El nacimiento del estado
uruguayo coincide con un genocidio. En esa matanza consiste
nuestra tradición, aunque no necesariamente nuestro destino
como individuos.
Al crearse el nuevo estado, por 1830, y ya antes de aprobada la
primera constitución del Uruguay
ese mismo año, se concibió el proyecto de aniquilar
a la única tribu organizada del país en ese momento,
los charrúas. Los estancieros se quejaban de los gauchos
delincuentes y de las incursiones de los indios, que robaban las
caballadas y el ganado. Varios personajes del primer gobierno
de la República coincidieron en la necesidad de una política
de aniquilamiento de los charrúas. Había que organizar
el país según la ley y el orden, había que
dar seguridad a los estancieros que pedían mayor control
y vigilancia por parte de la autoridad central para que su explotación
pecuaria pudiese ser rentable y prosperase sin contratiempos.
Había que domesticar el interior todavía turbulento,
amenazado tanto por los gauchos delincuentes como por los indios
que saqueaban el ganado. Tal vez los estancieros se quejasen más
de los gauchos bandidos que de los propios indios, pero éstos
en particular fueron considerados inasimilables. Si bien se pensó
por parte de algunos rodearlos y llevarlos a la Patagonia (un
proyecto inicial parecido al de los SS de embarcar todos los judíos
a Madagascar) o
empujarlos hacia el Brasil, prevaleció el criterio de su
eliminación lisa y llana.
Una visión
aniquilada
Los charrúas, una etnia de cazadores nómades, eran
los pobladores originales del territorio, conservaban su idioma
y se desplazaban en grupos por las zonas de Río Grande
y de la Banda Oriental. El flamante primer Presidente General
Fructuoso Rivera, instado por otros miembros del Superior Gobierno,
decidió hacer con ellos un castigo ejemplar. En abril
de 1831 se encaminó en persona, rodeado del ejército
nacional, hacia la región donde merodeaban los charrúas.
Organizó con todo cuidado un operativo de genocidio sin
atenuantes. La trampa final consistió en atraerlos, infundiéndoles
la mayor confianza y asegurándoles su buena disposición
y amistad hacia ellos, a un terreno conveniente para llevar a
cabo una acción de sorpresa en su contra. Los invitó
a juntarse con él para discutir el plan de un supuesto
robo de ganado en el Brasil. Los indios llevarían a cabo
el secuestro. El Presidente prometía darles cobijo a su
vuelta dentro de su recién inaugurada jurisdicción
territorial. Pese a los recelos de algunos caciques, los charrúas
aceptaron al fin reunirse con el Presidente y el ejército
en las puntas del Queguay, en los potreros del arroyo Salsipuedes.
Antes de atacarlos, las tropas que los cercaban se apoderaron
de sus armas y caballos. Un escuadrón se lanzó veloz
sobre las chuzas y algunas tercerolas de los indios., apoderándose
de su mayor parte y arrojando al suelo bajo el tropel a varios
hombres. Apenas el Presidente, cuya astucia se igualaba a su serenidad
y flema, hubo observado el movimiento, dirigiéndose a Venado,
el cacique principal, le dijo con calma: "Empréstame
tu cuchillo para picar tabaco." El cacique desnudó
el que llevaba en la cintura y se lo dio en silencio. Al recogerlo,
el Presidente sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado.
Esta era la señal convenida para el ataque y la matanza.
El segundo regimiento buscó su alineación a retaguardia
de los que habían avanzado sobre las chuzas, y los demás
escuadrones, formando una gran herradura, estrecharon el círculo
y picaron espuelas al grito de "Carguen" y con sus sables
y bayonetas los sorprendieron y comenzaron a atacarlos en su campamento
y ahí mataron tanto a hombres como a mujeres y niños
sin consideración ni piedad. Los sobrevivientes fueron
hechos prisioneros y llevados a pie casi trescientos kilómetros
hasta Montevideo, los
hombres con las manos atadas a la espalda, y repartidos entre
algunas familias de pro que no tenían recursos para comprar
esclavos.
José Ellauri, Ministro de Gobierno del General Rivera,
organizó el reparto. Se reservó para sí mismo
dos inditos adolescentes.
Varios fueron entregados a los capitanes de barco surtos en el
puerto. Quien recibía una india joven debía también
aceptar una vieja; y no se admitían devoluciones. Así
terminaron los charrúas, su etnia, su lengua, su modo de
vida , su visión de las cosas.
Esa tan uruguaya
capacidad de destruir
En otros países como Argentina o los Estados
Unidos el genocidio de los indios adquirió a la vez
características más variadas y escala diferente,
y se prolongó a lo largo de más de un siglo. La
política de los Estados Unidos con sus indios, en concreto,
inspiró la del Führer
con los judíos y otras nacionalidades o minorías,
según declaraba su lugarteniente Himmler, pero en Uruguay el exterminio tuvo el
valor de un gesto único y ejemplar, simple y terminante,
una operación relámpago bien pensada y bien realizada,
redonda y casi perfecta, emblemática además porque
su ejecutor fue el recién elegido Presidente
de los orientales en persona. Los pocos indios que se salvaron
de la encerrona fueron perseguidos en los meses siguientes y cazados
como "gatos de monte" por el sobrino del Presidente,
Bernabé Rivera.
El Uruguay como país
nació de un genocidio. Ni siquiera se pensó moderar
la matanza con la creación alternativa de reservaciones
u otros dispositivos que asegurasen si no el mantenimiento de
la cultura indígena al menos la supervivencia de los individuos.
No: todo el territorio, sin falta, bastante disminuido es cierto
por los robos del Brasil, debía ser para los blancos explotadores
del agro. La ignorancia del genocidio o la visión etnocéntrica
que han mantenido los historiadores durante el pasado siglo y
medio es un índice de cierta capacidad de destruir sin
miramientos, de eliminar al otro
en tanto diferente, que recubre a los sacrificados de un olvido
impasible, como la condición de nuestra misma existencia.
La matanza como tradición
Después, en busca de lo propio, autóctono y nacional,
poco quedó para romantizar, salvo el gaucho,
que vino a sustituir al indio en el rol de representante de la
patria. Más glamoroso pareció el gaucho malo, de
costumbres violentas, indomable, nómade, que vivía
a monte y de robos ocasionales. Pero la figura del gaucho fue
un pastiche. Ni el gaucho dionisíaco y lleno de rulos de
Acevedo Díaz o Javier de Viana, ni el gaucho pícaro
o sabio, acceden a una virtud autóctona, que fue aniquilada
en el momento mismo de nuestro nacimiento como país independiente.
Pienso que con la eliminación de la etnia charrúa
nos hemos quedado sin un chamanismo auténtico, sin una
comprensión de los espíritus de la tierra. Esa fuente
no occidental ni cristiana ha sido tapiada para siempre, porque
una autoridad cínica basada en el dogma de su superioridad
racial y en la defensa impiadosa de sus exclusivos intereses asesinó
a los indios.
En esa matanza consiste nuestra tradición, aunque no necesariamente
nuestro destino como individuos: hoy en día indios ecuatorianos
por ejemplo vienen a darnos lecciones sobre la experiencia de
la ayahuasca. Pero ningún charrúa nos da ya ninguna
lección. Sólo queda el lugar común de una
estúpida y fraudulenta metáfora
de la "garra charrúa"
que hipostasia lo desaparecido y lo aniquilado. ¿Donde
están los indios? "Esto de indio no está dando,"
decía hace poco un aborigen disfrazado de tal en una fiesta
criolla.
Para completar el bochorno, se ha erigido un falso indio vestido
por José Zorrilla de San Martín, un artefacto de
museo con algunas hermosas estrofas basadas en sonidos autóctonos
del guaraní que ilustran los nombres de la flora y de los
lugares nativos. Pero esa nostalgia blanda y sentimental por un
indio muerto le otorga una madre blanca. Es un indio travestido desde una perspectiva etnocéntrica,
un indio de ojos celestes, un Al Jolson, atractivo según
el gusto cursi y supremacista de colonizadores asesinos.
* Publicado
originalmente en Revista Crac, Nº 2 (Dicicembre 2001)
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