Casi todos los comentaristas
del ataque contra el complejo de edificios del World Trade Center
de Nueva York han hecho referencia
al cine. No sólo quienes
vieron las imágenes a través de la televisión,
sino también algunos testigos que estaban en la ciudad
y vieron los impactos, las explosiones o los derrumbes, dijeron
que les resultaba difícil creer que estaban presenciando
un acontecimiento real.
La sensación de irrealidad es una reacción bastante
común ante fenómenos tan pavorosos que superan
nuestra capacidad de reaccionar; el miedo
es una emoción que nos ayuda a salvar la vida, pero a
veces el peligro es tan atroz que, ante la imposibilidad de escapar
en el mundo, escapamos del mundo.
El ataque al WTC tuvo decenas o quizá centenares de miles
de testigos presenciales gracias a la gran población de
Nueva York, pero aún en este caso tan excepcional la mayoría
de las personas -buena parte de la población mundial-
se enteraron a través de la televisión.
La irrealidad, para los miles de millones que vimos las imágenes,
no proviene del miedo insuperable,
sino de los lenguajes de las imágenes
en movimiento: el cine y el reportaje de televisión.
Que la vida imita al arte
no es una ocurrencia de un dandy;
cada vez que nos encontramos ante realidades hermosas
o terribles, curiosas o sorprendentes, buscamos definirlas comparándolas
con el arte: una puesta
de sol parece un cuadro; un pájaro que parece hacer música;
un trámite en un ministerio que parece un relato de Kafka; un ataque a Nueva York que
parece una película
norteamericana.
Vimos unas imágenes con un sabor extrañamente conocido.
Las habíamos visto en el cine, en películas sobre
meteoritos que caen sobre la Tierra, o sobre monstruos
gigantes que anidan en Manhattan. Vimos esas calles llenas de
escombros, esos edificios cayendo, esas nubes de polvo de seiscientos
metros de altura recorriendo los canales formados por los edificios,
la gente corriendo, los autos aplastados, los bomberos sofocados
y abrumados por la impotencia, los rostros arrasados por la angustia.
Todo eso ya lo vimos, y nos dijimos que se trataba de imágenes
realistas, y admiramos la habilidad técnica a la vez que
lamentamos la pobreza de los guiones.
Presencia y flagrancia
Cesare Brandi, un italiano que se hizo conocido por sus ideas
acerca de la restauración
de edificios históricos, introdujo un término técnico
sumamente útil para el análisis de la imagen televisiva,
aunque ha tenido poco uso: astanza. Esta palabra es una creación
Brandi para referirse a lo que traduzco pobremente como presencia
de una imagen. La presencia
hace referencia a la capacidad de una imagen -gráfica,
pictórica, fotográfica,
cinematográfica, televisiva- para imponerse como cosa
aquí, trascendiendo su capacidad de hacer referencia al
objeto que representa, o, como dicen los semiólogos, al
referente.
Este concepto es fácilmente comprensible cuando se aplica
al cine de ficción. En
las películas no
importa la historia personal de los actores, sino su mera presencia
como personajes dentro de una historia mostrada. Es cierto que
la industria del cine
explota aspectos exteriores a la imagen -cuando Kubrick
hace trabajar a un matrimonio de famosos en un rol de matrimonio
de ficción en Ojos bien cerrados- pero todos los
factores externos quedan apagados por el poder de la presencia
de la imagen.
La presencia, en el cine, se une
a la inevitable semiosis que aparece cada vez que nos enfrentamos
a un lenguaje. La
semiosis es el proceso de interpretación de códigos
y adjudicación de significados. Interpretamos códigos
cuando entendemos, por ejemplo, que un fundido de la imagen
significa paso del tiempo; adjudicamos significado cuando entendemos
que si Jack Nicholson golpea a Scatman Crothers con un pedazo
de espuma de goma en forma de hacha, significa que Jack Torrance
mata a Dick Halloran con un hacha (El resplandor, de Kubrick). La presencia y la semiosis
construyen el significado y permiten la comprensión del
mensaje.
Para analizar las imágenes documentales, o de televisión
periodística, es necesario introducir la idea de flagrancia.
Ante una imagen que muestra un objeto real en funciones reales,
como el avión que choca contra una torre
del WTC, la presencia compite con la capacidad de traer aquí
el referente. Lo que importa en el documental no es la presencia
de la imagen, sino el significado del objeto en el mundo, cuya
imagen se muestra en la pantalla.
Es la flagrancia de la imagen.
La semiosis, en este punto, juega un rol delicado. La construcción
de los lenguajes de la ficción cinematográfica
y del directo televisivo es un proceso continuo y entrelazado.
El lenguaje cinematográfico tiene poco más de cien
años de vida, y el directo televisivo apenas cincuenta,
y como todo lenguaje, está en proceso de construcción.
La ficción ha incorporado códigos del documental
(cámara errática
en Doctor Strangelove o en Full metal jacket, de
Kubrick, signos típicos del reporte de guerra); a la vez, el lenguaje cinematográfico
aporta códigos al documental (montaje de varios puntos
de vista, repetición de registros en cámara lenta,
montaje en paralelo de hechos simultáneos ocurridos en
diferentes lugares).
Así, la semiosis del directo y la semiosis de la ficción
se confunden, y se hace necesaria una aclaración externa
al relato acerca del grado de presencia o de flagrancia de la
imagen. Las imágenes de palestinos festejando que trasmitió
la cadena CNN fueron denunciadas como "falsas", no
porque fueran una ficción, sino porque se les atribuyó
una flagrancia distinta (según
algunos, se trata de un festejo grabado hace años). Pero más allá
de las aclaraciones, la presencia es una fuerza
demasiado poderosa que siempre termina por imponerse.
Las imágenes tienen una irresistible tendencia hacia la
autonomía, porque no podemos evitar su presencia, y por
eso, a la larga, dificultan la verdadera comprensión de
la realidad que intentan representar.
Completar la película
La poderosa presencia de las imágenes del ataque permite
prever una consecuencia terrible, aún si nos mantenemos
sólo analizando esa presencia y la semiosis necesarias
para continuar con la flagrancia de los informativos.
Supongamos que se encuentra a los responsables del ataque, que
se los apresa y se los conduce a un juicio. Las imágenes
que se podrán trasmitir serán las de unos reos
sometidos a juicio.
Aquí juega la semiosis. Se planteó un conflicto,
uno de cuyos aspectos tiene que ver con la narración.
Ese relato presenta hechos horrorosos, a través de imágenes
difíciles de creer, características del cine de
ficción. Continuar con el relato a través de imágenes
-algo ineludible, de acuerdo a la forma que tenemos actualmente
de percibir la realidad y comunicarnos con los gobernantes- hace
necesario un nivel de presencia elevado, con contenidos equivalentes.
En la esfera de la semiosis y de la presencia, eso significa
imágenes similarmente horrorosas, difíciles de
creer, espectaculares. En la esfera del mundo, o de los referentes,
eso significa venganza.
Se ha planteado una estructura narrativa que requiere una catarsis
aristotélica, es decir, purificar los afectos, en particular
los inspirados por el terror y la compasión. Las acciones
en la pantalla, en términos de presencia, colocan los
afectos fuera de la realidad de las acciones, como ocurre con
la ficción. El problema es que para generar un grado similar
de presencia, en este caso se necesita -puesto que estamos hablando
de directo televisivo, de documental- un grado elevado de flagrancia.
Es decir, habrá que producir un hecho en el mundo de características
trágicas, para
que el relato cumpla cabalmente sus funciones sociales y habilite
la catarsis.
Esta tragedia probablemente fue
programada por los terroristas teniendo en cuenta estos rasgos
de nuestra cultura informativa. Los terroristas necesitan cada
vez mayor intervención sobre el referente para que la
flagrancia se transforme en una presencia tan poderosa como para
hacer temblar los límites ambiguos entre ambas. La espiral
creciente de violencia no
sólo obedece a realidades económicas, políticas
y sociales, sino también a las formas como utilizamos
nuestros lenguajes.
* Publicado originalmente en el Semanario Brecha
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