Los hábitos y azares cósmicos generan fabulaciones
tan alucinantes o tan bobas como ellos. Tal es el caso de la inclinación
del eje de la tierra, la ligera escoración del geoide o
pera, la ocurrencia -entre otros equinoccios- del solsticio de
verano, emergencias que activan en Uruguay una mitología
o -menos pomposamente- un repertorio de lugares comunes.
En Uruguay el verano se escribe, se
lee, se televisa (y
se vive) mediante diversos
y repetidos mecanismos fabulativos. Desierto imporductivo, deserción
de lo público, las signaturas del verano uruguayo son los
puntos suspensivos, el paréntesis: zzzzzz. Es el
tiempo denso de la siesta que se dilata y expande sobre el resto
de los tiempos y los anula; siesta larga del estado, del gigante
envejecido y engordado que duerme al sol; hiato (bostezo) de su retórica
hipertélica.
Esta dramática de la inmovilidad, en su forma clásica,
está confinada hoy a ciertos pueblos mediterráneos
del interior, sets perfectos para Juan Rulfo o Sergio Leone.
Bajo el mediodía de Illescas o Tupambaé (amparados
del sol sólo por los paraguas invertidos de las parabólicas,
vaciados de toda razón geopolítica que legitime
su sobrevida),
un zoom de verano podrá registrar la cal de
las paredes agrietándose, una lagartija fugaz, gotas de
saliva en la lengua de un perro, y otras fascinantes manifestaciones
de la vida.
El último domingo de noviembre ocurre el estallido electoral.
Inmediatamente, todavía aturdido, el Uruguay abre los ojos y ya se encuentra
en medio del verano. Se trata de un verano macro -esta vez milenarista-
que ocurre cada cinco años y acentúa su indolencia
contrastándola con el frenesí que lo antecede.
La satisfacción barroca de una campaña aullante,
el barullo pitagórico de encuestas y proyecciones, el
suspenso atolondrado de un sistema político atomizado
y promiscuo preceden y median la elección. A fin de octubre
de 1999 primero, a fin de noviembre después, llega la
gran explosión que alivia al cuerpo electoral de toda
esa ansiedad poniendo fin a la sobreexposición esquizofrénica:
gran orgasmo que suspende, por fin, el éxtasis; luego
del cual todo se deprime y se aletarga en la modorra tórrida
del verano.
Con el ballotage surge una metáfora más apocalíptica y precisa. El resultado
de las elecciones -acaso más que siempre- tiene efectos
de catástrofe: los ganadores pierden, los perdedores ganan,
los enemigos se abrazan, los aliados intercambian acusaciones,
la asamblea general es devastada y se ve renovada (en
un 75%) por el vértigo
de los escrutinios.
Y el reventón catastrófico agita y recalienta el
aire cálido de la siesta, potencia las temperaturas, creando
una especie de verano nuclear o estío escatológico
que, bajo una superficie lisa de quietud, esconden una perversa
vitalidad.
En principio, la tranquilidad abrupta de la siesta es percibida
como detonación invertida. No todos pudieron soportar la
bomba del silencio: durante los primeros instantes del verano
(del nuevo siglo) aullidos y rumores
cruzan el mediodía. Son las esquirlas de la euforia pervertida
en disforia (o
en teoría paranoica de la conspiración), escenificada por
los sobrevivientes que gritan sus denuncias de fraude cubiertos
por las cenizas del desastre o los residuos de la fiesta.
Poco
a poco parece irse restaurando la calma.
Parece: hay figuras que se fragmentan (el bipartidismo) y hay, también, como en
Pompeya e Hiroshima, formas que coalgulan, se plasman e imprimen
quién sabe hasta cuándo. Por ejemplo, una
forma letrada y urbana, infatuada y tribunicia de lo político
que comienza a montar su aparatosa ingeniería en medio
del desierto.
La misma atomización, sin embargo, tendrá que resolverse
fatalmente en nuevas mezclas, en fusiones, ficciones y fisiones novedosas,
emergencias que tienen lugar bajo la superficie imperturbable
del páramo, en los insterticios de las rocas calcinadas
por el sol del tercer milenio.
En los refugios y dormitorios más recónditos estarán
ocurriendo los flirteos solapados, se estará rebullendo
la sopa biológica para lubricar la máquina desmontada y desparramada
en fragmentos irreconciliables.
Acaso los nuevos organismos sean monstruosos; tal vez -por su origen espurio-
nazcan condenados a una vida breve e infructuosa.
Pero esto aun no lo puede saber el cronista del verano, cuyos
artefactos hiperrealistas deben aproximar y escrutar cada
detalle de lo que se insinúe, delire o aborde durante la
siesta nuclear. La cámara, como en tanto programa de TV
estival, mostrará sólo un cuerpo tendido ociosamente
bajo el sol. Aparentemente nada ocurre. Sin embargo, los rayos
se inmiscuyen entre pliegues y poros, suscitan secreciones secretas,
reactivan pigmentos, echan a andar la cura o dan inicio a un cáncer
de piel.
* La versión
original de este artículo fue publicada en La República
de Platón Nº 65
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