I
Hace casi
100 años, Julio Herrera escribió un poema compuesto
por 43 décimas al cual tituló La Torre de las
Esfinges. Es una especia de payada gótica, un milongón
hermético y darkie que la crítica nunca ha podido
leer con comodidad. Darío, quien se había referido
a sus colegas los poetas como "torres de Dios", no pudo
interpretar esta torre más que como el documento rimado
de un trip o de una resaca: "Quiero creer que en la elaboración
de este poema ha intervenido el fármacon, vapor sutil o
alcaloide transformador". Poco tiempo antes, Herrera,
escritor al que sus contemporáneos diagnosticaron turrieburnismo,
había insituido en el techo de la casa de sus padres otra
torre: "allá por mil novencientos fundé
la celebérrima émula de las torres de Babel, de
Babilonia, de Alejandría, de Persia, de Eiffel, es decir,
la de los Panoramas".
Al igual
que las 43 décimas, esta torre fue también
una operación megalómana e irónica de la
escritura: la azotea - sobre
la cual bien se puede imaginar un tendal de calzoncillos modernistas
- era llamada la ruzafa de los espectros, las paredes eran las
murallas del Aqueronte, la Estigia, las bocas del Flagetón
y los aledaños de ultratumba; la escalera de lata que llevaba
al mirador era la senda de Latona. Frente a semejante toponimia
cualquier edificio resulta decepcionante; la Torre de los Panoramas,
que aún se sostiene en la calle Ituzaingó 1255,
era un mirador cúbico, más parecido a un casco de
estancia que a un pararrayos celeste o a un rompeolas de las eternidades
(como decía
Darío). En el interior, tras un cartel platónico
que prohibía el ingreso a los uruguayos, había una
mesa, dos sillas, dos floretes viejos y un bonete turco. Allí,
Herrera y Reissig guitarreaba, leía sus poemas y jugaba
el juego de la copa con sus amigos.
El escritor
pretendía que su azotea generara una especie de vanguardia
poética,
que desde su bulín parnasiano saliera "el sol de
todo lo fino y lo vibrante que hoy saborea el público infeliz".
Alguno de los contertulios estimó, ya en 1908, que ese
propósito había sido alcanzado, pues desde la torre
se había llevado a cabo "la higienización
literaria del ambiente" y se había prepardo "el
porvenir literario de la república". Aún
50 años después, Rodríguez Monegal señalaba,
advirtiendo ya la desproporción entre la pobre infraestructura
del cenáculo y sus pretensiones titánicas, que en
"ese altillo inflacionariamente calificado de Torre de
los Panoramas, Herrera y Reissig estaba llevando a cabo una revolución
poética".
Pero
en verdad esta torre no funcionó como movimiento o como
proyecto colectivo; cuando el poeta murió en 1910, el
cenáculo ya hacía tiempo había claudicado.
Si se repasa una lista de quienes allí se reunían
(López
Rocha, Demarchi, Saralegui, Picón, Caracciolo, Guaglianone,
etc.)
sólo encontramos un grupo de señores o señoritos
uruguayos que pronto se perdieron en la burocracia o en el servicio
diplomático.
La torre
sólo fue el parnaso virtual de un poeta único, el
espacio imaginario que tuvo que fabular para emitir desde allí
un discurso delirante compuesto de nocterimias, eufocordias, eglogánimas
y sicologaciones morbopanteístas. La escritura de
Herrera desdecía
radicalmente (con gesto vanguardiasta, como se ha señalado)
su contexto; la torre fue ni más ni menos que un aparato
de amplificación de esa escritura. No necesitó
de un correlato edilicio: fue una especie de ready made,
una pieza desahogo en cuyo frontispicio Herrera escribió
"torre de los panoramas".
II
Muertos Herrera y Delmira Agustini, clausurados por
el airado panegírico de Zum Felde y por la crónica
policial respectivamente, el Uruguay no volvió a generar
una escritura tan provocadora
y reactiva. En la década del 20 ni el Batllismo ni la casualidad
produjeron, ni siquiera por contagio del ultraísmo porteño
o de la antropofagia paulista, esa especie de contradiscurso espectacular
y acrobático que caracterizó aquellos tiempos. Hubo
sí otra torre: el Palacio Salvo, que comenzó a diseñarse
en 1922, año en que se convocó el concurso de proyectos
y se inauguró algunos años más tarde. Realizado
por el arquitecto argentino Mario Palanti, es un compuesto abigarrado
y colosal de tendencias arquitectónicas en desuso, una
especie de Frankenstein de cemento y mamposterías.
Leopoldo
Artuccio sostiene que ese carácter espurio, que aleja
al Salvo de todo racionalismo, no se debe al eclecticismo histórico
sino a la fecundidad desorbitada y sin control de Palanti, a
quien califica como "un lírico desmesurado".
Tal vez esa hipertelia donde "la forma básica
desaparece bajo la caparazón decorativa", ese
gigantismo gratuito, es lo que lleva a los montevideanos a atribuirle
- a falta de otra utilidad - una función simbólica.
Si un
edificio, según el dictamen de Lecorbusier, debe ser una
máquina de vivir, el Palacio Salvo es una máquina
de representar a Montevideo. Circula, aún entre los contempladores
menos expertos, la convicción de que ese enorme constructo
carece de practicidad y de estilo; por eso se lo suele definir o
comentar como un símbolo - inmotivado, arbitrario - de
la ciudad. Hace pocos años,
la señora Renata G. de García Viera sintetizó
esas opiniones titulando un artículo suyo "El Palacio
Salvo como la gran grifa". Si esto es así la torre
del Salvo es una contrafigura de la de los panoramas. Ésta
había sido la mentalización que un poeta erigió
con la potencia de su escritura para tachar la
chatura de las tolderías de tontovideo.
El Salvo,
en cambio, paró su desaforado tamaño de mármol
y de portland (y también negó a su manera la ciudad que se agachaba
a sus pies como ante un Godzilla rococó). No había
ninguna escritura previa; no había
sentido: recordemos que nadie ganó el concurso de 1922,
que el diseño de Palanti fue uno más entre los proyectos
descartados. Si Herrera había levantado una torre conceptual,
el Salvo acumuló el discurso de su materialidad insignificante,
recubierta por una infección de pámpanos, guirnaldas,
faunos, floripondios y gárgolas. Formas caducas de la representación,
sistema de metáforas vencidas, que - alguien lo recordará
- un día de principios de los 1980 empezó a desmoronarse
aplastando con su peso muerto algunos autos japoneses que por
aquellos días empezaban a invadir la ciudad.
Alguien
recordará también que entonces un enérgico
militante
de la conservación y restauración de la memoria
urbana, el arquitecto Mariano Arana, lamentaba que nadie se hubiese
tomado el trabajo de realizar moldes de aquellos moldes caídos,
máscaras de máscaras, para su eventual reconstrucción.
Esta dilapidación de "superficies tan complejas
que la vista divaga por ellas sin sosiego ni apoyo, como un navío
en la tempestad" (Artuccio), ha sido convertida,
inesperadamente, en un aparato de hacer sentido, en "la
gran grifa". La gratuidad caprichosa de toda instancia
de significación se hace más notoria en este caso,
no sólo por la exagerada monumentalidad del significante
(el edificio mismo), sino por un cambio en la percepción
que el Uruguay tiene de sí
mismo. El rascacielos suntuario en cuyas entrañas desmanteladas
se celebraban en su tiempo las espesas bailaratas de Coco Bentancur,
es la ruina de una comunidad que se veía lanzada hacia
horizontes de grandeza y que luego encogió sus dimensiones.
A partir
del medio siglo, se ha hablado y escrito abundantemente sobre
la pequeñez del Uruguay. En 1963,
Carlos Maggi comenzaba su melancólica visión de
El Uruguay y su gente con una enumeración titulada
"cosas que faltan", en la cual consignaba, entre
otros ítems, que "nos gusta ser chicos...",
"no tenemos sentidido de la grandeur...", "nos
falta quilometraje para ser malvados...". Esa incapacidad
para producir excesos, fruto tal vez de lo que Real de Azúa
tituló El impulso y su freno, le permitía
a Maggi afirmar con cierto alivo que "aquí no
afloran pesadillas" como las que se dan en "zonas
subconcientes de la Tierra".
En un
contexto parecido (1965), Ángel
Rama
deploraba el provincianismo cultural "impregnado de escepticismo
y de cansera..., la pequeñez, la mezquindad, el escaso
impulso creador", describiendo el Uruguay de aquellos
tiempos (que hoy recordamos como fértiles o caóticos)
mediante una analogía con la siesta provincial. Más tarde, esa
idea se extendió, se vulgarizó y circuló
- primeramente de modo clandestino y resistente, para masificarse
luego - amonedada en el neologismo "paisito". Y epigonalmente,
Hugo Achugar, desde La balsa de la Medusa, luego de reiterar
la pequeñez uruguaya, advertía sobre los peligros
de tranformarse en un país "petiso".
Desde
esa perspectiva es obvio que resulta incómodo manipular
de un modo coherente una mole tan impracticable como el rascacielos
de Salvo. En ese Uruguay jibarizado o puerilizado, el Salvo no
cabe más que como monstruo: monumento bizarro a la megalomanía
del nouveau riche, quiosco hipertrofiado. Cualquier montevideano
ha oído a otro referirse al edificio con avergonzada ironía;
cualquier turista, deslumbrado por
su majestad algo arruinada, ha escuchado referir que Lecorbusier
aconsejó plantar a los pies del Salvo una piadosa enredadera
que velase su fealdad; se lo ha reducido a artefacto surrealista,
comparándolo con una vinagrera (Peloduro) y con una jirafa (Ferreiro).
III
Las controversias
por cuestiones de tamaño y de representación reaparecieron
en las últimas fronteras
del milenio.
El 30 de julio de 1997, entre el ruido de una polémica,
Julio María Sanguinetti colocó la piedra fundamental
de la Torre de las Telecomunicaciones de Antel. El empaque eufórico
que el ente utiliza para encomiar el proyecto desde su página
web, aunque prescinde de toda ironía, no se diferencia
lo suficiente del lenguaje con que Herrera describía la
fundación de su propia torre: "Se convertirá
en un mojón dominante en la silueta de Montevideo, contribuyendo
de forma decisiva al embellecimiento y modernización de
la imagen urbana... su inauguración marcará para
la imagen de Montevideo y del Uruguay todo el fin anticipado del
siglo XX y la decidida y promisoria entrada del país al
siglo XXI y al Tercer Milenio".
La erección
de este signo mayúsculo como inicial del milenio, esta
catedralicia y algo ingenua celebración de la tecnología
como parte de un proyecto épico, el Plan
Fénix,
puso en escena un conflicto en cuyo centro protagónico
estuvo Sanguinetti y que puede ser visto como parodia de un episodio
fáustico.
En el
final del drama de Goethe, Fausto se convierte en lo que Marshall
Berman (Todo
lo sólido se disuelve en el aire) llama el desarrollista, héroe moderno al servicio
del imperio cuya misión es construir puertos y diques,
ganar tierras al mar y, fundamentalmente, erigir un faro tremebundo
que comunique su propio espacio al resto del orbe y que haga visible
su territorio para el resto del orbe. Para eso debe arrasar la
resistencia inmovilista de una pareja de viejecitos que tenían
instalada su granja (arcadia pastoril, enclave premoderno) en
el sitio destinado a la torre.
Así,
el entonces presidente (a quien, en el momento de la despedida,
su colega brasileño Cardoso definió como renacentista)
se presentó ataviado de su sombrero y su gesticulación
mostrando maquetas propias de Los Jetsons o de Futurama,
cuantificando con guarismos abrumadores el tamaño de su
esperanza: 47.444 metros cuadrados de construcción, 17.321
metros cuadrados destinados a oficinas y servicios, 2.138 metros
cuadrados para la colocación de antenas que vinculen al
Uruguay con la galaxia, sin dejar de lado un considerable metraje
para la instalación de un museo, contrapartida clásica
y humanística del frenesí tecno del proyecto.
Más
allá de los aspectos económicos, de las sospechas,
la viabilidad, los dudosos beneficios y beneficiarios, nadie dejó
de intuir que Sanguinetti, con ademanes de titán y con
menos verosimilitud de la exigida, un redimensionamiento de nuestra
comunidad imaginaria. Se trataba de instituir un símbolo
pomposo que permitiera al Uruguay agigantarse ante su propia mirada,
una nueva máquina de representar, otra Torre. En este terreno
se planteó la controversia pública, sintetizada
por el ex presbítero Juan Martín Posadas con una
pregunta retórica: "Piense un poco, ¿el desarrollo del siglo XXI está
en las cosas grandes o en las cosas chiquitas?".
|
|