No es posible desmentir el repetido aserto de que vivimos en
una era de barullo; sí es dable, en cambio, ofrecer el
oído a ciertas manifestaciones que se sobreponen al estrépito
a partir de un temple particular. Este calibre resplandece en
las canciones de dos varones blancos y mitológicos -uno
difunto- que retomaron ritmos de negros: Van Morrison y Alfredo
Zitarrosa. Ambos, por sobre todo, reniegan de la seducción,
por lo menos en el término más obvio; por sobre
todo, incluso en sus arreglos, se trata de un decir.
Transmiten una emoción calma pero inquebrantable, se abren
paso a través de lo indiferenciado y resultan inconfundibles.
Si Zitarrosa era un milonguero aginebrado, en general acústico,
y Morrison es eléctrico, carpido en las laderas estrepitosas
del rock, ambos finalmente,
sine ira et studio, como diría Juvenal, con la tranquilidad
del que se sabe diciendo paciente, porfiadamente su verdad, terminan
ejerciendo una fuerza sedante. Y esto,
después de tanto heavy metal, obviamente no se debe
al antiquísimo clisé de que la música aplaca
a las fieras: por el contrario se debe a que, más que música,
ambos transmiten un ethos.
En términos de
emoción, el ethos no es característica de
los héroes; por el
contrario, se trata -dicen los retóricos viejos- de una
característica permanente del hombre común, relativamente
apacible. No transportan la pasión del héroe (tampoco la de los mártires del rock): no son trágicos,
porque la pasión es un estado emocional temporario. Aristóteles,
por ejemplo, distinguía en su retórica al ethos
como la disposición natural del individuo, su rasgo moral,
y lo oponía al pathos, que comparecía en
una situación dada y que el escriba u orador pretendía
contagiar a la audiencia.
En el caso de Van the
Man y Zitarrosa, ese temple o ethos, esa serenidad, no
es atribuible a lo musical sino a lo lírico;
ambos son por sobre todo artistas
que encontraron en la música popular el medio para hacer
efectivo aquello que no podían callar. Se podría,
por aquí, encontrar un rasgo distintivo del artista;
hay quienes pueden ejecutar (la
voz, la guitarra, la narración, la carbonilla) con destreza insuperable; hay otros
que, meramente, eligen la vía para transmitir lo que les
resulta imperativo expeler.
En Zitarrosa, por ejemplo, se verifica alguien que no nació
dotado para el canto y que sin embargo dejó obra;
a partir de ese empuje inicial produjo con esmero, y con sufrimiento,
según se sabe, un empaque, una máscara, por donde
sacó todo un registro sosegado: análogo es lo que
se observa en Morrison y acaso fuera aseverable que el ethos
es por sobre todo un empaque. Si fuera así, tendríamos
que, en muchos casos, el artista necesita
construir un empaque auroral por el que va saliendo la voz. Una
máscara, un coturno, como medio para decir la verdad. Y
si en términos trágicos o pasionales la catarsis
consiste en descubrir la verdad, tal vez en términos éticos
-o meramente artísticos- encontrar ese mecanismo o personaje
sea cosa de vida o muerte.
Porque nadie ignora que el que tiene para decir, pero calla, engendra
peste.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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