La 4ª guerra mundial está en otra parte
Eventos mundiales no nos han faltado, de la muerte de Diana al
Mundial de fútbol -o eventos violentos y reales, de guerras a genocidios.
Pero eventos simbólicos de envergadura mundial, es decir
no sólo de difusión mundial, sino capaces de poner
en jaque a la misma mundialización - ninguno. A lo largo
de este estancamiento de los años 90 se ha extendido la
"huelga de los eventos" (según
la expresión del escritor argentino Macedonio Fernández). Bueno, se acabó la
huelga.
Los eventos han levantado sus brazos caídos. Es más,
con los atentados de Nueva York
y del World Trade Center
lo que tenemos es un evento absoluto, la "madre" de
los eventos, el evento puro que concentra en sí todos
los eventos que nunca tuvieron lugar. Todo el juego de la historia
y del poder queda subvertido, y al mismo tiempo las condiciones
del análisis.
Tenemos que darnos tiempo. Pues mientras los eventos se estancaban,
había que anticiparse e ir más rápido que
ellos. Cuando se aceleran de esta manera, toca correr menos.
Sin dejarse por eso sepultar bajo la caterva de discursos y el
nubarrón de la guerra, manteniendo al mismo tiempo intacto
el fulgor inolvidable de
las imágenes.
Todos los discursos y los comentarios delatan una gigantesca
evitación compulsiva del evento mismo y de la fascinación
que ejerce. La condena moral, la unión sagrada contra
el terrorismo
están a la medida del prodigioso júbilo inherente
a la visión de la destrucción de esta superpotencia
mundial, más aún, de cierta manera destruida por
ella misma, suicidándose de lo más lindo. Ella
es la que, mediante su poder insoportable, ha venido fomentando
toda esta violencia infusa en el mundo, y por ende esta imaginación
terrorista que (sin saberlo) nos habita a todos.
Que hayamos soñado este evento, que todos sin excepción
hayamos tenido parte en el sueño de este evento, ya que
nadie puede substraerse al sueño de la destrucción
de cualquier potencia que alcance semejante exceso de hegemonía,
eso es lo que resulta inaceptable para la conciencia moral occidental,
y sin embargo es un hecho, por de más a la medida de la
patética violencia de todos los discursos que quieren
borrarlo.
En suma, ellos lo hicieron, pero nosotros lo quisimos. Al no
tener en cuenta esta circunstancia se quita al evento toda su
dimensión simbólica, es un accidente puro, un acto
puramente arbitrario, la fantasmagoría asesina de algunos
fanáticos, asunto cerrado al suprimirlos. Ahora bien sabemos
perfectamente que no es así. De aquí todo el delirio
contra-fóbico y exorcístico: porque está
ahí, por doquier, como un obscuro objeto del deseo.
Sin esta complicidad profunda, el evento no tendría toda
la repercusión que tuvo, y en su estrategia simbólica
con toda certeza los terroristas saben que pueden contar con
esta complicidad inconfesable. Lo que desborda abundantemente
el odio hacia la potencia mundial dominante entre los desheredados
y los explotados, entre los que han caído del mal lado
del orden mundial. Este deseo malvado está en el corazón
mismo de quienes comparten sus beneficios.
La alergia a cualquier orden definitivo, a cualquier potencia
definitiva, afortunadamente, es universal, y las dos torres del
World Trade Center encarnaban perfectamente, justamente en su
gemelidad, este orden definitivo. Ninguna necesidad de pulsión
de muerte o de destrucción, ni siquiera de efecto
perverso. De manera muy lógica e inexorablemente el incremento
aluvional de la potencia incrementa la voluntad de destruirla.
Ella es cómplice de su propia destrucción.
Al derrumbarse las dos torres se tenía la impresión
de que estuvieran respondiendo al suicidio
de los pilotos mediante su propio suicidio.
Se ha dicho: - "Dios no puede declararse la guerra a sí
mismo". Y bien, sí puede. Occidente, en posición
de Dios (de omnipotencia
divina y legitimidad moral absoluta) se
vuelve suicida y se declara la guerra a sí mismo.
Innumerables películas-catástrofes dan testimonio
de este fantasma,
que evidentemente ellas mismas conjuran por intermedio de la
imagen, ahogándolo
todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción universal
que ejercen, tal como la pornografía,
muestra que el pasaje al acto está siempre a un paso -la
veleidad de denegación de cualquier sistema es tanto más
intensa cuanto más el sistema se aproxima a la perfección
o a la omnipotencia.
Por otra parte es verosímil que los terroristas (¡tal como los expertos !) no hayan previsto el derrumbe
de las Twin Towers, ruina que, mucho más que la del Pentágono,
proporciona el trauma simbólico más fuerte. El
derrumbe simbólico de todo un sistema se ha llevado a
cabo mediante una complicidad imprevisible, como si al derrumbarse
a sí mismas, suicidándose, las torres hubiesen
entrado en juego para dar al evento el último toque.
En cierto sentido es el sistema entero que, por su fragilidad
interna, apoya la acción inicial. Cuanto más el
sistema se concentra mundialmente, llegando a constituir en últimas
una sola red, tanto más se vuelve vulnerable en un sólo
punto (ya un solitario hacker filipino, desde
el rincón de su computador portátil, había
logrado lanzar el virus I love you que dio la vuelta al
mundo devastando redes enteras).
En este caso son 18 kamikazes los que, gracias al arma absoluta
de la muerte,
multiplicada por la eficiencia tecnológica, activan un
proceso catastrófico global.
Cuando la situación es monopolizada a esta escala por
la potencia mundial, cuando se enfrenta esta formidable condensación
de todas las funciones aglomeradas en la maquinaria tecnocrática
y el pensamiento único, ¿qué camino queda
distinto de un transfert terrorista de la situación
? Es el sistema mismo que ha creado las condiciones objetivas
de esta retorsión brutal. Barajando a su favor todos los
naipes, constriñe el Otro
a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son feroces,
porque feroz es la apuesta. A un sistema cuyo propio exceso de
poder plantea un reto irresoluble, los terroristas responden
mediante un acto definitivo cuyo intercambio es igualmente imposible.
El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible
al corazón de un sistema de intercambio generalizado.
Todas las singularidades (las
especies, los individuos, las culturas) que han pagado con su muerte la instalación
de una circulación mundial dominada por una potencia única
hoy se vengan gracias a este transfert terrorista de situación.
Terror contra terror -ninguna ideología detrás
de esto. Ya estamos mucho más allá de la ideología
y de lo político. Ninguna ideología, ninguna causa,
ni siquiera islámica, puede rendir cuenta de la energía
que ha alimentado al terror.
Esto ya ni siquiera tiene en la mira la transformación
del mundo, esto tiene en la mira (como
las herejías en su tiempo)
la radicalización del mundo mediante el sacrificio, mientras
el sistema pretende realizarlo mediante la fuerza.
El terrorismo, como las bacterias virales, está en todas
partes. Hay una diseminación mundial del terrorismo, que
es como la sombra de todo sistema de dominación, en todas
partes pronta a despertar como un agente doble. Ya no hay una
línea de demarcación que permita filtrarlo, está
en el corazón mismo de esta cultura que lo combate, y
la fractura visible (y el
odio) que a nivel
mundial opone al mundo occidental los explotados y los sub-desarrollados
alcanza secretamente la fractura que serpentea al interior del
sistema dominante. Éste puede hacer frente a cualquier
antagonismo visible. Pero el otro es de estructura viral -como
si todo aparato de dominación secretara su antidispositivo,
su propio fermento de desaparición- y contra esta forma
de reversión casi automática de su propia potencia,
el sistema no puede hacer nada. El terrorismo es la onda de choque
de esta reversión muda.
En consecuencia no se trata de un choque de civilizaciones o
de religiones, y desborda ampliamente Islam y USA, sobre los
que se intenta focalizar el conflicto para darse la ilusión
de un enfrentamiento visible y de una solución de fuerza.
Se trata sin duda de un antagonismo fundamental. Que, sin embargo,
a través del espectro de USA
(quizás su epicentro, pero de ninguna manera la encarnación
de la mundialización por sí solo) y a través del espectro del Islam
(que tampoco es la encarnación
del terrorismo),
designa la mundialización triunfante en conflicto consigo
misma.
En este sentido, podemos ciertamente hablar de una
guerra mundial, no de la tercera, sino de la cuarta y única
verdaderamente mundial, ya que tiene como apuesta la mundialización
misma. Las dos primeras respondían a la imagen clásica
de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa
y de la era colonial. La segunda puso fin al nazismo.
La tercera -porque la hubo- bajo las especies de la guerra fría
y de la disuasión, puso fin al comunismo. Al pasar de
la una a la otra cada vez nos hemos acercado más a un
orden mundial único. Llegado virtualmente a su cumplimiento
este orden hoy se encuentra con las fuerzas antagónicas
difusas por doquier en el corazón mismo de lo mundial,
en todas las convulsiones actuales.
Guerra fractal de todas
las células, de todas las singularidades que se rebelan
en forma de anticuerpos. Enfrentamiento tan poco localizable
que de vez en cuando se hace necesario salvar la idea de guerra
mediante montajes escenográficos espectaculares, como
el del Golfo y actualmente el de Afganistán. Pero la cuarta
guerra mundial está en otra parte. ¡Está
en lo que hechiza cualquier orden mundial, cualquier dominación
hegemónica ! Si el Islam dominara el mundo el terrorismo
se levantaría contra el Islam. Pues el mundo mismo resiste
la mundialización.
El terrorismo es inmoral. El evento del World Trade Center, este
desafío simbólico, es inmoral, y responde a una
mundialización ella misma inmoral.
Seamos entonces inmorales nosotros también y, si se quiere
comprender algo del asunto, vámonos a mirar un poco más
allá del Bien
y del Mal. Al disponer por una vez de un evento que desafía
no sólo a la moral sino a toda forma de interpretación,
intentemos la inteligencia del Mal.
El punto crucial está justamente ahí: en el contrasentido
total de la filosofía occidental, la de las Luces, en
lo que atañe a la relación del Bien con el Mal.
Creemos ingenuamente que el progreso del Bien, su incremento
de poder en todos los dominios (ciencias,
técnicas, democracia, derechos del hombre) corresponde a una derrota del
Mal. Ahora bien, nadie parece haber entendido que el Bien y el
Mal incrementan su potencia simultáneamente, y según
el mismo movimiento. El triunfo del uno no conlleva la derrota
del otro, muy al contrario. Se considera el Mal, metafísicamente,
como rebaba accidental, pero este axioma, del que proceden todas
las modalidades maniqueas de la lucha entre el Bien y el Mal,
es ilusorio. El Bien no reduce el Mal, tampoco viceversa: son
a la vez irreductibles el uno al otro y su relación es
inextricable. En el fondo, el Bien podría poner en jaque
al Mal tan sólo renunciando a ser el Bien, pues, apropiándose
el monopolio mundial del poder, conlleva por eso mismo una reactivación
violenta de intensidad directamente proporcional.
En el universo tradicional todavía se daba un balanceo
del Bien y del Mal, según una relación dialéctica
que de alguna manera aseguraba la tensión y el equilibrio
del universo moral -algo así como en la guerra fría
el cara-a-cara de las dos potencias aseguraba el equilibrio del
terror. Así que ninguna supremacía del uno sobre
el otro. Este balanceo se rompe desde el momento en que se produce
una extrapolación total del Bien (hegemonía
de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión
de la muerte, de toda fuerza potencialmente adversa - triunfo
de los valores del Bien sobre toda la línea).
A partir de ahí el equilibrio se ha roto, y es como si
el Mal retomara entonces una autonomía invisible, desarrollándose
entonces con intensidad exponencial.
A proporciones guardadas, viene a ser un poco lo que se ha dado
en el orden político con la cancelación del comunismo
y el triunfo mundial de la potencia liberal: se abulta entonces
un enemigo fantasmal, empapándolo todo a lo largo y ancho
del planeta, filtrándose por todas partes como un virus,
asomándose desde todos los intersticios de la potencia.
El Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil de
la cristalización de este antagonismo. Este antagonismo
está en todas partes, está en cada uno de nosotros.
Así que terror contra terror. Pero terror asimétrico.
Y es esta asimetría que deja a la omnipotencia mundial
completamente desarmada. A las armas cortas consigo misma, no
puede sino empantanarse en su propia lógica de las relaciones
de fuerza, sin poder intervenir sobre el terreno del desafío
simbólico y de la muerte, de la que ya no tiene la menor
idea por haberla expulsado de su propia cultura.
Hasta ahora esta potencia integradora ha podido absorber y reabsorber
cualquier crisis a sus anchas, cualquier negatividad, creando
por eso mismo una situación hondamente desesperante (no sólo para los condenados de
la tierra, sino también para los que tienen su puestico
asegurado y para los privilegiados, en su comodidad radical).
El evento básico es que los terroristas han dejado de
suicidarse en pura pérdida, poniendo en juego su propia
muerte de manera ofensiva y eficaz, según una intuición
estratégica que es simplemente la de la inmensa fragilidad
del adversario, la de un sistema que ha llegado a su cuasi-perfección,
y de golpe vulnerable al mínimo chispazo. Han logrado
convertir su propia muerte en un arma absoluta contra un sistema
que vive de la exclusión de la muerte, cuyo ideal es el
de muerte-cero. Todo sistema de muerte-cero es un sistema de
suma anulada. Y todos los medios de disuasión y de destrucción
nada pueden contra un enemigo que ya hizo de su muerte un arma
contra-ofensiva. "¡Qué importan los bombardeos
norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas
de morir como los gringos de seguir viviendo!" De aquí
la inequivalencia de los 7.000 muertos infligidos de un sólo
golpe a un sistema de muerte-cero. De manera que, aquí,
todo está en juego a partir de la muerte, no sólo
por la irrupción brutal de la muerte en directo y tiempo
real, sino por la irrupción de una muerte mucho más
que real: simbólica y sacrificial- es decir el evento
absoluto y sin apelación.
La magia gris del nuevo terrorismo
Tal es el espíritu del terrorismo. No atacar nunca el
sistema en términos de relaciones de fuerza. Éste
es el imaginario (revolucionario) impuesto por el sistema mismo,
que sobrevive a condición de reconducir incesantemente
a quienes le atacan sobre el terreno de la realidad, que es para
siempre suyo. Pero desplazar la lucha en la esfera simbólica,
donde la norma es la del desafío, de la reversión,
del sobreprecio. De manera tal que no se pueda responder a la
muerte sino mediante una muerte igual o superior. Desafiar al
sistema mediante un don al que no se puede contestar sino mediante
la propia muerte y su propio derrumbe.
La hipótesis terrorista, es que el sistema mismo se suicide
en respuesta a los múltiples desafíos de la muerte
y del suicidio. Pues ni el sistema ni el poder mismos pueden
substraerse a la obligación simbólica -y sobre
esta trampa descansa la única oportunidad de su catástrofe.
En el ciclo vertiginoso del imposible intercambio de la muerte,
la muerte del terrorista es un punto infinitesimal que, sin embargo,
provoca una aspiración, una ventosa de vacío, un
convenir gigantescos. Alrededor de este punto ínfimo,
todo el sistema, de lo real y de la potencia, se densifica, se
titaniza, se recoge sobre sí mismo, y se abisma en su
propia supereficacia.
La táctica del modelo terrorista consiste en inducir un
exceso de realidad y en hacer que el sistema se derrumbe bajo
este exceso de realidad. Toda la ironía de la situación
juntamente con la violencia movilizada del poder se retuercen
en su contra, pues los actos terroristas son a la vez el espejo
exorbitante de su propia violencia y el modelo de una violencia
simbólica que le es prohibida, la única violencia
que no puede ejercer: la de su propia muerte. Por eso todo el
poder visible es impotente contra la muerte ínfima, pero
simbólica, de algunos individuos.
Es preciso rendirse a la evidencia: ha nacido un nuevo terrorismo,
una nueva forma de acción que entra en el juego y se apropia
de las normas del juego para perturbarlo más a fondo.
Esas gentes no sólo no se contentan con luchar con armas
desiguales, al poner en juego su propia muerte, a la que no hay
respuesta posible ("Son
unos cobardes"),
sino que se han apropiado de todas las armas de la potencia dominante.
El dinero y la especulación bursátil, las tecnologías
informáticas y aeronáuticas, la dimensión
espectacular y las redes
mediáticas: de la modernidad y de la mundialidad lo
han absorbido todo, sin modificar su meta, que es destruirlas.
Colmo del subterfugio, han llegado a utilizar la misma banalidad
de la vida norteamericana como máscara y doble juego.
Durmiendo en sus suburbios, leyendo y estudiando en familia,
antes de levantarse de un día para otro como bombas de
explosión diferida. El control infalible de esta clandestinidad
es casi tan terrorista cuanto el acto espectacular del 11 de
septiembre. Pues proyecta la sospecha sobre el primero que se
aparezca: ¿acaso cualquier ser inofensivo no puede ser
terrorista ? Si ellos han pasado inadvertidos, entonces cada
uno de nosotros es un criminal inadvertido (cada
avión también se vuelve sospechoso), y en el fondo puede ser cierto.
Lo que tal vez corresponde a una forma inconsciente de criminalidad
potencial, enmascarada y meticulosamente reprimida, pero siempre
susceptible, sino de resurgir, por lo menos de vibrar secretamente
ante el espectáculo del Mal.
Así el evento se ramifica hasta el detalle -fuente de
un terrorismo mental todavía más sutil. La diferencia
radical es que los terroristas, mientras disponen de las armas
que son las del sistema, disponen además de un arma fatal:
su propia muerte. Si se contentaran con enfrentar al sistema
con sus propias armas, serían eliminados inmediatamente.
Si le opusieran tan sólo su propia muerte, desaparecerían
con igual velocidad en un sacrificio inane -lo que hizo el terrorismo
hasta el día de hoy
(así los atentados suicidas palestinos) entregándose por eso mismo al
fracaso. El panorama cambia completamente desde el momento en
que conjugan todos los medios modernos disponibles con esta arma
altamente simbólica. La que multiplica al infinito el
potencial destructor. Es esta multiplicación de los factores
(que a nuestros ojos resultan
irreconciliables)
la que les confiere semejante superioridad. La estrategia muerte-cero,
por el contrario, la de la guerra "limpia", tecnológica,
deja precisamente de lado esta transfiguración del poder
"real" mediante el poder simbólico.
El problema se arma con el éxito prodigioso de tamaño
atentado, y para entender aunque sea algo nos toca arrancarnos
a nuestra óptica occidental para ir a ver qué pasa
en la organización y en las cabezas de los terroristas.
Entre nosotros una eficacia de tales proporciones supondría
un cálculo máximo, una racionalidad extremada,
que nos cuesta trabajo imaginar en otros. Y aún en nuestro
caso, como en toda organización racional o servicio secreto,
no habrían faltado líneas de huida y chapucerías.
Por ende el secreto de semejante éxito está en
otra parte. La diferencia es que, para ellos, no se trata de
un contrato de trabajo, sino de un pacto y de una obligación
sacrificial.
Tal obligación está más allá de cualquier
defección y de cualquier corrupción. El milagro
está en que se haya adaptado a la red mundial, al protocolo
técnico, sin perder un ápice de la complicidad
de vida y muerte.
Al contrario del contrato, el pacto no ata a individuos -su mismo
"suicidio" no es heroísmo individual, es un
acto sacrificial colectivo sellado por una exigencia ideal. Y
es la conjugación de los dos dispositivos: una estructura
operacional con un pacto simbólico, lo que hizo posible
un acto tan desmesurado.
Nosotros ya no tenemos la más remota idea de lo que es
un cálculo simbólico, como en el poker o
en el potlatch: apuesta mínima, resultado máxino.
Exactamente lo que han logrado los terroristas con el atentado
de Manhattan, que ilustraría muy bien la teoría
del caos: un choque inicial que provoca consecuencias incalculables,
mientras el gigantesco despliegue de los Americanos ("Tempestad del desierto") no logra sino efectos risibles
-el huracán, por así decirlo, se extingue en el
aleteo de una mariposa. El terrorismo suicidario es un terrorismo
de los pobres, éste es un terrorismo de ricos. Y eso es
precisamente lo que no nos aterra: que se hayan vuelto ricos
(no les faltan medios) sin dejar de querer nuestra
ruina. Claro está, según nuestro sistema de valores
hacen trampa: poner en juego su propia muerte no vale. Pero no
les importa, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.
Para no tener en consideración sus actos todo viene al
caso. Así se les trate de "suicidas" o de "mártires".
Para añadir en seguida que el martirio no prueba nada,
que no tiene nada que ver con la verdad, más aún
que (citando a Nietzsche) es el mismo enemigo número
1 de la verdad.
A no dudarlo, su muerte no prueba nada, pero no hay nada que
probar en un sistema en que la verdad misma no puede ser captada
-¿o somos nosotros que pretendemos detentarla?
Por otra parte este argumento moral se invierte. Si el martirio
voluntario de los kamikazes no prueba nada, entonces el martirio
involuntario de las víctimas del atentado tampoco, y hay
algo inconveniente y obsceno
en convertirlas en argumento moral (sin
ningún menoscabo por la consideración hacia sus
muertes y sus sufrimientos).
Otro argumento de mala fe: estos terroristas truecan su muerte
por un cupo en el paraíso. Su acto no es gratuito, por
ende no es auténtico. Sería gratuito solamente
si no creyeran en Dios, si la muerte fuera sin esperanza, como
lo es para nosotros (los
mártires cristianos descontaban justamente esta equivalencia
sublime). Así
que, también desde este punto de vista, no luchan con
armas iguales, puesto que tienen derecho a la salvación,
de la que nosotros ni siquiera podemos entretener la esperanza.
En efecto llevamos el luto de nuestra muerte, mientras ellos
pueden convertirla en una apuesta de altísima definición.
Al fin y al cabo, todo esto, la causa, la prueba, la verdad,
la recompensa, el fin y los medios, son modalidades de un cálculo
típicamente occidental. La misma muerte, la evaluamos
en tasas de interés, en términos de relación
calidad /precio. Cálculo económico que es un cálculo
de miserables que han llegado a carecer aún de valentía
necesaria para ponerle un precio.
¿Qué puede suceder por fuera de la guerra que se
reduce a una mera pantalla de protección convencional?
Se habla de bioterrorismo, de guerra bacteriológica o
de terrorismo nuclear. Sin embargo nada de esto pertenece al
orden del desafío simbólico, sino al de la aniquilación
sin articulación o frase, sin gloria, sin riesgo, al orden
de la solución
final. Ahora bien, es un contrasentido reconocer en la acción
terrorista una lógica meramente destructora. Me parece
que su propia muerte es inseparable de su acción (es justamente lo que la convierte en
un acto simbólico),
y de ninguna manera la eliminación impersonal del otro.
Todo el desafío está en la relación duelística,
es decir una vez más en la relación dual, personal,
con la potencia adversa. Ella ha humillado, es ella la que debe
ser humillada. Y no simplemente exterminada. Hay que hacerle
perder la cara. Lo que no se obtiene nunca mediante la fuerza
pura y la supresión del otro. Éste ha de ser contemplado
y herido en la adversidad cabal. Por encima del pacto que ata
a los terroristas entre sí, hay una suerte de pacto dual
con el adversario. Es entonces lo contrario de la cobardía
que se les achaca, y es exactamente lo contrario de lo que han
hecho los norteamericanos en la guerra del Golfo (y lo que están volviendo a hacer
en Afganistán):
blanco invisible, liquidación operacional.
De todas estas peripecias sobre todo retenemos la visión
de las imágenes. Y tenemos que retener esta impregnación
y su encantamiento, pues, lo queramos o no, son nuestra escena
primitiva. Y al radicalizar la situación mundial, los
eventos de Nueva York han radicalizado al mismo tiempo la relación
de la imagen con la realidad. Cuando estábamos metidos
en una profusión incesante de imágenes banales
y bajo una cascada de eventos de pacotilla, el acto terrorista
de Nueva York resucita a la vez la imagen y el evento.
Entre las demás armas del sistema que los terroristas
han revertido en su contra, han explotado el tiempo real de las
imágenes, su difusión mundial instantánea.
Se la han apropiado así como se han adueñado de
la especulación bursátil, la información
electrónica o la circulación aérea. El papel
de la imagen es altamente ambiguo. Pues mientras exalta el evento,
lo convierte en su rehén. Interviene como multiplicación
al infinito, y al mismo tiempo como diversión y neutralización
(así fue también
para los eventos del 68).
Lo que siempre se olvida
cuando se habla del "peligro" de los medios
de comunicación. La imagen consuma el evento, en el
sentido en que lo succiona y lo entrega como artículo
de consumo. Ciertamente le entrega un impacto inédito
hasta nuestra época, pero en cuanto evento-imagen. ¿Qué
pasa con el evento real, si en todas partes se diseminan la imagen,
la ficción, lo virtual? En el caso presente se creyó
reconocer (quizás
no sin algún alivio)
un resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un
universo supuestamente virtual. "Se acabaron todos vuestros
cuentos de los virtual, ¡esto sí es real !"
Simultáneamente se creyó asistir a una resurrección
de la historia
más allá de su fin anunciado. ¿Pero es cierto
que la realidad supera la fantasía ? Si se da los aires
de superarla es porque absorbió su energía, y ella
misma se ha vuelto fantasía. Hasta podríamos decir
que la realidad es celosa de la fantasía, que lo real
es celoso de la imagen... Es una suerte de reto lo que hay entre
ellas, a ver cuál será más inimaginable.
El derrumbe de las torres del World Trade Center es inimaginable,
pero no basta para hacerlo real. Un suplemento de violencia no
es suficiente para abrir la puerta de la realidad. Pues la realidad
es un principio, y es este principio el que se ha perdido.
Realidad y ficción son inextricables, y la fascinación
del atentado es ante todo la de la imagen (las
consecuencias de la dimensión del júbilo y a la
vez del nivel de la catástrofe, ellas mismas son en gran
parte imaginarias).
En esta ocasión entonces lo real se añade a la
imagen como una prima de terror, como un escalofrío de
adehala.
No sólo es aterrador, sino que además es real.
No es que la violencia de lo real se instale en primer lugar
y que se le sobreponga el escalofrío de la imagen, no:
la imagen está ahí en primer lugar, y se le encima
el escalofrío de lo real. Algo así como un vendaje
de ficción, una ficción sobrepasando la ficción.
Esta violencia terrorista por ende no viene a ser una encendida
reactivación de la realidad, ni mucho menos de la historia.
Esta violencia terrorista no es "real". Peor que eso:
es simbólica.
La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva.
Tan sólo la violencia simbólica es generadora de
singularidad. Y en este evento singular, en esta película-catástrofe
de Manhattan, se conjugan con la máxima intensidad los
dos elementos de la fascinación de masas del XX siglo:
la magia blanca del cine y la magia negra del terrorismo. La
luz blanca de la imagen, y la luz negra del terrorismo.
Se intenta a posteriori imponerle un sentido cualquiera, sacarle
cualquier interpretación. Pero no las hay, y es la radicalidad
del espectáculo, la brutalidad del espectáculo
que por sí sola es original e irreductible. El espectáculo
del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Y
en contra de esta fascinación inmoral
(aunque descargue una reacción moral universal) el orden político no
puede hacer nada. Es nuestro teatro
de la crueldad privado, el único que nos queda -extraordinario
en cuanto reúne el punto más alto de lo espectacular
y el punto más alto del desafío. Es al mismo tiempo
el micro-modelo fulgurante de un núcleo de violencia real
con cámara de eco maximizado -en consecuencia el modo
más puro de lo espectacular- y un modelo sacrificial que
opone al orden histórico y político la más
pura forma simbólica del desafío.
Cualquier masacre les sería perdonada, si tuviera un sentido,
si pudiera interpretarse como violencia histórica -éste
es el axioma moral de la buena conciencia. Cualquier violencia
les sería perdonada, si no fuera relanzada por los medios
de comunicación ("El
terrorismo no sería nada sin los media"). Pero todo esto es ilusorio.
No hay buen uso de los medios, los medios hacen parte del evento,
hacen parte del terror, y juegan en uno u otro sentido.
El acto represivo recorre la misma espiral imprevisible del acto
terrorista, nadie sabe dónde irá a parar, ni los
tiros por la culata que podrá solicitar. No hay distinción
posible, al nivel de las imágenes y de la información,
entre lo espectacular y lo simbólico, no hay distinción
posible entre el "crimen" y la represión. Y
este desencadenamiento incontrolable de la reversibilidad es
la verdadera victoria del terrorismo.
Victoria posible en las ramificaciones e infiltraciones subterráneas
del evento -no solamente en la recesión directa, económica,
política, bursátil y financiera del conjunto del
sistema, y en la recesión moral y psicológica que
de ello deriva, sino en la recesión del sistema de valores,
de toda la ideología de la libertad, de libre circulación,
etc., que era el orgullo de la civilización occidental,
y del que se prevalece para ejercer su mandato sobre el resto
del mundo. Hasta el extremo de que la idea de libertad, idea
nueva y reciente, ya está en trance de borrarse de las
costumbres y de las conciencias, mientras la mundialización
está a punto de realizarse en la forma diametralmente
opuesta: la de una mundialización policial, un control
total, un terror de la seguridad. La desregulación culmina
en un máximo de constricciones y restricciones equivalente
al de una sociedad fundamentalista.
Debilitamiento de la producción, del consumo, de la especulación,
del crecimiento (de la corrupción
¡eso sí que no!):
todo deja creer que el sistema mundial ponga en accción
un repliegue estratégico, una desgarradora revisión
de sus valores -según parece en reacción defensiva
contra el impacto del terrorismo, pero en el fondo respondiendo
a sus secretos impulsos- regulación forzada procedente
del desorden absoluto
que el desorden se impone a sí mismo, interiorizando de
alguna manera su propia derrota.
Otro aspecto de la victoria de los terroristas, es que todas
las otras formas de violencia y de desestabilización del
orden le favorecen: terrorismo informático, terrorismo
biológico, terrorismo del ántrax y del rumor, todo
es imputado a Ben Laden. El hombre hasta podría reivindicar
las catástrofes naturales. Todas las modalidades de desorganización
y de circulación perversa juegan a su favor. La misma
estructura del intercambio mundial generalizado juega en provecho
del intercambio imposible. Se trata de una suerte de escritura
automática del terrorismo, retroalimentado por el terrorismo
involuntario de la información.
Con todas las consecuencias pánicas resultantes: si en
todo este cuento de ántrax la intoxicación interviene
por sí misma por cristalización instantánea,
como una solución química al simple contacto de
una molécula, es porque todo el sistema ha alcanzado una
masa crítica que lo hace vulnerable a cualquier agresión.
No hay solución para este extremo estado de cosas, sobre
todo no la guerra que se limita a proponer una situación
de déjà-vu, con el consabido diluvio de
fuerzas militares, información fantasma, golpizas inútiles,
discursos de zorros patéticos, despliegues tecnológicos
e intoxicaciones. En breve, como en la guerra del Golfo, un sin-evento,
un evento que no ha tenido lugar verdaderamente. En lo que reside
su razón de ser: reemplazar un evento verdadero y formidable,
único e imprevisible, por un pseudo-evento repetitivo
ya visto.
El atentado correspondía a un desbordamiento del evento
por encima de todos los modelos interpretativos, por el contrario
esta guerra bestialmente militar y tecnológica corresponde
a un desbordamiento del modelo sobre el evento, por ende a una
apuesta fáctica y a un no-lugar. La guerra como prolongación
de la ausencia de política por otros medios.
Traducción
Bruno Mazzoldi
*Publicado
originalmente en Le Monde - 2.11.2001.
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