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ISSN 1688-1672

 



VERANO - DRAMÁTICA DE LA INMOVILIDAD - SIESTA -

Siesta nuclear

Gustavo Espinosa
A fin de octubre de 1999 primero, a fin de noviembre después, llega la gran explosión que alivia al cuerpo electoral de toda esa ansiedad poniendo fin a la sobreexposición esquizofrénica: gran orgasmo que suspende, por fin, el éxtasis; luego del cual todo se deprime y se aletarga en la modorra tórrida del verano


Los hábitos y azares cósmicos generan fabulaciones tan alucinantes o tan bobas como ellos. Tal es el caso de la inclinación del eje de la tierra, la ligera escoración del geoide o pera, la ocurrencia -entre otros equinoccios- del solsticio de verano, emergencias que activan en
Uruguay una mitología o -menos pomposamente- un repertorio de lugares comunes.

En
Uruguay el verano se escribe, se lee, se televisa (y se vive) mediante diversos y repetidos mecanismos fabulativos. Desierto imporductivo, deserción de lo público, las signaturas del verano uruguayo son los puntos suspensivos, el paréntesis: zzzzzz. Es el tiempo denso de la siesta que se dilata y expande sobre el resto de los tiempos y los anula; siesta larga del estado, del gigante envejecido y engordado que duerme al sol; hiato (bostezo) de su retórica hipertélica.

Esta dramática de la inmovilidad, en su
forma clásica, está confinada hoy a ciertos pueblos mediterráneos del interior, sets perfectos para Juan Rulfo o Sergio Leone. Bajo el mediodía de Illescas o Tupambaé (amparados del sol sólo por los paraguas invertidos de las parabólicas, vaciados de toda razón geopolítica que legitime su sobrevida), un zoom de verano podrá registrar la cal de las paredes agrietándose, una lagartija fugaz, gotas de saliva en la lengua de un perro, y otras fascinantes manifestaciones de la vida.

El último domingo de noviembre ocurre el estallido electoral. Inmediatamente, todavía aturdido, el
Uruguay abre los ojos y ya se encuentra en medio del verano. Se trata de un verano macro -esta vez milenarista- que ocurre cada cinco años y acentúa su indolencia contrastándola con el frenesí que lo antecede.

La satisfacción barroca de una campaña aullante, el barullo pitagórico de encuestas y proyecciones, el suspenso atolondrado de un sistema político atomizado y promiscuo preceden y median la elección. A fin de octubre de 1999 primero, a fin de noviembre después, llega la gran explosión que alivia al cuerpo electoral de toda esa ansiedad poniendo fin a la sobreexposición esquizofrénica: gran orgasmo que suspende, por fin, el éxtasis; luego del cual todo se deprime y se aletarga en la modorra tórrida del verano.

Con el ballotage surge una
metáfora más apocalíptica y precisa. El resultado de las elecciones -acaso más que siempre- tiene efectos de catástrofe: los ganadores pierden, los perdedores ganan, los enemigos se abrazan, los aliados intercambian acusaciones, la asamblea general es devastada y se ve renovada (en un 75%) por el vértigo de los escrutinios.

Y el reventón catastrófico agita y recalienta el aire cálido de la
siesta, potencia las temperaturas, creando una especie de verano nuclear o estío escatológico que, bajo una superficie lisa de quietud, esconden una perversa vitalidad.

En principio, la tranquilidad abrupta de la siesta es percibida como detonación invertida. No todos pudieron soportar la bomba del silencio: durante los primeros instantes del verano
(del nuevo siglo) aullidos y rumores cruzan el mediodía. Son las esquirlas de la euforia pervertida en disforia (o en teoría paranoica de la conspiración), escenificada por los sobrevivientes que gritan sus denuncias de fraude cubiertos por las cenizas del desastre o los residuos de la fiesta.

Poco a poco parece irse restaurando la calma.

Parece: hay figuras que se fragmentan
(el bipartidismo) y hay, también, como en Pompeya e Hiroshima, formas que coalgulan, se plasman e imprimen quién sabe hasta cuándo. Por ejemplo, una forma letrada y urbana, infatuada y tribunicia de lo político que comienza a montar su aparatosa ingeniería en medio del desierto.

La misma atomización, sin embargo, tendrá que resolverse fatalmente en nuevas mezclas, en fusiones,
ficciones y fisiones novedosas, emergencias que tienen lugar bajo la superficie imperturbable del páramo, en los insterticios de las rocas calcinadas por el sol del tercer milenio.

En los refugios y dormitorios más recónditos estarán ocurriendo los flirteos solapados, se estará rebullendo la sopa biológica para lubricar la
máquina desmontada y desparramada en fragmentos irreconciliables.

Acaso los nuevos organismos sean
monstruosos; tal vez -por su origen espurio- nazcan condenados a una vida breve e infructuosa.

Pero esto aun no lo puede saber el cronista del verano, cuyos artefactos
hiperrealistas deben aproximar y escrutar cada detalle de lo que se insinúe, delire o aborde durante la siesta nuclear. La cámara, como en tanto programa de TV estival, mostrará sólo un cuerpo tendido ociosamente bajo el sol. Aparentemente nada ocurre. Sin embargo, los rayos se inmiscuyen entre pliegues y poros, suscitan secreciones secretas, reactivan pigmentos, echan a andar la cura o dan inicio a un cáncer de piel.


* La versión original de este artículo fue publicada en La República de Platón Nº 65

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