Cuando en Terminator el ojo del androide Schwarzennegger explota
y donde había epidermis queda un agujero rojo se asiste
a una revelación estremecedora. La máquina,
justo debajo del nervio fingido, sufre. El androide, que está
más allá de lo humano, nos confronta con la alarma
de descubrir que no es imprescindible ser hombre -ese concepto
que, cansina y casi inercialmente, hemos aprendido a tener de
nosotros mismos- para que los organismos sufran. Teniendo esto
en cuenta, pareciera un poco más accesible acercarse a
la poesía de César
Vallejo.
Así como el Terminator 100 parece humano y no lo es, así
como puede articular palabras que nos resultan familiares pero
forzamos a codificar lenguajes de vértigo programático,
así Vallejo fingió hacer literatura
pero nos mete en un universo tan inquietante como exigente. "¿Qué
se llama cuanto heriza nos / Se llama Lomismo que padece / nombre
nombre nombre nombrE". Vallejo no es poético,
pero no juega a ser antipoético como antes que él
hiciera, por ejemplo, el dadaísmo y luego, en castellano,
Nicanor Parra. No entra en ningún juego dialéctico,
aunque siempre amaga estar dando un sentido, aunque siempre pretende
hacernos creer que ha estado hablando el lenguaje más
común de los mortales. Cuando descubrimos, y eso es siempre
un porrazo, que no dice cómo sino que dice qué,
y que no dice qué, sino que dice cuánto, nos devuelve
al espesor más primigenio de las palabras.
En él no hay una voz lírica, hay cierto César
Vallejo, conectado con un aparato (que
es como un nervio)
al lenguaje, desvertebrado y oscilante, fingiendo seguir una
dirección cuando en realidad, casi en un espasmo, ha derivado
hacia otro, sin sugerir nada, sólo diciendo, plena y sencillamente
"le pegaban todos sin que él les haga nada".
No hay explicación, no hay modo de encontrar un sentido.
"Hay golpes en la vida, tan fuertes...yo no sé!
/ Golpes como del odio de Dios". Los golpes son fuertes,
pero no está su raíz en el odio divino; sólo
parecerían comparables (pero
no lo son). Vallejo
no sabe, y Vallejo tampoco ama. Leerlo no es amarlo, porque su
relación con el lenguaje es para nada erótica.
Se trata de un juego de escondidas, cada vez más empecinado
después de que se fue liberando de Herrera
y Reissig y los aromas poéticos. Escondidas como las
que tal vez juegan él y Dios, o como las que solía
hacer con uno de sus hermanos, hasta que se hacían llorar.
Escamotea el cuerpo y después lo muestra, potente y pétreo,
erizado y filoso. Es un lenguaje de roca andina, que esconde
detrás un tejido nervioso. Para leerlo es imprescindible
desconfiar, como César Vallejo, radicalmente del lenguaje,
despojarse de los prejuicios literarios, abandonar las cadenas
interpretativas.
Fuerza al lector a frotarse contra él, a volverse abrupto
y rocoso como su lenguaje, hasta que la fricción dé
dolor, y del dolor salgan chispas, se produzca el transido milagro
de la energía.
Cuánto menos convencionalmente humano, más es posible
chocar contra él, hacer sinapsis con sus Poemas humanos.
Así podremos ir descubriendo que, cuando Vallejo más
parece acercarse, más blando, más analgésico
parece mostrarse, tanto más lejos está de nosotros.
Cierto verso anestésico de Pink Floyd dice: "no hay
dolor, sólo te estás alejando". Por contraposición,
podría decirse que cuanto más potente está
el nervio, más expuesto, menos protegido, más señales
hay de que César Vallejo se está acercando. O dicho
de otro modo, Lomismo que padece (y
eso que prometió haber muerto en París con aguacero)
está tan
próximo que dan ganas de llorar.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 9
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