A fines del siglo XX, se hizo cada vez más insistente
la fantasía de que se aproximaba el momento en que, cataléptico
y encriptado en hielo, Walter Elias Disney regresaría
para adueñarse del imperio de banalidades amasado por
sus herederos. De hacerle caso a la fábula,
se puede sospechar que volvería a la vida cuando la disneyficación
del mundo hubiera sido concluida, una vez que completada
la versión Disney de la Biblia y que, todavía a
los 70 años, pero con décadas de ausente, una vez
puestos los pies sobre su reino, habría descubierto, no
sin horror, que el emporio Disney no hizo más que repetir
trivialidades, con excepción, tal vez, de cierto pato justiciero,
gótico y megalómano,
de nombre Darkwing, ése que grita "soy el terror
que aletea en la noche".
Walter Elias, eso es seguro, reconocería no sólo
su crimen -la descomunal pacotilla que a partir de su impulso
fue erigida- sino que, en acto de contrición, concedería
que la mejor imaginación popular, y tal vez uno de los
pocos antídotos contra tanto y tan chato Disney, fue patrimonio
de un compatriota suyo, nacido en Boston en 1809: Edgar Allan
Poe.
Recordaría Walt, abrumado por la mole de sus propias disneylandias
que, después de los Cuentos de lo grotesco
y arabesco, la vida fue crimen, y que no había cómo
ocultarlo. La inquina milimétrica con la que Poe inventó
el relato moderno parece haber
encerrado la gramática de este mundo, y en sus historias,
los personajes son autores o víctimas de edificios
tan vanos como opresivos. No hay construcción que no parezca
un féretro, e incluso los ataúdes han llegado demasiado
temprano, porque los humanos no han terminado de morirse. Incluso
un gato puede maullar después de enterrado, o el corazón
arrítmico de un viejo asesinado retumba, incansable, después
de haber sido lapidado.
Cada rincón mezquina el aire. Campean los albañiles
que planifican sus venganzas, los artífices atormentados
que diseñaron los terrores de la Inquisición, cronométricos
y filosos como un péndulo. Cuanto más grandioso
el edificio, más cenagoso el terreno donde se han apoyado.
Los cimientos tantean sobre un vórtice centrípeto
y devorador y es como que a cada paso, en la tiniebla, se agujerea
el suelo. Impotente la corteza de la tierra para sostener semejante
arquitectura.
El mundo (y el bobalicón
mundo Disney incluido) antes de vivir o dejarse morir, ya
ha sido enterrado; e incluso para el pionero de los detectives,
esa criatura poeniana llamada Augusto Dupin, la única interrogante
lícita pareciera consistir en saber cómo podría
medirse el vértigo que acecha bajo los pies. En tanto más
se lo repasa, más se advierte que el soporte de las pesadillas
que Poe nos regaló es la misma experiencia del vacío.
A fuerza de extremar la razón, nos legó
un suelo tan inconsistente como el papel de los periódicos
que publicaban sus fantasías, o como el soporte del alma,
que ya había perdido toda trascendencia. Porque Disney
o cualquiera recordará que el asesino
del cuarto cerrado, el capaz de una proeza sobrehumana, no es
ni hombre ni pato. Es una fábula tormentosa por lo inevitable:
un simio, semejante a un humano.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 21
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