Nadie habrá dejado de observar que asesino
proviene del árabe hassasin o haschaschim,
es decir, adepto al hachís o marihuana. La secta de los
"asesinos", que seguían las directivas de un
misterioso Anciano de la Montaña, jugaba un rol político
y religioso de cierta importancia en la época en que el
Emperador Federico II disputaba el poder con el papado. Al parecer,
esta gente, que profesaba la creencia de los chiítas (es decir, sostenían, por oposición
a los sunnitas, que la descendencia del profeta Muhammed debía
ser depositaria del poder de regir a la comunidad devota) solucionaba parte de sus problemas
tácticos mediante la acción silenciosa de unos comandos
altamente capacitados para matar sin dejar rastros a los enemigos
más encarnizados.
El hachís se
utilizaba para alcanzar , mediante una rigurosa educación
y una profunda disciplina física y moral, estados espirituales
especiales. Con el tiempo, el término "asesino"
trasladó su significado al de "homicida", en
particular gracias al éxito de la Iglesia romana para
calificar de fanáticos herejes a todos quienes no fueran
católicos. No ha de creerse que se trataba de locos que
querían imponer a toda costa sus puntos de vista. Los
musulmanes siempre fueron, durante los años en los que
participaron activamente en la vida del Mediterráneo,
tolerantes y respetuosos de las creencias ajenas, al contrario
que los cristianos, característicamente avasalladores
y sanguinarios.
Los "asesinos",
más bien, consideraban que era mejor matar a un personaje
clave, que permitir que ese mismo personaje desencadenara una
guerra devastadora. La
sentencia de muerte, por otra parte, se diferenciaba de otras
sentencias por el secreto del proceso seguido hasta su dictamen,
y su legitimidad era tan válida (o
inválida)
como la que provenía de un ámbito eclesiástico
o imperial.
Como sea, los "asesinos" eran gente que más
valía tener lejos. Parece que su arma preferida era el
puñal arrojadizo, que surcaba de pronto el aire sin que
se supiera de dónde provenía. Pese a todo, los
"asesinos" siempre advertían a sus víctimas
que se había dictado la sentencia de muerte.
El mensaje que se utilizaba para dar a conocer a la víctima
esta noticia era un pancito caliente. Un día aparecía
misteriosamente en lo más íntimo de las habitaciones
del condenado, un pancito humeante, recién salido del
horno, aromático pero sideralmente lejos de la inocencia.
El pan caliente significaba no sólo una advertencia sobre
la sentencia, sino una aterradora señal de la capacidad
inaudita de los "asesinos" para llegar a los lugares
más celosamente custodiados. En el momento que quisieran,
y en el lugar que decidieran, los "asesinos"estaban
listos para actuar. De nada valían las custodias, las
armaduras, los pasadizos secretos, los cambios de hábitos
y los disfraces.
Solo por un azar milagroso el condenado podía escapar,
con la condición de que desapareciera para siempre de
la faz de la tierra, se ocultara en lo más hondo de un
desierto ignorado, y desistiera de por vida a restablecer el
contacto con su mundo del pasado.
Como muchas columnas, esta tiene su moraleja, pero no estamos
en la época de La Fontaine como para escribirla al pie.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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