El
siguiente texto fue ponencia en la presentación de Buenas
Noches, América, de Amir Hamed, realizada en Centro
Cultural Pachamama,
el 25 de junio de 2003.
Señores:
Aquellos
de ustedes que conozcan la obra de Amir
Hamed,
tal vez hayan reparado en una criatura a la cual, en sus días
de crítico deportivo, el Dr. Juan Carlos Paullier hubiera
podido abrumar enfáticamente con adjetivos tales como:
anodino, discreto, pacato, e incluso timorato. Se trata de un
fantasma que también
recorre, de punta a punta, este mundo de fiesta y de catástrofe que forman
las narraciones de Hamed. En El probable acoso de la mandrágora (1982) aparece, si mal no recuerdo,
escuchando tangos en un grabador desvencijado de su propiedad.
También allí presta un apartamento de la aduana
en el cual vivía con su tía la Lucy, para que el
narrador protagonista se encierre a alucinar orgías decoradas
con moñitos azules y cucarachas rosadas. Que yo sepa,
este individuo no arrastra sus alpargatas por ninguna de las
ficciones de La sombra de la paloma (libro atestado de vampiros, niñas horribles y eyaculaciones); tampoco aparece
su firma en la contratapa que escribiera para esa colección
de cuentos tan morosamente impresa por unos amables barbudos
de las Ediciones Programa. Pero regresa y canta melancólicas
baladas que le pertenecen en letra y música en alguna de las historias
de Qué nos ponemos esta noche o se convierte en
una especie saboteador tristón y sádico, oculto
tras los alias de Pedro, Larry o Brahma en Artigas
Blues Band.
Como,
a pesar de que hay algo de gaucho en él, no parece adaptarse
al siglo XIX, no se lo ve por
Troya Blanda. Tampoco molesta
con su mate o sus blues la fluidez electrónica de Semidiós. Recién
resurge -les aviso- en Buenas noches, América.
Aquí usurpa la función del narrador en "Mixed
emotions" y en "Relato para pieles sensibles"
viaja a Boston, donde disfrazado de indio canta "dale
a tu cuerpo alegría Macarena" en un club de sadomasoquistas
y, como otras veces, se emborracha y se droga.
Todos esos personajes son, como decía cierta sombra ilustre
o tortuga, el hombre que entreteje estos símbolos. No
tengo más remedio que reconocer algo de mí en todos
ellos: el nombre, el apellido de mi madre, el chancletear de
looser, las canciones, los 20 quilos menos de hace 20 años,
las alegres toxinas del resentimiento o -siempre- la fraternidad
con el que podría llamar
(si esto fuera un texto
crítico y no la efusión un tanto melindrosa que
viene resultando)
"el hablante hamediano". Recordar ese itinerario
no es una disculpa. No creo que la perspectiva algo bizarra amplifique
o distorsione mis palabras, porque no se puede ser amigo de Amir
si se anda en rencillas con la verdad. Digo, simplemente, que
ese estar dentro, emboscado en el texto como un alien ladino,
es también el lugar desde el cual propongo esta celebración
de Buenas noches, América.
El libro está
compuesto por cinco narraciones, que se despliegan en bares nocturnos
de diversas ciudades de Estados Unidos donde pululan,
desorbitados o excéntricos, los uruguayos. He oído
al autor de estos textos referirse a ellos como relatos, acaso
para indicar que carecen ciertos efectos especiales o acrobacias
(escamoteos,
peripecias abruptas, finales sorpresivos) que son propios del cuento. Hay, eso
sí, una espesa banda sonora, que no es sólo sonido
incidental, sino una de las muchas estrategias para hacer
sentido que se manejan en Buenas noches, América.
Es una red de referencias musicales que se entrecruzan por la
escritura, entretejiendo
vínculos transculturales, como lo hacen las miradas y las voces
de los personajes. El primer relato se titula "Mixed emotions",
pero no sólo resuena en él esa canción de
los Rolling
Stones
(tarareada
por un ex half izquierdo de la tercera de Rampla), sino que
además aparecen Junior Wells, Chuck Berry, Bob
Dylan,
Los Nuevos Saltimbanquis, La Reina de la Teja, los tangos Mi
noche triste y Quevachaché, interpretados por
Carlos Gardel, algún tema de Prince o de Madonna, Janis
Joplin, No voy en tren de Charly García, Malevaje
y Tamboriles, tamboriles, por Alberto Castillo.
La siguiente historia, que en la "Declaración de
parte" se proclama parienta de Jakob y el otro, tiene
como protagonista a Tabby Thomas, un blusero de Baton Rouge,
rankeado por el narrador como "el músico más
mediocre del Sur". Asoma entonces, su antagonista, un
tal Roy Head, texano y munido de una Gibson color fuscia, retando
a Tabby a singular combate entre las sombras de Buddy Guy, Slim
Harpo y BB King. Por otra parte, entre las muchas ménades
que se agitan en la sordidez, está la mismísima
Suzie Q, zangoloteandose al compás de algunos clásicos
de zydeco o de What a night de Dr. John.
El próximo relato tiene un hermoso título, "Astro
a gasoil", que merecería una canción de carretera,
o al menos una canción de el Macaco. Pero su música
de fondo se reduce a algunas referencias genéricas: "un
traguito de jazz en el Blue note" y "tupidas
selecciones de melódico internacional".
Ya he mencionado que en "Relato para pieles sensibles"
cierto abyecto guitarrero de Treinta y tres con el nombrete de
Inca Llora-Sangre canta una versión mix de Macarena. Debería
agregar además que dicho personaje al frente de su banda
Peruvian Latex, integrada por narcotraficantes con nombres
extraidos de algún plantel del Sporting Cristal,
pervierte la balada Heaven de los Stones, cuyos
versos, que sirven de epígrafe a la narración,
ustedes podrán oir dentro de un rato.
Se trata entonces de una polifonía mugrienta donde se
agruman los acoples, de un espacio sonoro que infecta el libro,
un mundo saturado y sin centro, cuyos márgenes parecen
estar en todas partes. Por momentos el procedimiento de
Hamed
parece ser una transposición literaria de la maravillización
de Charly
García,
es decir de las paredes de sonido de Phil Spector.
Pero toda música cesa cuando llega "Conquista del
Oeste", que concluye Buenas noches, América,
con la potencia alucinatoria de un apocalipsis. Apenas si oiremos
allí el chillido roto de algunas cumbias acompasando el
vaivén del gusano loco. Cuando, a fines del año
pasado, Amir me leía por teléfono algún
trozo, venían a mi memoria otros pedazos que después
tuve que ir a completar al Panegírico al duque de Lerma:
"
no
mayor estrago,
no, cayendo ruina más extraña
hiciera un astro, deformando el mundo,
enjugando el océano profundo
"
Tal vez la motivación de ese vínculo medio azaroso
es la tematización del impacto hiperbólico, el
estallido que recalienta la escritura (en el caso de Hamed
es el derrumbe mellizo del World Trade Center). No puede hablarse aquí
del desarrollo de un argumento, de una explicación (en el sentido filológico
y etimológico);
si hubiera que ponerse taxonómico habría que hablar
de procedimientos más propios de la lírica que
de la narrativa. Porque la escritura se condensa hasta convertir
el texto
(como el piedrazo monstruoso de Góngora) en materia densísima,
en bolo inmundo que irradia esquirlas de sentido, en yema de
un monstruoso huevo cósmico hacia el que todo converge
y en el que se pegotean los fragmentos de un mundo descentrado:
Nueva York, el parque Rodó y su rueda gigante detenida,
Montevideo trotado por
caballos que arrastran basura en la noche, San Salvador de Bahía,
Buenos Aires, Lafayette, los cadáveres de innumerables
gallinas (entre
ellas las pintadas por Quico Saulle) y el de un mozo hindú
color verde cotorra, algunas plumas de la Dra. Lisa Block de
Behar, las piernas largas de una mulata, magma o ceniza de las
Torres Gemelas, etc.
Los
hermeneutas ya sabrán que hacer con todo esto.
Pero
lo que en realidad concentra toda esta dispersión y empasta
todo lo disgregado para hacer con ello la energía o la
masa de su talento, es una mirada, un trazo, o -mejor - una voz,
un aullido con su timbre propio: un sujeto centrípeto,
aunque a veces, bebiendo margaritas en medio del desastre, aparezca
escindido, sin anclaje en territorio alguno, órficamente
destazado. En él no es ilegítimo reconocer a un
amigo que en cualquier momento se va a poner a cantar.
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