"Es la entrada
a un rastro. No se paga. Acceso gratis. Gentes desaliñadas.
Vulpinas, jaraneras. ¿Por qué entrar? ¿Qué
esperas ver? Veo. Compruebo qué hay en el mundo. Lo que
ha quedado. Lo desechado. Lo que ya no se valora. Lo que tuvo
que ser sacrificado. Lo que alguien creyó que podía
interesar a otro. Pero es basura. Si allí, aquí, ya lo han escudriñado.
Pero aquí puede haber algo valioso, aquí. Valioso
no es la palabra. Algo que yo quisiera tener. Quisiera rescatar.
Algo que me habla. Para mis anhelos.
Que hable a, hable de. Ah...
¿Por qué entrar? ¿Te sobra tanto el tiempo?
Mirarás.Te extraviarás. Perderás la noción
del tiempo. Crees tener tiempo suficiente. Esto siempre toma
más tiempo del que tú crees. Luego tendrás
prisa. Te enojarás contigo. Querrás quedarte. Sentirás
tentaciones. Sentirás asco. Las cosas están mugrientas.
Algunas rotas. Mal pegadas o sin pegar. Me hablarán de
pasiones, fantasías de las que nada necesito saber. Necesito.
Ah, no. De todo esto no necesito nada. Algunos los acariciaré
con la mirada. Otros los sostendré en la mano, los tocaré
suavemente. Mientras me observa, experto, el vendedor. No voy
a robar. Lo más posible es que tampoco compre.
¿Por qué entrar? Sólo para jugar. Un juego de reconocimientos.
Saber qué y saber cómo era, cuánto debió
ser, cuánto será. Pero quizá no para hacer
una oferta, para regatear, no para comprar. Sólo mirar.
Sólo vagar. Libre de preocupaciones. Sin nada en mente.
¿Por qué entrar? Hay muchos lugares como éste.
Un campo, una plaza, una calle recóndita, un arsenal,
un aparcamiento, un muelle. Podría estar en cualquier
parte, aunque se da el caso de que está aquí. Lleno
de todos los demás lugares. Pero yo entraré por
aquí. Con mis jeans y mi blusa de seda y mis zapatillas
de tenis: Manhattan, primavera de 1992.
Una experiencia rebajada de pura posibilidad. Éste con
postales de estrellas del cine, aquélla con su bandeja
de anillos navajos, este otro con el perchero de cazadoras de
aviador de la Segunda Guerra Mundial, el de más allá
con los cuchillos. las maquetas de coches de él, los platos
de cristal tallado de ella, las sillas de junco de él,
los sombre-ros de copa de ella, las monedas romanas de él,
y allí... una joya, un tesoro. Podía suceder, podía
verlo, puede que yo lo quisiera. Podría comprarlo como
regalo, sí, para alguien. Por lo menos, habría
sabido que existe y que apareció aquí.
¿Por qué entrar? ¿Ya basta? Podría
descubrir que no está aquí. Dondequiera que se encuentre,
a menudo no estoy segura, podría devolverlo a su lugar
en la mesa. El deseo me guía. Me digo lo que quiero oír.
Sí, ya basta.
Entro."
Susan Sontag
Montevideo, verano del dos mil. O Manhattan, primavera
de 1992, tal y como fecha Susan Sontag el prólogo a El
amante del volcán y que reproducimos como introducción
a esta nota. "Hay muchos lugares como éste",
dice Sontag, "podría estar en cualquier parte",
continúa. Un domingo cualquiera en Tristán Narvaja,
por ejemplo.
La
feria de Tristán Narvaja es interesante de una manera
resonantemente obvia. Es decir, hay muchísimas razones
que se pueden citar, esgrimir, blandir para defender una nota
sobre un lugar como éste. Pero si usted piensa que habrán
varios libros que recojan su historia y rescaten sus personajes
o que simplemente podrá saciar su curiosidad encaminando
sus pasos al servicio de publicaciones de la Intendencia, bueno,
sencillamente se habrá equivocado.
Un libro de Antonio Vivalda, publicado por Arca en 1996, uno
sobre el barrio del Cordón de la Intendencia y otro de
la Fundación Banco de Boston también sobre éste
barrio y poco más encontrará el curioso. Y notas
de prensa como ésta, que, gracias a dios, se perderá
irremediablemente.
"Dijo
el basurero a la ensaladera: yo también soy ecléctico."
El aforismo
de José Bergamín es cruelmente gracioso: el eclecticismo
no es necesariamente una virtud. Pero para quien alberga un espíritu
de hurgador, un basurero puede ser el paraíso.
La Feria todo lo junta, lo más alto y lo más bajo,
la antigüedad valiosa y el desecho irredimible, el turista
adinerado y el más pobre y desastrado de los individuos.
La fascinación que puede ejercer sobre una persona a la
que le guste encontrar pequeños tesoros (subjetivamente
valiosos) puede ser infinita. Esos "pequeños tesoros"
pueden ser objetos, obviamente, pero también flashes visuales
irrepetibles, olores mezclados, frases rescatadas del bullicio,
un vértigo de estímulos encontrados, contradictorios,
agradables, molestos, insólitos, frecuentemente demenciales.
Libros
viejos, juguetes de plástico, animales embalsamados, pelucas,
armas, encajes, alimentos enlatados, fonógrafos, animales
amaestrados, banderines, lechones, termos, sirenas, discos, revistas
de cine, espejos, animales fabulosos, cuchillos y tenedores -algunas
cucharas-, perros sueltos, pipas, billetes, postales, animales
que se agitan como locos , pilas, madejas de lana, lentes, botellas,
porcelanas, animales innumerables, bastones, platos, biblias,
sombreros, animales dibujados con un pincel finísimo de
pelo de camello, posters, rulemanes, diskettes, chorizos, regaderas,
animales que acaban de romper un jarrón, carteras, sellos,
botones, animales incluídos en esta clasificación,
manteles de hule, fotografías fotocopiadas, flores, animales
que de lejos parecen moscas. Y que de cerca, son moscas. Etcétera.
Lo anterior
no quiso ser pretencioso sino mostrar como la insólita
clasificación borgeana de los animales
de la "cierta enciclopedia china", no desentonan con
un catálogo de objetos posiblemente hallados en Tristán
Narvaja (bueno, o casi. Todos hacemos trampas y los "animales
pertenecientes al Emperador" lo arruinaban todo.) No creeemos
exagerar si decimos que el comienzo de El idioma analítico
de John Wilkins lo que provoca en el lector es la avidez por
seguir leyendo la enciclopedia china de la cual Borges sólo nos
da un atisbo, de entrar en el maravilloso mundo donde tal enciclopedia
es posible.
(Dos muchachos
medio dormidos en un portal. A sus pies duerme un perro viejo,
sin raza definida, bastante cansado y tranquilo. En su cuello
está atado un gran cartel de cartón que parece
no alterar su reposo. Se vende.)
El
paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección
El gran
atractivo de la feria puede ser esa belleza de la que hablaba
nuestro
manoseado Conde,
esa que nace de los encuentros fortuitos e insólitos, de
juntar lo que está irremediablemente separado y producir
una nueva chispa de sentido. Pero también en tanto abre
un espacio de libertad y caos a quien se deja perder en sus vericuetos.
Es asi que el elemento lúdico cumple en muchos casos un
papel primordial. La feria es, más allá de la obviedad
del aserto, la suma de sus partes: una especie de puzzle, un modelo para
armar de acuerdo al gusto del consumidor. Puedes guiarte por el
azar, puedes trazar tus recorridos, puedes ir sin rumbo y optar
por desconcertar a un perseguidor imaginario. Puedes comprar las
frutas para la semana e irte a tu casa. Puedes sentirte amenazado
por la multitud o protegido por ella. Puedes odiar a cada uno
de los que pasan a tu lado. O los puedes ignorar como si no existieran.
Un espacio de posibilidades.
Exactamente eso es lo que sucede en todo momento, la apertura
de un haz de posibilidades que incluye la estafa, el hallazgo
sorprendente, el asco, los rostros extraños, la oferta
imposible, el robo o un montón de conversaciones extravagantes.
El visitante asiduo tiene sus circuitos: los libros, las casas
de antigüedades en un día particularmente equilibrado,
las cercanías de 18 de julio cuando se siente parte de
la fiesta, los sucios arrabales en un día miserable, la
feria "en sí" cuando se está dispuesto
a las más violentas oscilaciones de ánimo.
La calle de los libros, Paysandú, parece ser solo una
gran mesa de ofertas indiferenciadas, pero luego de un tiempo
de frecuentarla uno sabrá qué libros aparecen de
cuando en cuando y cuales nunca han estado alli, aunque desconozca
la razón. Se puede estar medianamente seguro que con muy
poco de tiempo uno podrá conseguir el Psalmo a Venus
Cavalieri de Roberto de las Carreras, editado por Arca
y a un precio exiguo.
Con un poco de paciencia se podrá casi completar la obra
de J.G. Ballard e inclusive se puede tener la certeza que tarde
o temprano aparecerá, por ejemplo, Morfología
del cuento de Vladimir Propp. Pero es casi imposible encontrar
nada de Salinger o Lispector, es difícil hallar Bernhard
o DeLillo y prácticamente imposible encontrar a Gombrowicz.
No es que no se encuentren libros de estos autores en Montevideo:
simplemente no están en la feria.
(- ¿Cuánto
sale?
- Cinco pesos
- ¿Cinco pesos vale esta porquería?
- Ahora vale diez y la única porquería que yo veo
es a Usted...)
Historia
de ferias y de esta feria
Cuando
uno se imagina el mundo antiguo hay una feria como telón
de fondo y lo que varía son las mercaderías y el
idioma del regateo, aunque si estamos de ánimo hollywoodenese
podremos vislumbrar polvorientos toldos caqui en el desierto
y a rayas azules y blancas en el mediterráneo.
Las ferias fijas se consolidaron bajo el Imperio Romano y fueron
éstos quienes las introdujeron en la Europa del norte para
promover el comercio con los territorios conquistados. Cuando
el Imperio Romano de Occidente cayó en el siglo V, virtualmente
todo el comercio organizado en Europa ceso hasta el siglo VII.
El comercio revivió bajo Carlomagno y las ferias evolucionaron
desde los mercados locales, particularmente en puntos de tránsito
de viajeros
y donde la gente se congregaba para fiestas religiosas.
Las primeras grandes ferias fueron la de Saint-Denis, cerca de
París, en el siglo VII y las ferias de Pascua en Colonia,
Alemania, en el siglo XI. A partir del siglo XII y por cientos
de años, las ferias de Champagne, Francia, fueron las
más populares de Europa.
La feria de Tristán Narvaja también tiene su historia,
porque no siempre fue lo que es ni estuvo donde está.
Pero dejemos que sea Antonio Vivalda quien se refiera a ella,
que para qué intentar contar de nuevo lo bien contado,
sobre todo cuando relato posee el atractivo extra de denominar
"utopía finisecular" a la feria en sus origenes
y "jurista de mérito" a Tristán Narvaja.
Vivalda, establece que el origen de la feria se remonta a la
proposición de Luis de la Torre a la Comisión de
Agricultura de creación de ferias semanales agrícolas:
"Así, el domingo 15 de abril de 1878 con la presencia
del Gobernador Lorenzo Latorre y sus ministros, fue inaugurada
la primera feria semanal en la Plaza Independencia. la misma
que con el tiempo se extendió por el comienzo de la Av.
18 de Julio, tenía por entonces dos elementos característicos
que hoy nos resultan particularmente extraños: el primero
era que a las diez de la mañana un rematador subastaba
todos los productos no comercializados y el otro era que existía
en la feria una sección destinada para que los propios
agricultores que venían a ofrecer sus frutos pudieran
comprar allí mismo los insumos que demandaba su tarea:
semillas, granos, instrumentos de trabajo y hasta literatura
agrícola.
Pronto se vio que para hacer posible esta especie de utopía
finisecular, mezcla tempranera entre feria y remate, se necesitaba
de mayor flexibilidad tanto en el horario -que fue acercando
su finalización hacia el mediodía- como en una
forma de comercialización que sustituyera a la rígida
subasta. Por aquellos tiempos la feria era principalmente eso,
una feria. En ella, además de un mercado, permanecía
el recuerdo de la tradición europea de las ferias medievales
concentradoras de todas las novedades del mundo conocido. (...)
La feria de antaño era una verdadera feria de novedades.
Naturalmente se vendía de todo, pero además existían
atracciones en teatrillos o se hacían demostraciones de
forzudos, se tiraba al blanco y se exhibían placas fotográficas
estereoscópicas que la mayor parte de las veces eran de
dudoso gusto. Este sistema cayó pronto en desuso por lo
que las autoridades intentaron alejar la feria hacia los suburbios,
disponiéndose el cambio primero a las inmediaciones de
la Plaza Cagancha (primero en la calle Queguay, llamada Paraguay
luego de 1915, y con posterioridad en la calle Ibicuy al Norte,
que hoy es denominada Rondeau) y luego a un terreno baldío
que existía donde hoy se levanta el Palacio Municipal,
antes de dividirla en dos aún más alejadas.
A partir del domingo 3 de octubre de 1909 una se extendería
por la calle Cuareim desde Av. Agraciada a la calle Guatemala,
en el barrio de la Aguada. La otra, desarrollada en el barrio
del Cordón por la calle Yaro desde 18 de Julio a la Paz
no es otra que nuestra mismísima feria antes de que las
calles de la zona de los alrededores de la Facultad de Derecho
cambiaran sus denominacion primitiva, de naturales nombres indígenas
de origen guaraní, por otros propios de algunos juristas
de mérito."
(Un hombre tiene
un modesto puesto. Vende objetos de diversa índole, prolijamente
colocados en un paño en el piso. A su derecha ha colocado
una inmensa cabeza de jabalí embalsamada. "¿Cuánto?",
pregunta un hombre. "A no, eso no lo vendo. No sabe lo
que me costó que se quedara así de quieto...")
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 113
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