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ISSN 1688-1672

 



HERRERA Y REISSIG, JULIO - TORRE DE LOS PANORAMAS - TORRE DE ANTEL - PALACIO SALVO - PLAN FÉNIX

Tres tristes torres

Gustavo Espinosa

La Torre de los Panoramas, que aún se sostiene en la calle Ituzaingó 1255, era un mirador cúbico, más parecido a un casco de estancia que a un pararrayos celeste o a un rompeolas de las eternidades (como decía Darío)


I

Hace casi 100 años, Julio Herrera escribió un poema compuesto por 43 décimas al cual tituló La Torre de las Esfinges. Es una especia de payada gótica, un milongón hermético y darkie que la crítica nunca ha podido leer con comodidad. Darío, quien se había referido a sus colegas los poetas como "torres de Dios", no pudo interpretar esta torre más que como el documento rimado de un trip o de una resaca: "Quiero creer que en la elaboración de este poema ha intervenido el fármacon, vapor sutil o alcaloide transformador". Poco tiempo antes, Herrera, escritor al que sus contemporáneos diagnosticaron turrieburnismo, había insituido en el techo de la casa de sus padres otra torre: "allá por mil novencientos fundé la celebérrima émula de las torres de Babel, de Babilonia, de Alejandría, de Persia, de Eiffel, es decir, la de los Panoramas".

Al igual que las 43 décimas, esta torre fue también una operación megalómana e irónica de la escritura: la azotea - sobre la cual bien se puede imaginar un tendal de calzoncillos modernistas - era llamada la ruzafa de los espectros, las paredes eran las murallas del Aqueronte, la Estigia, las bocas del Flagetón y los aledaños de ultratumba; la escalera de lata que llevaba al mirador era la senda de Latona. Frente a semejante toponimia cualquier edificio resulta decepcionante; la Torre de los Panoramas, que aún se sostiene en la calle Ituzaingó 1255, era un mirador cúbico, más parecido a un casco de estancia que a un pararrayos celeste o a un rompeolas de las eternidades (como decía Darío). En el interior, tras un cartel platónico que prohibía el ingreso a los uruguayos, había una mesa, dos sillas, dos floretes viejos y un bonete turco. Allí, Herrera y Reissig guitarreaba, leía sus poemas y jugaba el juego de la copa con sus amigos.

El escritor pretendía que su azotea generara una especie de vanguardia poética, que desde su bulín parnasiano saliera "el sol de todo lo fino y lo vibrante que hoy saborea el público infeliz". Alguno de los contertulios estimó, ya en 1908, que ese propósito había sido alcanzado, pues desde la torre se había llevado a cabo "la higienización literaria del ambiente" y se había prepardo "el porvenir literario de la república". Aún 50 años después, Rodríguez Monegal señalaba, advirtiendo ya la desproporción entre la pobre infraestructura del cenáculo y sus pretensiones titánicas, que en "ese altillo inflacionariamente calificado de Torre de los Panoramas, Herrera y Reissig estaba llevando a cabo una revolución poética".

Pero en verdad esta torre no funcionó como movimiento o como proyecto colectivo; cuando el poeta murió en 1910, el cenáculo ya hacía tiempo había claudicado. Si se repasa una lista de quienes allí se reunían (López Rocha, Demarchi, Saralegui, Picón, Caracciolo, Guaglianone, etc.) sólo encontramos un grupo de señores o señoritos uruguayos que pronto se perdieron en la burocracia o en el servicio diplomático.

La torre sólo fue el parnaso virtual de un poeta único, el espacio imaginario que tuvo que fabular para emitir desde allí un discurso delirante compuesto de nocterimias, eufocordias, eglogánimas y sicologaciones morbopanteístas. La escritura de Herrera desdecía radicalmente (con gesto vanguardiasta, como se ha señalado) su contexto; la torre fue ni más ni menos que un aparato de amplificación de esa escritura. No necesitó de un correlato edilicio: fue una especie de ready made, una pieza desahogo en cuyo frontispicio Herrera escribió "torre de los panoramas".

II


Muertos Herrera y
Delmira Agustini, clausurados por el airado panegírico de Zum Felde y por la crónica policial respectivamente, el Uruguay no volvió a generar una escritura tan provocadora y reactiva. En la década del 20 ni el Batllismo ni la casualidad produjeron, ni siquiera por contagio del ultraísmo porteño o de la antropofagia paulista, esa especie de contradiscurso espectacular y acrobático que caracterizó aquellos tiempos. Hubo sí otra torre: el Palacio Salvo, que comenzó a diseñarse en 1922, año en que se convocó el concurso de proyectos y se inauguró algunos años más tarde. Realizado por el arquitecto argentino Mario Palanti, es un compuesto abigarrado y colosal de tendencias arquitectónicas en desuso, una especie de Frankenstein de cemento y mamposterías.

Leopoldo Artuccio sostiene que ese carácter espurio, que aleja al Salvo de todo racionalismo, no se debe al eclecticismo histórico sino a la fecundidad desorbitada y sin control de Palanti, a quien califica como "un lírico desmesurado". Tal vez esa hipertelia donde "la forma básica desaparece bajo la caparazón decorativa", ese gigantismo gratuito, es lo que lleva a los montevideanos a atribuirle - a falta de otra utilidad - una función simbólica.

Si un edificio, según el dictamen de Lecorbusier, debe ser una máquina de vivir, el Palacio Salvo es una máquina de representar a Montevideo. Circula, aún entre los contempladores menos expertos, la convicción de que ese enorme constructo carece de practicidad y de estilo; por eso se lo suele definir o comentar como un símbolo - inmotivado, arbitrario - de la ciudad. Hace pocos años, la señora Renata G. de García Viera sintetizó esas opiniones titulando un artículo suyo "El Palacio Salvo como la gran grifa". Si esto es así la torre del Salvo es una contrafigura de la de los panoramas. Ésta había sido la mentalización que un poeta erigió con la potencia de su escritura para tachar la chatura de las tolderías de tontovideo.

El Salvo, en cambio, paró su desaforado tamaño de mármol y de portland (y también negó a su manera la ciudad que se agachaba a sus pies como ante un Godzilla rococó). No había ninguna escritura previa; no había sentido: recordemos que nadie ganó el concurso de 1922, que el diseño de Palanti fue uno más entre los proyectos descartados. Si Herrera había levantado una torre conceptual, el Salvo acumuló el discurso de su materialidad insignificante, recubierta por una infección de pámpanos, guirnaldas, faunos, floripondios y gárgolas. Formas caducas de la representación, sistema de metáforas vencidas, que - alguien lo recordará - un día de principios de los 1980 empezó a desmoronarse aplastando con su peso muerto algunos autos japoneses que por aquellos días empezaban a invadir la ciudad.

Alguien recordará también que entonces un enérgico militante de la conservación y restauración de la memoria urbana, el arquitecto Mariano Arana, lamentaba que nadie se hubiese tomado el trabajo de realizar moldes de aquellos moldes caídos, máscaras de máscaras, para su eventual reconstrucción. Esta dilapidación de "superficies tan complejas que la vista divaga por ellas sin sosiego ni apoyo, como un navío en la tempestad" (Artuccio), ha sido convertida, inesperadamente, en un aparato de hacer sentido, en "la gran grifa". La gratuidad caprichosa de toda instancia de significación se hace más notoria en este caso, no sólo por la exagerada monumentalidad del significante (el edificio mismo), sino por un cambio en la percepción que el Uruguay tiene de sí mismo. El rascacielos suntuario en cuyas entrañas desmanteladas se celebraban en su tiempo las espesas bailaratas de Coco Bentancur, es la ruina de una comunidad que se veía lanzada hacia horizontes de grandeza y que luego encogió sus dimensiones.

A partir del medio siglo, se ha hablado y escrito abundantemente sobre la pequeñez del Uruguay. En 1963, Carlos Maggi comenzaba su melancólica visión de El Uruguay y su gente con una enumeración titulada "cosas que faltan", en la cual consignaba, entre otros ítems, que "nos gusta ser chicos...", "no tenemos sentidido de la grandeur...", "nos falta quilometraje para ser malvados...". Esa incapacidad para producir excesos, fruto tal vez de lo que Real de Azúa tituló El impulso y su freno, le permitía a Maggi afirmar con cierto alivo que "aquí no afloran pesadillas" como las que se dan en "zonas subconcientes de la Tierra".

En un contexto parecido (1965), Ángel Rama deploraba el provincianismo cultural "impregnado de escepticismo y de cansera..., la pequeñez, la mezquindad, el escaso impulso creador", describiendo el Uruguay de aquellos tiempos (que hoy recordamos como fértiles o caóticos) mediante una analogía con la siesta provincial. Más tarde, esa idea se extendió, se vulgarizó y circuló - primeramente de modo clandestino y resistente, para masificarse luego - amonedada en el neologismo "paisito". Y epigonalmente, Hugo Achugar, desde La balsa de la Medusa, luego de reiterar la pequeñez uruguaya, advertía sobre los peligros de tranformarse en un país "petiso".

Desde esa perspectiva es obvio que resulta incómodo manipular de un modo coherente una mole tan impracticable como el rascacielos de Salvo. En ese Uruguay jibarizado o puerilizado, el Salvo no cabe más que como monstruo: monumento bizarro a la megalomanía del nouveau riche, quiosco hipertrofiado. Cualquier montevideano ha oído a otro referirse al edificio con avergonzada ironía; cualquier turista, deslumbrado por su majestad algo arruinada, ha escuchado referir que Lecorbusier aconsejó plantar a los pies del Salvo una piadosa enredadera que velase su fealdad; se lo ha reducido a artefacto surrealista, comparándolo con una vinagrera (Peloduro) y con una jirafa (Ferreiro).

III

Las controversias por cuestiones de tamaño y de representación reaparecieron en las últimas fronteras del milenio. El 30 de julio de 1997, entre el ruido de una polémica, Julio María Sanguinetti colocó la piedra fundamental de la Torre de las Telecomunicaciones de Antel. El empaque eufórico que el ente utiliza para encomiar el proyecto desde su página web, aunque prescinde de toda ironía, no se diferencia lo suficiente del lenguaje con que Herrera describía la fundación de su propia torre: "Se convertirá en un mojón dominante en la silueta de Montevideo, contribuyendo de forma decisiva al embellecimiento y modernización de la imagen urbana... su inauguración marcará para la imagen de Montevideo y del Uruguay todo el fin anticipado del siglo XX y la decidida y promisoria entrada del país al siglo XXI y al Tercer Milenio".

La erección de este signo mayúsculo como inicial del milenio, esta catedralicia y algo ingenua celebración de la tecnología como parte de un proyecto épico, el Plan Fénix, puso en escena un conflicto en cuyo centro protagónico estuvo Sanguinetti y que puede ser visto como parodia de un episodio fáustico.

En el final del drama de Goethe, Fausto se convierte en lo que Marshall Berman (Todo lo sólido se disuelve en el aire) llama el desarrollista, héroe moderno al servicio del imperio cuya misión es construir puertos y diques, ganar tierras al mar y, fundamentalmente, erigir un faro tremebundo que comunique su propio espacio al resto del orbe y que haga visible su territorio para el resto del orbe. Para eso debe arrasar la resistencia inmovilista de una pareja de viejecitos que tenían instalada su granja (arcadia pastoril, enclave premoderno) en el sitio destinado a la torre.

Así, el entonces presidente (a quien, en el momento de la despedida, su colega brasileño Cardoso definió como renacentista) se presentó ataviado de su sombrero y su gesticulación mostrando maquetas propias de Los Jetsons o de Futurama, cuantificando con guarismos abrumadores el tamaño de su esperanza: 47.444 metros cuadrados de construcción, 17.321 metros cuadrados destinados a oficinas y servicios, 2.138 metros cuadrados para la colocación de antenas que vinculen al Uruguay con la galaxia, sin dejar de lado un considerable metraje para la instalación de un museo, contrapartida clásica y humanística del frenesí tecno del proyecto.

Más allá de los aspectos económicos, de las sospechas, la viabilidad, los dudosos beneficios y beneficiarios, nadie dejó de intuir que Sanguinetti, con ademanes de titán y con menos verosimilitud de la exigida, un redimensionamiento de nuestra comunidad imaginaria. Se trataba de instituir un símbolo pomposo que permitiera al Uruguay agigantarse ante su propia mirada, una nueva máquina de representar, otra Torre. En este terreno se planteó la controversia pública, sintetizada por el ex presbítero Juan Martín Posadas con una pregunta retórica: "Piense un poco, ¿el desarrollo del siglo XXI está en las cosas grandes o en las cosas chiquitas?".

 

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