Tómese
el lector el trabajo de repasar los catálogos de ciertas
editoriales, las convocatorias
a concursos recientes, los sumarios de ciertos periódicos,
las páginas de la República de Platón. Seguramente podrá
documentar la siguiente impresión: en los últimos
tiempos nos hemos dedicado con énfasis a autoreferirnos.
Pero
Violante ve TV
El escenario
de la cultura uruguaya parece haberse
convertido en una zona de nadie donde se entrecruzan enmarañadamente
disparos metadiscursivos. Como en una vieja película de espías,
en el rincón más insospechado se embosca un agente
de la autoreferencia que extrae del taco de su zapato, un arsenal
teórico más o menos sofisticado para disparar sobre
lo que fuere.
El autoexamen
no se detiene. Todo genera apostillas; todo viene con un aparato
crítico, desde la coiffure del Dr. Tabaré
Vázquez
hasta el tráfico de dosis de desodorante en el baño
de un baile tropical. Toda emergencia de nuestra producción cultural
encuentra su réplica racionalizadora; nada queda fuera
de la evaluación, de la crítica o el comentario;
cualquier mercancía o gesto es puesto ante el espejo de
la teoría.
Como el
soneto grafográfico de Lope de Vega, el Uruguay se autorefiere.
Pero, mientras aquel texto esgrimía su razón funcional
y su destinatario "un soneto me manda a hacer Violante",
en la aldea bizantina carecemos -al parecer- de alguien que nos
haya puesto "en tal aprieto": en tanto estampamos nuestras
cogitaciones, Violante ve TV.(1)
En este
éxtasis interpretativo, una de las formas más insistidas
es la busca de la identidad. En torno a ella ocurre una pluralidad
de miradas que, no sólo se interfieren entre sí,
sino que provocan un efecto de fragamentación en el objeto
de sus pesquisas. Cada relato, según desde donde se lo
emita, refiere una porción diferente de Uruguay.
A su vez,
ninguna argumentación parece lograr el status de
discurso hegemónico, dar una imagen verosímil de
la totalidad de nuestra cultura o convertirse en
vademecum o programa. Entonces, la acechada identidad no
aparece sino como disociación, como espejo atomizado en el
que las diversas comunidades de lectura (también multiplicadas
y dispersas)
apenas logran percibir esquirlas de su propio
reflejo.
Un
signo por la realidad
Un ojo empírico
borra las conjeturas anteriores; con seguridad la fisión
cultural ocurre positivamente, con independencia y anterioridad
a toda intervención crítica.
Hay determinantes
económicas
que han detonado y desparramado toda imagen más o menos creíble
de nuestra identidad; hay transformaciones ideológicas
y técnicas que enturbian la percepción de un sentido
en nuestra producción cultural concreta, que la vuelven
refractaria a toda racionalización. El
Uruguay se ha vuelto otro lugar.
Terminada
la dictadura y por enredados
pasadizos desembocamos en un lugar extraño: en Asia, en
Latinoamérica, en Punta
del Este.
Estas mutaciones trajeron nuestra
Violante; ellas nos meten en le aprieto de hallar una estrategia
que dé cuenta de identidades y alteridades.
En la
encrucijada de milenios se nos ha dado a comer el bizcocho proustiano
que nos lanza a emprender un thriller en busca de la identidad perdida; son muchos
extras en un set barroco que viene siendo
caracterizado semanalmente desde estas mismas páginas.
Entonces las tramoyas de lectura se ponen a funcionar
a full, se recalientan al rojo blanco buscando componer
una imagen del Uruguay y su gente.
Para los
críticos culturales, como para el Quijote de Foucault, la
hazaña consiste en enristrar sus mentalizaciones y "transformar
la realidad en signo".
Para
muestra basta una heráldica
Estas
labores de espionaje, de narcicismo, de arqueología proustiana
o quijotesca, parecen prometer
hallazgos muy útiles. Develar, construir o reconstruir
una identidad nos permitirá
reconocernos a nosotros mismos. Esto es: reconocer a los otros.
Si logramos una imagen que proyecte sobre nosotros una
nítida ilusión referencial, si conseguimos emitir
un discurso aceptablemente hegemónico sobre nosotros mismos,
si institucionalizamos una identidad, habremos armado un mecanismo para
atrapar al otro.
Una vez
instalados confortablemente en el espacio de nuestra anagnórisis, podremos escribir al otro en bellas
letras, coagularlo en
la estatuaria, congelar su imagen en las pantallas. Operaciones
de este tipo no son nuevas en nuestra cultura.(2)
Vayamos
a la heráldica:
A) Principios
del s. XIX. Entre otros nacimientos, el del género gauchesco: acto de travestismo retórico
que permitió, andando en el tiempo, domar al jinete, introducir
al bárbaro en la Nueva Troya, agigantado e inmóvil
en monumentos, estampado en billetes de banco. Cuando Hidalgo
interrumpía sus odas y melólogos neoclásicos
("con
frémito espantoso el bronce horrendo"), para impostar
-a la manera de los androides en Terminator- la voz de Chano
o de Contreras, el iletrado se convertía en literatura, el nómade
se detenía en categoría histórica, el marginal
llegaba al centro
transformado en centauro. El otro terminó siendo nuestro propio
emblema.
B) Principios
del s. XX. La ciudad desborda, los inmigrantes, la cultura de
masas (el
varieté, el fonógrafo, la radio). Ahí medra el letrista de tango, que difunde y
trasvasa a otros compartimentos de la cultura una minuciosa clasificación
del lumpen. Grelas, gigolós, cirujas,
fiolos, bataclanas, batitunes, curdas, sobras de la máquina
urbana, sombras amenazantes en torno a las luces del centro, abandonan
su nicho clínico, penal o sociológico. Se transfiguran
en calcomanía, se fijan con Glostora en le folclore ciudadano.
Lo que nació por negación y descarte fué
blasón que nos identificó -nos ancló- en
París y que todavía exportamos a Japón.
C) Ultimos
'70 y primeros '80. La "cultura de la resistencia" y
el canto popular van a buscar sus héroes a un inquilinato derrumbado. El Mediomundo
fue metonimia del Uruguay avasallado por
la demolición militar, y mientras los percusinistas ascendían
a estrellas fugaces, las multitudes opositoras aprendían
a aplaudir en ritmo de candombe. Las canciones
recurrieron a una tópica -definida desde antes de la dictadura-
que deploraba el conventillo perdido y hacía del negro
un destinatario de arengas y ehortaciones a la lucha:
"...adiós
Mediomundo nuestro, castllo de cartón..."
"...veinte
blancos por monedas Mediomundo derrumbaban.." "...baila,
baila pero piensa que la vida no es un juego..."
"...negro,
no seas tan..." "...antes de golpear esa lonja, negro,
debes calentarla bien..." "...vamos, negro, pa'delante,
no me deje de luchar..."
Por
un tiempo todos fuimos negros desalojados. Diez años después
aquella poética sobrevive banalizada en jingle de cerveza.
Nada
nos distingue del otro
En el
Uruguay de hoy, esos y
otros documentos de identidad han perdido su validez. O acaso
-mérito de la insistente autocontemplación- se ha
descubierto que eran falsificaciones. Por lo tanto nada nos distingue
del otro. No hay límites ni espacios para colocar las viejas
trampas que neutralizan al bárbaro y al desclasado.
¿Qué
voz armoniza al treintaitresino y al coreano, cohabitantes
del sábado en 18 de Julio? ¿Cómo interpelar
al adolescente ágrafo,
al tecnoempresario, al sobreviviente, al vándalo coreográfico
de la tribuna Amsterdam?
En
el aire enrarecido se insinúan nuevos paradigmas:
Un narciso cibernético, sobrecargado de equipos importados
de autoescrutación. O el inmigrante indocumentado que
pide referencias para orientarse, registra curiosidades, busca
deseperadamente un papel que lo legalice.
Notas:
(1) Alguien podría
preguntarse quién es el destinatario de tanta reflexión.
Después de cien páginas de crítica cultural
La balsa de la Medusa, Hugo Achugar nos entrega un dato:
"el número de lectores de las llamadas páginas
culturales de uno de los diarios de mayor circulación,
no pasa en 1992 del 3% del número de lectores totales
de dicho diario". Y agrega una interpretación: "...lo
que indicaría que del reducido número de lectores
de prensa diaria, apenas un sector extremadamente minoritario
consume reflexión o información cultural".
(2) A este tipo
de maniobras se refiere -creo- Gustavo Verdesio y las denuncia
como práctica frecuente en el EEUU de Bill Clinton. (En
busac de un nuevo Lexicón, La República de Platón,
26/11/93).
*Publicado
originalmente en La República de Platón
Nº11
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