Aún en la más conflictiva
de sus relaciones, Política y Cine comparten el mecanismo
de la ilusión, cuando no el de la ficción. Pero
allí terminan los lazos, y comienza la otra vertiente,
la de las manipulaciones, las sumisiones, las censuras. Desde
el momento en que el cine se transformó en el arte masivo
del siglo XX se adjudicó a su vez, el rol de trasmisor
de ideología. En ese sentido, la historia del cine es
también la historia del siglo, y a la inversa.
Pero un rastreo minucioso
de esas relaciones implicaría un esfuerzo mayor que la
documentación, el análisis de mentalidades, el
relevo de acontecimientos políticos y sociales. Porque
si bien una película -y el cine se reduce a eso: películas
contantes y sonantes- expresa más o menos abiertamente
las condiciones económicas, sociales y culturales en que
fue realizada, también implica un compromiso con las leyes
ontológicas que definen su lenguaje: el cine es un arte,
la política no, por más que se la idealice.
Por otro lado, hechos
políticos podrá haber muchos, pero ideologías
políticas sólo un puñado. Películas,
en cambio, hay millones y, para traer el asunto a tierra, no
hay más remedio que recurrir a unos pocos ejemplos, aunque
sólo sea para ilustrar algunas de las posibles maneras
que tienen de tropezar una con otra esas dos enormes máquinas
de sueños. Aquí van algunas perlas:
1) Lejos de Moscú, un tren recorre la Unión Soviética.
Es un estudio cinematográfico sobre rieles, impulsado
por el lema "Hoy filmamos, mañana exhibimos"
y por el talento inquieto de su capitán/director Alexander
Medvedkin. En un año -enero de 1932 a enero de 1993-,
el equipo del tren filma setenta cortometrajes, registros de
"historietas caústicas" de decenas de pueblitos,
procesados encima del tren y exhibidos en la siguiente estación.
Esa sería la
última experiencia viva del cine soviético auténticamente
revolucionario. Unos meses después llegó el lineazo
del realismo socialista, consolidado con Chapaiev (dir. Sergei y Giorgi Vassiliev, 1934), que contó con cincuenta
y dos millones de espectadores en tres años y la bendición
de Stalin. Ese era el ejemplo a seguir. El cinetrén era
un peligro incontrolable a desterrar.
2) Treinta años
después, la United Artist financia un proyecto inverosímil:
una fantasía paranoica cuyo protagonista ha sido programado
-drogas mediante- por Moscú y Pekin para asesinar al principal
candidato a la Casa Blanca, permitiendo el ascenso de su padrastro,
un senador agente de los soviéticos.
Malas noticias para
la película: un año después JFK moriría
asesinado en Dallas. El actor principal -Frank Sinatra- era un
amigo personal de Kennedy y abrumado por la idea de que el film
había sido profético (o inspirador) del hecho,
la retiró de circulación por veinticinco años.
El embajador del miedo (The
manchurian candidate, 1962)
fue reestrenada en marzo de 1988 con el lastre de ser un título
maldito.
3) Mientras tanto en
Argentina, dos directores/políticos llamados Fernando
E. Solanas y Octavio Gettino, publican un libro titulado Cine,
Cultura y Descolonización (1973), donde se lee: "Todo
género cinematográfico, sea el que corresponda
a la comedia rosa o el que se enrola en el drama épico,
el policial o el documental, están concebidos y determinados
por una concepción ideológica definible, y cuya
proyección política escapa las más de las
veces a la propia conciencia del autor. El cine, como ideología,
viene a confirmar, negar o corregir los niveles de conciencia
existentes en los espectadores (el pueblo), y por lo tanto alcanza
incidencias traducibles siempre en términos políticos"
(1)
4) Hace apenas unos
meses, un crítico norteamericano se alarma ante el retrato
de las mujeres en Mentiras Verdaderas (True
lies, dir James Cameron, 1994),
cuya trama es básicamente la venganza de un marido celoso.
Lo más preocupante, dice el crítico, es que el
estreno de la película, ocurra "al mismo tiempo
que el caso de O. J. Simpson ha hecho tomar conciencia de la
violencia doméstica". El estereotipo de los árabes
es sádico, afirma, pero alza la voz y pregunta: "¿Cómo
es el tratamiento de la mujer, la mayor parte de las veces nombrada
como 'puta' o 'agujero'?".
El crítico es
minucioso al pasar revista de los roles femeninos: la hija del
protagonista (Arnold S.) es una pequeña ladrona; su esposa
(Jaime Lee Curtis) es tan estúpida como para dejarse embaucar
por un falso espía de poca monta; la sexy Juno (Tía
Carrere) ayuda a los terroristas, pero no por la causa sino sólo
por dinero. "La misoginia no es nueva en el cine de acción",
concluye el crítico. "Pero sí lo es en
Cameron".(2)
* * *
Lejos
de ser paradigmáticos -la historia del cine es rica en
piedras de diverso tono, tamaño y color-, esos casos hablan
más allá de sí mismos. Y no precisamente
para bien del cine. El primer ejemplo ilustra sobre la dependencia
entre la producción y la estructura de poder cuándo
aquella se financia directamente por el Estado. En caso de tratarse
de un gobierno dictatorial como el de Stalin, o poco tiempo después
el de Hitler, esa producción se vuelca hacia la propaganda.
El
segundo toca otro tipo de dependencia: el de la industria hollywoodense
-supuestamente desligada de la Casa Blanca- y cómo esos
lazos salen a la luz en períodos críticos. No deja
de ser una paradoja que el título en cuestión -El
embajador del miedo- haya sido además un coletazo
del cine de la Guerra Fría, y una variante menos paródica
del género de espionaje que la comenzada al mismo tiempo
por la serie de James Bond.
En
cuanto a lo de Solanas y Gettino, todo un manifiesto, retrotae
a una época de politización extrema en la intelectualidad
latinoamericana. Demuestra, entre otras cosas, la confianza mágica
que tenían sus líderes, en la influencia del cine
sobre el público (el pueblo), de lo cual infirieron rápidamente
que si tal cine conseguía tales resultados, tal otro conseguiría
resultados diferentes (revolucionarios). En la base, el razonamiento
de estos postulados está emparentado con el cine de propaganda
de cualquier signo.
También
está emparentado con un análisis como el del cuarto
ejemplo. Sólo que en vez de la dialéctica marxista
versión '60s, el crítico dispara desde la más
actual y norteamericana conciencia de lo "políticamente
correcto": la política ha dejado de analizarse desde
los cenáculos de gobierno, y ha pasado a la dinámica
cotidiana de los mensajes con respecto a las minorías
(homosexuales, negros -perdón, afroamericanos-, latinos
y otras etnias), al abuso de poder en ambientes laborales, al
ámbito íntimo de lo familiar.
En
todos los casos hay una manipulación deshonesta del medio
fílmico, ya sea con fines de conseguir una hegemonía
ideológica en los públicos (como en los casos 1 y 3), o como mala
conciencia que toma de rehén un producto de entretenimiento
(en 2 y 4). De acuerdo:
no hay producto totalmente ingenuo, aséptico de connotaciones
derivadas de una determinada cosmovisión, y es legítimo
desentrañarlas. Pero es frecunente que se pierda de vista
que sólo se trata de películas, no de armas d fuego.
Por
otra parte, el fenómeno cinematográfico siempre
guarda una cuota de ambigüedad que trasciende la intención
explícita, deliberada de sus productores. Es más:
muchas veces las contradice. Cecil B. DeMille afirmaba que el
cine en principio "no-político" de Hollywood
ofrecía un excelente método para diseminar la información
acerca del pensamiento norteamericano y el "american way
of life". Pero un observador distante como Sukarno, podía
estar convencido de que la misma producción era la más
eficiente de las propagandas políticas.
No
hay ninguna clave que especifique la influencia real o imaginaria
del cine en sus públicos, como tampoco hay ninguna clave
para afrimar que el cine -o el arte en general- produce cambios
concretos en las sociedades y la Historia. Es más claro
que esos cambios encuentran un reflejo, generalmente porterior,
en los productos asrtísticos, pero el discernimiento de
causas y consecuencias está completamente oscurecido por
las nubes. Las causas podrán rastrearse; las consecuencias
son con frecuencia impredecibles.
Un
título como Viva María (Louis Malle, 1965) fue visto en países
europeos como un negocio cínico, mientras que parece haber
sido una inspiración importante para el espíritu
revolucionario del Perú en 1966. Una fábula como
La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) representó uno de los
más fabulosos éxitos comerciales en Uruguay, mientras
que en países tan cercanos como Brasil y Argentina fue
saludada poco más que como una excentricidad para adolescentes.
Es
la situación la que crea la función. Y la situación
de un espectador ante la pantalla guarda una segunda percepción
que le confirma que está ante un constructo artificial,
ficticio, que se desarrolla de tal o cual manera, y que eso no
es la realidad. Tal vez por ello hay pocas sensaciones tan irritantes
como las que producen argumentos "testimoniales" que
se auto-establecen como la verdad, pretendiendo trampear los
códigos fílmicos. Tarde o temprano, terminan trampeados
ellos mismos (¿alguien cambió su manera de ver
el mundo, luego de ver una película de Oliver Stone?).
A lo sumo, tal Verdad surgirá de las imágenes (no
del tema), o no surgirá en absoluto.
La
historia del cine recuerda pocas imágenes tan potentes,
en el sentido de la Verdad o de impacto ideológico, como
aquella en que el amante de El imperio de los sentidos
(Nagisha Oshima, 1976) sale por una vez al exterior y se cruza
en un callejón estrecho con un desfile militar, que avanza
en sentido contrario. No hay un sólo diálogo allí,
no hay una línea que antes o después aluda al hecho.
Es su contundencia y su arbitrariedad aparente lo que le dan
un status, junto a la película toda de Verdad. El imperio
de los sentidos es, contra toda presunción, una película
política.
En
el rompecabezas sin solución que constituye la interrelación
Cine-Política habría que agregar una última
pieza: la composición hipócrita de los elementos
internos de un film. Aún en las películas convencionales
de países capitalistas, los personajes ricos y poderosos
suelen ser seres sospechosos y negativos, que si no se "regeneran"
en los cinco minutos finales consiguen su merecido como cualquier
villano del oeste. En una lectura apurada, ello puede verse como
una amenaza latente a la maquinaria económica que soporta
la propia producción de esa película y de todas
las películas, desde el momento en que el capitalista,
el policía o el político son tildados de explotadores
y corruptos.
Sin
embargo la misma estructura narrativa ofrece un mecanismo compensatorio
y tranquilizador, reestableciendo el orden faltante a la hora
y media previa, o fuera del cine, en la sociedad de todos los
días. El villano es un depositario ritual del rencor del
públlico. Lejos de representar una amenaza, esos títulos
funcionan como válvulas de escape. Esa es la función
del cine de entretenimiento, después de todo: nadie paga
una entrada para que le cambien la cabeza.
De
esa manera, la culpa -individual, colectiva- existe sólo
en la película, y ni siquiera una parte de ella se traslada
al público.
Si
hay algo de positivo en las campañas electorales, ello
radica en la desembozada evidencia de que hoy la corriente de
información política se ha desplazado a la televisión,
y de que los propios políticos admiten la importancia
de la imagen en su carrera electoral. Las campañas se
resumen a un 100% de look y un 0% de ideología; a ponerse
en las manos de los asesores de imagen, y dejar el resto para
el carisma pesonal. El medio es el mensaje, y el mensaje asume,
tal vez sin darse cuenta, los rasgos que se han cultivado en
la historia de la imagen, de la cual el cine es parte vital.
Cuánto
más complejos los mecanismos de poder y las ideas, más
necesario es el reduccionismo. Así como el nazismo y el
comunismo fueron primero ideologías y luego signo de las
ideologías (el villano, el mal), la imagen política
se ha decantado hasta obtener un valor automático. Los
perros de Pavlov también funcionaban así.
Notas:
(1) Cine cultura y descolonización, de Octavio Gettino
y Fernando Solanas. SigloXXI Editores. Buenos Aires, 1973
(2) Peter Travers
en Rolling Stone Nº689. 25/08/94
*Publicado
originalmente en M Cine Nº 3, Oct-Nov. 1994
|
|