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                Nadie habrá dejado de observar cuán parecidos son 
                un rascacielos y una superproducción de cine. 
                Ambos son inventos norteamericanos; tanto uno como la otra tienen 
                como fin producir una ganancia fulminante; los dos generan efectos 
                similares en el público: asombro, admiración, olvido. 
 
                En la crítica especializada, los rascacielos y las superproducciones 
                despiertan un rechazo en el que no falta cierta amargura proveniente 
                de los celos. Con insistencia, los especialistas sostienen que 
                ni sus arquitectos ni 
                sus directores son artistas. 
                Los críticos de cine afirman que los directores de esas 
                películas son "artesanos", los críticos 
                de arquitectura, que conocen mejor el significado de esa palabra, 
                no caen en el error de considerar la artesanía y el arte como grados de una misma 
                escala, pero intentan demostrar que "no hay nuevos elementos 
                de lenguaje" 
                en tal o cual rascacielos. 
            En ambos casos, la
            originalidad estructural es el criterio central para el juicio. 
 
                Donde hay rascacielos tiende a no haber otra cosa. Estos grandes 
                edificios hacen sombra, producen 
                turbulencias atmosféricas, generan tránsito intenso 
                en su entorno, de tal modo que una casa a su lado comienza a ser 
                inhabitable. La construcción de un rascacielos eleva el 
                precio de los terrenos vecinos (un 
                economista diría que los precios altos de la tierra estimulan 
                la construcción de rascacielos). Los inversores no construyen casas donde 
                pueden levantar rascacielos, no por la mala calidad del resultado 
                arquitectónico, sino por un asunto de multiplicación 
                de la renta de la tierra. 
 
                Así pues, los rascacielos tienen una seria tendencia a 
                cundir, llenar la ciudad, 
                ahogar el resto de la arquitectura. 
            Para cubrir la inversión de una superproducción
            como Titanic (hecho
            del que se habla más que de sus aspectos fílmicos) es necesario producir un efecto
            explosivo, una aspiración masiva e instantánea
            del dinero del público. Para lograrlo, se requiere ocupar
            todos los lugares, impedir otras opciones. 
 
            Pero el tamaño es decisivo para interrumpir los paralelismos.
            El Chrysler Building es un objeto hermoso, independientemente
            de su tamaño. El tamaño de una película
            es, en cambio, un fenómeno psicológico, y por lo
            tanto, capaz de convertirse en materia de arte, tanto como la
            forma. 
 
            Para juzgar, pues, una superproducción, habría
            que detenerse menos en las actuaciones esquemáticas, los
            diálogos pueriles y los manidos recursos de lenguaje,
            y atreverse a considerar la cuestión poco abordada del
            tamaño. 
 
            Quizá el periodismo más inocente y poco riguroso
            se acerca a esta cuestión, aunque de una manera torpe
            e inconsciente, al resaltar las cifras, los metros, los volúmenes
            o las horas invertidas. No vendría mal, de paso, revisar
            nuestros juicios acerca de las pirámides egipcias. 
             
            * Publicado
            originalmente en Insomnia Nº16
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