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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ETHOS - PATHOS - MORRISON, VAN - ZITARROSA, ALFREDO -

Empaque*

Amir Hamed

En términos de emoción, el ethos no es característica de los héroes; por el contrario, se trata -dicen los retóricos viejos- de una característica permanente del hombre común, relativamente apacible


No es posible desmentir el repetido aserto de que vivimos en una era de barullo; sí es dable, en cambio, ofrecer el oído a ciertas manifestaciones que se sobreponen al estrépito a partir de un temple particular. Este calibre resplandece en las canciones de dos varones blancos y mitológicos -uno difunto- que retomaron ritmos de negros: Van Morrison y Alfredo Zitarrosa. Ambos, por sobre todo, reniegan de la seducción, por lo menos en el término más obvio; por sobre todo, incluso en sus arreglos, se trata de un decir.

Transmiten una emoción calma pero inquebrantable, se abren paso a través de lo indiferenciado y resultan inconfundibles. Si Zitarrosa era un milonguero aginebrado, en general acústico, y Morrison es eléctrico, carpido en las laderas estrepitosas del rock, ambos finalmente, sine ira et studio, como diría Juvenal, con la tranquilidad del que se sabe diciendo paciente, porfiadamente su verdad, terminan ejerciendo una fuerza sedante. Y esto, después de tanto heavy metal, obviamente no se debe al antiquísimo clisé de que la música aplaca a las fieras: por el contrario se debe a que, más que música, ambos transmiten un ethos.

En términos de emoción, el ethos no es característica de los héroes; por el contrario, se trata -dicen los retóricos viejos- de una característica permanente del hombre común, relativamente apacible. No transportan la pasión del héroe (tampoco la de los mártires del rock): no son trágicos, porque la pasión es un estado emocional temporario. Aristóteles, por ejemplo, distinguía en su retórica al ethos como la disposición natural del individuo, su rasgo moral, y lo oponía al pathos, que comparecía en una situación dada y que el escriba u orador pretendía contagiar a la audiencia.

En el caso de Van the Man y Zitarrosa, ese temple o ethos, esa serenidad, no es atribuible a lo musical sino a lo lírico; ambos son por sobre todo artistas que encontraron en la música popular el medio para hacer efectivo aquello que no podían callar. Se podría, por aquí, encontrar un rasgo distintivo del artista; hay quienes pueden ejecutar (la voz, la guitarra, la narración, la carbonilla) con destreza insuperable; hay otros que, meramente, eligen la vía para transmitir lo que les resulta imperativo expeler.

En Zitarrosa, por ejemplo, se verifica alguien que no nació dotado para el canto y que sin embargo dejó obra; a partir de ese empuje inicial produjo con esmero, y con sufrimiento, según se sabe, un empaque, una máscara, por donde sacó todo un registro sosegado: análogo es lo que se observa en Morrison y acaso fuera aseverable que el ethos es por sobre todo un empaque. Si fuera así, tendríamos que, en muchos casos, el artista necesita construir un empaque auroral por el que va saliendo la voz. Una máscara, un coturno, como medio para decir la verdad. Y si en términos trágicos o pasionales la catarsis consiste en descubrir la verdad, tal vez en términos éticos -o meramente artísticos- encontrar ese mecanismo o personaje sea cosa de vida o muerte. Porque nadie ignora que el que tiene para decir, pero calla, engendra peste.


* Publicado originalmente en Insomnia

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