objetos sino a vínculos e interacciones
-ensamblaje con otras máquinas y con la máquina
social.
La máquina "externa"
social y la máquina "interna" psicocognitiva,
luego de esta cadena de montaje, se reconectan, se envuelven,
acompasan sus movimientos. El sentido del flujo parecería
ser externo-interno de afuera hacia adentro; la máquina
social inventa, diseña y ensambla a la máquina
psico, le permite existir en lugares de retiro, de repliegue.
Ya nadie concibe la máquina social como la vasta sumatoria
de las máquinas psicocognitivas -ni siquiera como su composición
y coordinación a través de máquinas intermedias,
como las instituciones.
Ya no hay, en definitiva,
interno-externo, adentro-afuera. Círculo de la sociogénesis.
No mucho es ya lo que recorta la positividad del hombre sobre
un fondo de entidades (naturaleza,
sociedad, objetos, mundo).
La modernidad había construido y animado al androide. Foucault
hablaba de la posibilidad de desaparición del hombre como
un rostro en la arena, borrado por el mar. Últimamente,
aunque no puede decirse que se esté borrando en el sentido
del desvanecimiento, o aún desconstruyendo o desensamblando,
ocurre que se lo ha descrito y enriquecido tanto como "máquina
interna", y se lo ha conectado, ensamblado e hiperensamblado
con tantas otras máquinas, otros dispositivos y otros ingenios,
parejamente ricos y pormenorizadamente descritos, que el diseño-hombre
como algo objetivo, provisto de interioridades de exterioridad
y límites, no se reconoce.
De verlo allí,
en la mesa de disecciones, nadie diría que ese hombre
es algo distinto de las máquinas a las que está
conectado -nadie diría de hecho, que eso es un
hombre conectado a otras máquinas.
La máquina de asalto
Terminator 101, al igual
que el monstruo de Franquenstein, tiene cerebro pero no tiene
mente. Simulador: por una cámara-ojo vemos a través
de la máquina -en una pantalla sepia o ladrillo se filma
el mundo, ordenadas y abscisas grafican y componen el espacio,
focos y círculos residuales ayudan a medir y a calcular
el movimiento y las posiciones futuras de los objetos.
Cuando le toca dialogar
e interactuar, la pantalla despliega un set de posibles respuestas;
un cursor las recorre ansiosamente hasta seleccionar una, que
queda titilando un segundo, antes de ser dicha por el monstruo:
¡Fuck you asshole!. ¿Quién lee "dentro"
del androide? ¿Quién ve e interpreta gráficos,
o resuelve problemas complejos de geometría espacial?
El monstruo es puramente máquina, pero en el espectador
que "mira a través de él" hay un monto
de irreductible espiritualidad (¿por
qué, si no, escribir en la pantalla? ¿por qué
graficar, diagramar, selecionar con un cursor?). Esta curiosa ecuación es lo
que nos permite ver a través de él, máquina
transparente, obediente, funcional -yo no veo lo que ella ve,
sino que leo lo que ella hace porque dispongo de registros de
su actividad mental.
La máquina mimética
Terminator 1000,
acrobacia inexplicable de la futura tecnología del ensamblaje
y la animación, está hecha de metal líquido.
Es un policía, una pared, un flujo mercurial, las losanjes
de un piso. La cámara no puede mostrarme lo que ve.
No podemos meternos y ser la máquina. T-1000 no
puede ser simulado -ya no hay animación tecnológica
sino mágica: es el Golem. Se invierte el recorrido: vamos
de Frankestain al Golem, del siglo XIX al XVIII. La máquina
espiritual Terminator 1000 es otra vez, dualismo; materia
y plusvalor de la inmaterialidad que no puede ser explicada sin
magia, sin pensamiento religioso. T-1000 no es una máquina
-no ha sido ensamblado. Es como hombre:
cree no haber sido ensamblado, cree que no hay posibilidad de
simularlo tecnológicamente.
*Publicado originalmente en La República
de Platón Nº 41
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