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ISSN 1688-1672

 



SEUDÓNIMO - METAFÍSICA DEL SEUDÓNIMO - PECADOS DE LA LITERATURA RIOPLATENSE

Del seudónimo: confesiones verdaderas

Ercole Lissardi
Confieso que si para seducir a una cierta giovanetta, flaquita, de ojos
pícaros y desdeñosos, muy dada a las admiraciones literarias (y que ella sí me quita el sueño) resultara de alguna utilidad regalarle mi seudónimo envuelto en celofán y atado con cintas de colores, lo haría sin pensármelo dos veces

Fue hace añares, bastante antes de publicar mi primer libro, Calientes, que leí "La vida privada", el cuento de Henry James. Trata de dos sutiles que hacen un descubrimiento asombroso: un reconocido escritor se pasa el día a solas, oculto, produciendo su obra mientras alguien absolutamente idéntico a él, de hecho su doble, aparece en público y socializa, derramando sobre su cohorte de admiradores un chorro de trivialidades, naderías y tonteras interminable.

Aunque James se apresura a aterrizar en la parábola, psicologizando su incursión en el terreno de lo fantástico ("para las relaciones personales ese admirable genio pensaba que era suficientemente bueno lo que en él había
de segunda clase
"), mi imaginación tomó otros rumbos y digirió a su manera aquella primera lectura distraída. En mi memoria, apartando de un plumazo las finísimas ambigüedades, el cuento muy prosaicamente trataba
de un escritor que, para no ser molestado en su tarea, contrataba a un fulano que lo representara frente a los demás, que fuera para los demás el autor de sus obras.

Siempre tuve presente el recuerdo del cuento de James - en la versión corregida por mi imaginación -, particularmente desde que empecé a publicar con seudónimo. De hecho sigo convencido de que a efectos de permanecer lejos del mundanal ruido el reclutamiento de alguien que se ocupe
de mi personalidad pública sería mucho mejor solución que el recurso al seudónimo, que no deja de irritar la curiosidad de unos y dificulta la concentración de otros por falta, digamos, de referencias.

Comparto entonces con James la visión del escritor como un individuo escindido entre su ser íntimo y su ser público, aunque me hago cargo de que con lo variada que es la fauna de la profesión la ecuación entre íntimo y público debe de permitir innumerables soluciones, muchas de las cuales,
imagino, muy lejanas al terreno de las incompatibilidades. En lo que a mí me concierne estoy seguro de que circular por el mundo con la giba de mis escritos a cuestas me ocasionaría desasosiego suficiente como para que se me paralizara la veta lúdica, que es la creativa. Porque es en el lujo de la perfecta calma que consigo ese mínimo de concentración que pone a trabajar a mi perezoso ingenio.

En el fondo, el desasosiego que acabaría con mi bendita paz si ésta no estuviera protegida por un seudónimo o, mejor aún, por un sosías, sería producto de la conciencia continua de la tontera y trivialidad que - a la manera del arquetipo jánico del escritor que propone James- me gana inevitablemente en cuanto entro en interacción con los demás. No importa cuál sea el tema de interacción, apenas tengo que opinar sobre algo la lengua se me hace de plomo y el cerebro de algodón. Yo soy el primer sorprendido por la inanidad y la falta de carácter y agudeza de mis opiniones.

No quiero imaginarme la tortura que sería para mí ya no
simplemente tener que opinar sino además tener que opinar en tanto escritor, y lo que es peor, en tanto escritor desafiante, radicalizado, en tanto escritor cuestionador de la opinión o las costumbres del común de mis conciudadanos.

Ni quiero imaginarme el daño que le haría a la difusión de
mis trabajos la pobreza de mis performances públicas. Estoy convencido de que si los que se molestan con la persistencia de mi seudónimo nombraran un comité que me testeara terminarían por darme la razón piadosamente.

Confieso que mi reflexión acerca del asunto del seudónimo - que ya está en edad escolar, no porque a mí me preocupe el seudónimo (como queda dicho más bien me alivia) sino por sensibilidad hacia la preocupación de otros - antes de asumir las verdades que acabo de consignar anduvo por muy diferentes derroteros. Llegué a proponerme una pequeña metafísica del seudónimo, de la que alcancé a vislumbrar un par de vetas quizá interesantes para alguien con menos pereza que yo, o con más vocación por lo especulativo.

Una de ellas suponía que si es cierto el argumento de quienes se inquietan por mi identidad legal -argumento que dice que la lectura se enriquece rodeándola de información sobre el autor- entonces la ausencia de esa información debiera de provocar en el lector la imaginación a su gusto y medida de ese autor ausente, extremo que no puede sino favorecer la empatía a través de la cual el lector se apropia de la obra y viceversa. Un mecanismo similar, digamos, al que actúa cuando en una novela no existen descripciones física y/o morales de los personajes, vacío que llenamos inconscientemente como mejor podemos poniendo en juego nuestras inclinaciones y nuestros recursos creativos.

La otra veta detectada (y abandonada) de mi pequeña metafísica del seudónimo tiene que ver con las cuestiones del Nombre y del Sujeto (guambia los sobrevoladores de textos, no se vayan a enganchar en las mayúsculas). Si a
esta altura del partido sabemos (con toda la firmeza que la Academia pueda aportar a sus saberes) que no hay tal Sujeto productor del texto, que no hay tal instancia soberana que pueda responsabilizarse por el enjambre de sentidos que es un texto ¿por qué insistir ingenuamente con la identificación del Nombre con la identidad legal del dueño de la mano que
escribe? ¿por qué no asumir las consecuencias prácticas de los saberes teóricos? ¿eh? ¿por qué no asumir la eventualidad de la diseminación de las identidades así como uno está dispuesto a asumir equitativamente también al monolitismo como una alternativa válida? En una época en que aceptamos que sus heterónimos acompañen a Pessoa (como un verdadero cuadro de fútbol, o de básquetbol por lo menos) apiñándose todos sobre el merecido pedestal, en que los discjockeys se acostumbran a presentarnos el nuevo temita de El cantante que antes se llamaba Prince, en que masas de adictos a Internet viven orgiásticamente cuantas vidas virtuales se les antoja escudados en el alias que se les ocurre cada mañana mientras se cepillan los dientes ¿cuál sería el gran problema para aceptar que alguien quiera poner orden en la casa llamando con un nombre diferente a cada una de sus mutaciones?

Yo (el que paga mis tarjetas de crédito) me niego terminantemente a que ése (el que escribe esas novelas) salga con mi cara a decir bobaliconamente: "Me siento feliz de haber zafado de los dos pecados más graves de la literatura rioplatense, a saber: la pedantería intelectual y el pesimismo existencial, léase Borges y Onetti". No, decididamente, no. Y tengo el derecho a negarme.

En fin: tampoco quiero posar de principista. Escribir en paz no es la cosa más importante del mundo, y la cuestión de si soy uno o varios sujetos me da curiosidad pero no me quita el sueño. Confieso (y ya basta de confesiones por hoy) que si para seducir a una cierta giovanetta, flaquita, de ojos
pícaros y desdeñosos, muy dada a las admiraciones literarias (y que ella sí me quita el sueño) resultara de alguna utilidad regalarle mi seudónimo envuelto en celofán y atado con cintas de colores, lo haría sin pensármelo dos veces. Es más, confieso que estoy por hacerlo. Más que nada, uno es un
fauno.

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