1.
Con el edificio del Auditorio del SODRE la cultura estatal ha caído
dentro de su propia masa. El edificio mismo parece resultar de
la inversión del principio centralizante, fecundante y
expansivo que había caracterizado al circuito cultural
urbano durante el período de la civilización uruguaya.
Es un paseo vidriado y
transparente, ligeramente obsceno. Si antes se soñaba con
la épica de llevar la cultura céntrica montevideana
a la periferia, ahora
la cultura se hace lírica
y pasiva, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja
y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir
su interior creativo. Donde antes había algo centrífugo,
un movimiento hacia afuera, una conquista, ahora hay un retorno
al centro que no es sólo metafórico: un edificio
vidriado, una especie de aleph,
juego de transparencia arquitectónica en el centro del
centro de la ciudad, donde la cultura del Estado exhibe, para
el pasmo del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad
atareada.
El Auditorio es la
utopía de lo bello, de lo discreto, de lo íntimo.
La cultura céntrica ya no agrede, ya no civiliza ni conquista.
Ahora es un adentro envuelto en una epidermis transparente, mostrándose
con generosidad, y, sobre todo, con respeto, educadamente.
Al otro lado de la ciudad,
mientras tanto, parece estallar un nuevo enloquecimiento, otra
distopía,
otra ciudad invertida. Ya no está diseminada como una plaga
(las hordas bárbaras de cuentapropistas que asaltaron la
ciudad a fines de los ochenta). Más sedente, esta máquina
quiere impresionar con los signos un poco tontos de un faraonismo
de superproducción de Hollywood: lo súper, lo híper,
lo macro. Géant está operando el pasaje a la medievalización
de la cultura del consumo. Es la versión uruguaya del infierno
de Los Angeles en 1992, o de los asaltos a los supermercados en
Argentina en los últimos días de Alfonsín.
Es la paradójica concentración y la apoteosis barullenta
de una nueva clase urbana de fines de los noventa.
Los shoppings no dejaban
de encender una luz roja de advertencia para la utopía
restauracionista, en la medida en que parecían estar destinados
a crecer, a descontrolarse, a exacerbarse, a ser parasitados por
la economía social. Pero aunque contuvieran la posibilidad
de afearse (y de hecho se afearan) como resultado de los ajustes
fenotípicos a las exigencias del ambiente, eran genotípicamente
bellos, nacían puros de la cabeza de un arquitecto,
de un administrador del espacio urbano. Géant, en cambio,
es un verdadero mutante.
Por primera vez, la utopía urbana no está incluida
en los planes del arquitecto. Géant es irreductiblemente
feo (o mejor quizá, es indiferente a lo bello y a lo feo),
nace feo y habla del crecimiento feo de la ciudad hacia el este.
Es (y no solamente
en los hechos, sino jurídica, platónicamente) el
contrapeso explosivo del abonitamiento implosivo, conservador
y utópico del centro.
2.
Todo está corrido o movido como una foto mala. Todo resulta
desplazado, anamórfico, exagerado, ligeramente monstruoso.
Un galpón solitario, fuera de la planta urbana, carece
absolutamente de coartadas estéticas que justifiquen su
pertenencia a una ciudad, a una zona, a un barrio, a un estilo.
En todo caso, en ese bloque, en ese barrido impersonal más
allá de la vecindad, se opera una especie de agotamiento
de toda forma de deseo urbano: la
desaparición final tan soñada por ese montevideano
superado, cansado de tanto vecino y de tanta falta de anonimato.
Otro desplazamiento: Géant revela el carácter paradójico
del sueño de participar de la avalancha del consumo. La
ganga es la tentación: una heladera y su freezer a 400
dólares. Pero, poderoso recorte social, debo disponer
de 400 dólares, ya que el crédito no forma parte
del juego. Y si tengo 400 dólares en efectivo para gastar
sorpresivamente en una ganga, es muy probable que una heladera
no forme parte de mis necesidades.
Ya no es solamente mi necesidad
lo que se desagrega al objeto (en esto consistiría el consumo),
sino mi propio deseo. No deseo un objeto (un electrodoméstico,
para el caso). Deseo su accesibilidad, su facilismo, su docilidad,
deseo su propio deseo de dejarse atrapar, su forma aproblemática
de no ofrecerme resistencia. Deseo la oportunidad. Me mueve menos
el deseo de tener un objeto que el miedo
a perderlo. Una magia animista completa el cuadro: no deseo una
heladera: es la heladera la que me desea a mí.
La consigna no es consumir
(en el sentido en que los
shopping centers parecen haber llamado consumo a un fetichismo
tecno y lleno de glamour como en las capitales del Primer Mundo) sino no desaprovechar. Debo
comprar eso es desplazado por no debo dejar de comprar eso, o
por debo dejarme comprar por eso.
Y esto remite a otra cosa. Géant captura a un sujeto social
que es capaz de comprar y que al mismo tiempo vive aterrorizado
por no poder hacerlo. Este sujeto parece venir de desabastecimientos
y miserias pasadas, le tiene terror a una catástrofe futura.
Sectores sociales con ciertas comodidades (dinero, automóvil,
tiempo) responden en forma aconflictiva a una retórica
de la miseria, de la pobreza, del desabastecimiento, del expendio
racionalizado.
Se delata a un nuevo tipo
de clase media, una clase media desacomodada, corrida. Una clase
cuyo lugar social le queda grande, o chico, pero en cualquier
caso le queda mal, incómodo. Revela a un mutante: las contradicciones,
la fricción y los ruidos de aquello que parecía
funcionar sin problemas como el grado cero de lo social. Géant
habla del endomingamiento de un sujeto que está en condiciones
de desplazarse en automóvil para no perderse el macrodescuentón
y taponea el tránsito durante horas y se exalta y alborota
y corea consignas insurrectas por haber quedado afuera del galpón
el primer día (qué
ingenuos, qué soberbios pero qué bellos resultan
ahora aquellos tiempos en que esta energía
se usaba para la justicia social o el hombre nuevo).
Géant habla,
en suma, a un sector social que parece estar perdiendo (o haber
perdido) una especie de vergüenza cívica. Y allí
donde cabría esperar cierto fracaso (después
de todo hemos crecido en las grandes mitologías de capas
medias educadas y discretas, con cierto sentido de la nobleza
social) hay un
éxito violento de extravagancia Guiness: récord
mundial de ventas en una inauguración. Géant resulta
un oblicuo discurso de clase en un país que no está
habituado ni dispuesto a escuchar discursos de clase.
3.
En un país alfabetizado, que renguea para el lado de las
humanidades y presume de ser políticamente maduro y culto,
algo sin embargo habilita la aparición, en una promoción
electoral, del diminutivo Julita (el logografo salido de su puño
y letra, el jingle). No se puede dejar de sentir cierto escándalo
típicamente intelectual (un escándalo reaccionario:
¿en nombre de qué? ¿De la corrección
cívica? ¿De la nobleza?). Se me subestima, se me
falta el respeto, se me considera poco capaz de asociar esto
con Evita, o de ver un populismo concheto y avasallante que se
ofrece en la coartada del feminismo. O mejor, del "madrismo"
o del "matronismo", por así decirlo, ya que
si toda presencia femenina en la vida pública habla ahora
de una especie de preocupación programática por
lo femenino, no es en absoluto el de Julita el mismo femenino
que el de Ana Lía Piñeyrúa, por ejemplo.
Pues Julita es femenina
en la medida en que es la señora del estanciero, en que
es buena, simpática y comprensiva con los sirvientes,
en que está preocupada por la salud y la educación
de los hijos de los peones. Y cómo nos clava eso en el
lugar paradójico de creer acortar distancias sociales
llamándola Julita, e, inmediatamente, de pensar que eso
no es sino un modo oblicuo y perverso de reconocerlas, legitimarlas
y asumirlas.
Mi escándalo
de intelectual de clase media está también lleno
de resentimiento (¿qué crítica cultural
o social no lo está?), y es, antes que nada, ingenuo.
Quizá me molesta menos la existencia de diferencias sociales
que el hecho de que estas diferencias quieran tener un registro
en el discurso público.
Yo sí, yo ya sabía
que la señora del estanciero cajetilla que juega a la matrona
buena existe. Lo que me incomoda es que eso busque una representación
en la mitología política, que quiera gobernar sin
fingirse otra cosa, que no necesite ocultar su identidad social
detrás de un funcionariado político sin clase ni
historia (en ese sentido es igual a la irrupción de Mujica).
Entiendo que vivo, y la cosa no es nueva, en una utopía
bastante cínica, construida sobre un simulacro de anulación
de las diferencias sociales a través de operaciones de
ocultamiento, uniformización y borrado de sus signos públicos.
Toda aparición de la diferencia social es agresiva, catastrófica.
4. A
l igual que Géant,
entonces, Julita me enfrenta a una catástrofe. Es la de
no poder pensar ya que la gente ha sido engañada. No ha
habido mentiras ni trampas
para hacerla consumir el populismo burdo de una señora
paqueta. No ha sido encandilada con chirimbolos en liquidación
en formato de gigante francés. Es que la gente, llegado
el caso, desea eso. Hay una especie de deseo social que lo permite,
lo sostiene, lo anima. Y, mejor quizá que un deseo, hay
una euforia, una celebración de su advenimiento (the second
coming).
El verdadero mutante
social es ese deseo de telemaratón, de quermeses y eventos
participativos organizados por señoras de comisión
de fomento en los que se nos interpela no como ciudadanos (política)
ni como compatriotas (épica) ni como consumidores (mercado)
sino como comarca, como villa. Por eso hablaba más arriba
de medievalización.
Carnavalización del
consumo, carnavalización de la política. Y ése
es un país que, de una forma u otra, siempre ha estado
ahí: los sorteos, los certámenes, las justas, los
premios, las dispensaciones, las dádivas. Lotería
en Babilonia. Formas místicas y mesiánicas del azar.
Todo parece resumirse en un profundo deseo de populismo.
En el centro, clavada, la civilización uruguaya empecina
discretamente su itinerario póstumo.
El arte de la administración,
de la planificación o del gobierno, revierte en una especie
de ecología urbana, en una estética
pura. Ya no sirve, pero es bonito. Ya no funciona, pero a esa
máquina quieta le debemos un respeto sagrado: la mejor
historia del país ha pasado por ahí. Una burbuja
utópica cargada de pureza, cultura, civilización,
nobleza, modernidad, belleza: piezas de museo, muestras gratis
sin valor (paradójicamente, por eso se llaman "valores":
objetos que alguna vez sirvieron y que ahora solamente significan
o representan).
Afuera, el aire se va
cargando de algo que aterra. Un ambiente medieval, bárbaro
y hostil. Un mundo lleno de mutantes
y de poderes advenedizos.
Un territorio gobernado por el azar.
* Publicado
originalmente en Brecha.
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