Fue hace añares,
bastante antes de publicar mi primer libro, Calientes,
que leí "La vida privada", el cuento de Henry
James. Trata de dos sutiles que hacen un descubrimiento asombroso:
un reconocido escritor se pasa el día a solas, oculto,
produciendo su obra mientras alguien absolutamente idéntico
a él, de hecho su doble, aparece en público y socializa,
derramando sobre su cohorte de admiradores un chorro de trivialidades,
naderías y tonteras interminable.
Aunque James se apresura
a aterrizar en la parábola, psicologizando su incursión
en el terreno de lo fantástico ("para las relaciones
personales ese admirable genio pensaba que era suficientemente
bueno lo que en él había
de segunda clase"), mi imaginación tomó
otros rumbos y digirió a su manera aquella primera lectura distraída. En mi
memoria, apartando de un plumazo las finísimas ambigüedades,
el cuento muy prosaicamente trataba
de un escritor que, para no ser molestado en su tarea, contrataba
a un fulano que lo representara frente a los demás, que
fuera para los demás el autor de sus obras.
Siempre tuve presente
el recuerdo del cuento de James - en la versión corregida
por mi imaginación -, particularmente desde que empecé
a publicar con seudónimo. De hecho sigo convencido de
que a efectos de permanecer lejos del mundanal ruido el reclutamiento
de alguien que se ocupe
de mi personalidad pública sería mucho mejor solución
que el recurso al seudónimo, que no deja de irritar la
curiosidad de unos y dificulta la concentración de otros
por falta, digamos, de referencias.
Comparto entonces con
James la visión del escritor como un individuo escindido
entre su ser íntimo y su ser público, aunque me
hago cargo de que con lo variada que es la fauna de la profesión
la ecuación entre íntimo y público debe
de permitir innumerables soluciones, muchas de las cuales,
imagino, muy lejanas al terreno de las incompatibilidades. En
lo que a mí me concierne estoy seguro de que circular
por el mundo con la giba de mis escritos a cuestas me ocasionaría
desasosiego suficiente como para que se me paralizara la veta
lúdica, que es la creativa. Porque es en el lujo de la
perfecta calma que consigo ese mínimo de concentración
que pone a trabajar a mi perezoso ingenio.
En el fondo, el desasosiego
que acabaría con mi bendita paz si ésta no estuviera
protegida por un seudónimo o, mejor aún, por un
sosías, sería producto de la conciencia continua
de la tontera y trivialidad que - a la manera del arquetipo jánico
del escritor que propone James- me gana inevitablemente en cuanto
entro en interacción con los demás. No importa
cuál sea el tema de interacción, apenas tengo que
opinar sobre algo la lengua se me hace de plomo y el cerebro
de algodón. Yo soy el primer sorprendido por la inanidad
y la falta de carácter y agudeza de mis opiniones.
No quiero imaginarme la tortura que sería para mí
ya no
simplemente tener que opinar sino además tener que opinar
en tanto escritor, y lo que es peor, en tanto escritor desafiante,
radicalizado, en tanto escritor cuestionador de la opinión
o las costumbres del común de mis conciudadanos.
Ni quiero imaginarme el daño que le haría a la
difusión de
mis trabajos la pobreza de mis performances públicas.
Estoy convencido de que si los que se molestan con la persistencia
de mi seudónimo nombraran un comité que me testeara
terminarían por darme la razón piadosamente.
Confieso que mi reflexión
acerca del asunto del seudónimo - que ya está en
edad escolar, no porque a mí me preocupe el seudónimo
(como queda dicho más bien me alivia) sino por sensibilidad
hacia la preocupación de otros - antes de asumir las verdades
que acabo de consignar anduvo por muy diferentes derroteros.
Llegué a proponerme una pequeña metafísica
del seudónimo, de la que alcancé a vislumbrar un
par de vetas quizá interesantes para alguien con menos
pereza que yo, o con más vocación por lo especulativo.
Una de ellas suponía
que si es cierto el argumento de quienes se inquietan por mi identidad
legal -argumento que dice que la lectura se enriquece rodeándola
de información sobre el autor- entonces la ausencia de
esa información debiera de provocar en el lector la imaginación
a su gusto y medida de ese autor ausente, extremo que no puede
sino favorecer la empatía a través de la cual el
lector se apropia de la obra y viceversa. Un mecanismo similar,
digamos, al que actúa cuando en una novela no existen descripciones
física y/o morales de los personajes, vacío que
llenamos inconscientemente como mejor podemos poniendo en juego
nuestras inclinaciones y nuestros recursos creativos.
La otra veta detectada (y
abandonada) de mi pequeña metafísica del seudónimo
tiene que ver con las cuestiones del Nombre
y del Sujeto (guambia los sobrevoladores de textos, no se vayan
a enganchar en las mayúsculas). Si a
esta altura del partido sabemos (con toda la firmeza que la Academia
pueda aportar a sus saberes) que no hay tal Sujeto productor
del texto, que no hay tal instancia soberana que pueda responsabilizarse
por el enjambre de sentidos que es un texto ¿por qué
insistir ingenuamente con la identificación del Nombre
con la identidad legal del dueño de la mano que
escribe? ¿por qué no asumir las consecuencias prácticas
de los saberes teóricos? ¿eh? ¿por qué
no asumir la eventualidad de la diseminación de las identidades
así como uno está dispuesto a asumir equitativamente
también al monolitismo como una alternativa válida?
En una época en que aceptamos que sus heterónimos
acompañen a Pessoa (como un verdadero cuadro de fútbol,
o de básquetbol por lo menos) apiñándose
todos sobre el merecido pedestal, en que los discjockeys se acostumbran
a presentarnos el nuevo temita de El cantante que antes se llamaba
Prince, en que masas de adictos a Internet
viven orgiásticamente cuantas vidas virtuales se les antoja
escudados en el alias que se les ocurre cada mañana mientras
se cepillan los dientes ¿cuál sería el gran
problema para aceptar que alguien quiera poner orden en la casa
llamando con un nombre diferente a cada una de sus mutaciones?
Yo (el que paga mis tarjetas
de crédito) me niego terminantemente a que ése (el
que escribe esas novelas) salga con mi cara a decir bobaliconamente:
"Me siento feliz de haber zafado de los dos pecados más
graves de la literatura rioplatense, a saber: la pedantería
intelectual y el pesimismo existencial, léase Borges
y Onetti". No, decididamente,
no. Y tengo el derecho a negarme.
En fin: tampoco quiero
posar de principista. Escribir en paz no es la cosa más
importante del mundo, y la cuestión de si soy uno o varios
sujetos me da curiosidad pero no me quita el sueño. Confieso
(y ya basta de confesiones por hoy) que si para seducir a una
cierta giovanetta, flaquita, de ojos
pícaros y desdeñosos, muy dada a las admiraciones
literarias (y que ella sí me quita el sueño) resultara
de alguna utilidad regalarle mi seudónimo envuelto en
celofán y atado con cintas de colores, lo haría
sin pensármelo dos veces. Es más, confieso que
estoy por hacerlo. Más que nada, uno es un
fauno.
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