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GÉANT - POPULISMO MEDIEVAL DE 2000 - AUDITORIO DEL SODRE - DESEO - MUTANTE - MUTANTE SOCIAL -

Los populismos medievales de 2000*


Sandino Núñez

Algo habilita la aparición, en una promoción electoral, del diminutivo Julita. No se puede dejar de sentir cierto escándalo típicamente intelectual. Se me subestima, se me falta el respeto, se me considera poco capaz de asociar esto con Evita, o de ver un populismo concheto y avasallante que se ofrece en la coartada del feminismo.


1.


Con el edificio del Auditorio del
SODRE la cultura estatal ha caído dentro de su propia masa. El edificio mismo parece resultar de la inversión del principio centralizante, fecundante y expansivo que había caracterizado al circuito cultural urbano durante el período de la civilización uruguaya.

Es un paseo vidriado y transparente, ligeramente obsceno. Si antes se soñaba con la épica de llevar la cultura céntrica montevideana a la periferia, ahora la cultura se hace lírica y pasiva, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir su interior creativo. Donde antes había algo centrífugo, un movimiento hacia afuera, una conquista, ahora hay un retorno al centro que no es sólo metafórico: un edificio vidriado, una especie de aleph, juego de transparencia arquitectónica en el centro del centro de la ciudad, donde la cultura del Estado exhibe, para el pasmo del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad atareada.

El Auditorio es la utopía de lo bello, de lo discreto, de lo íntimo. La cultura céntrica ya no agrede, ya no civiliza ni conquista. Ahora es un adentro envuelto en una epidermis transparente, mostrándose con generosidad, y, sobre todo, con respeto, educadamente.

Al otro lado de la ciudad, mientras tanto, parece estallar un nuevo enloquecimiento, otra distopía, otra ciudad invertida. Ya no está diseminada como una plaga (las hordas bárbaras de cuentapropistas que asaltaron la ciudad a fines de los ochenta). Más sedente, esta máquina quiere impresionar con los signos un poco tontos de un faraonismo de superproducción de Hollywood: lo súper, lo híper, lo macro. Géant está operando el pasaje a la medievalización de la cultura del consumo. Es la versión uruguaya del infierno de Los Angeles en 1992, o de los asaltos a los supermercados en Argentina en los últimos días de Alfonsín. Es la paradójica concentración y la apoteosis barullenta de una nueva clase urbana de fines de los noventa.

Los shoppings no dejaban de encender una luz roja de advertencia para la utopía restauracionista, en la medida en que parecían estar destinados a crecer, a descontrolarse, a exacerbarse, a ser parasitados por la economía social. Pero aunque contuvieran la posibilidad de afearse (y de hecho se afearan) como resultado de los ajustes fenotípicos a las exigencias del ambiente, eran genotípicamente bellos, nacían puros de la cabeza de un arquitecto, de un administrador del espacio urbano. Géant, en cambio, es un verdadero mutante. Por primera vez, la utopía urbana no está incluida en los planes del arquitecto. Géant es irreductiblemente feo (o mejor quizá, es indiferente a lo bello y a lo feo), nace feo y habla del crecimiento feo de la ciudad hacia el este.

Es (y no solamente en los hechos, sino jurídica, platónicamente) el contrapeso explosivo del abonitamiento implosivo, conservador y utópico del centro.

2.

Todo está corrido o movido como una foto mala. Todo resulta desplazado, anamórfico, exagerado, ligeramente monstruoso. Un galpón solitario, fuera de la planta urbana, carece absolutamente de coartadas estéticas que justifiquen su pertenencia a una ciudad, a una zona, a un barrio, a un estilo. En todo caso, en ese bloque, en ese barrido impersonal más allá de la vecindad, se opera una especie de agotamiento de toda forma de deseo urbano: la desaparición final tan soñada por ese montevideano superado, cansado de tanto vecino y de tanta falta de anonimato.

Otro desplazamiento: Géant revela el carácter paradójico del sueño de participar de la avalancha del consumo. La ganga es la tentación: una heladera y su freezer a 400 dólares. Pero, poderoso recorte social, debo disponer de 400 dólares, ya que el crédito no forma parte del juego. Y si tengo 400 dólares en efectivo para gastar sorpresivamente en una ganga, es muy probable que una heladera no forme parte de mis necesidades.

Ya no es solamente mi necesidad lo que se desagrega al objeto (en esto consistiría el consumo), sino mi propio deseo. No deseo un objeto (un electrodoméstico, para el caso). Deseo su accesibilidad, su facilismo, su docilidad, deseo su propio deseo de dejarse atrapar, su forma aproblemática de no ofrecerme resistencia. Deseo la oportunidad. Me mueve menos el deseo de tener un objeto que el miedo a perderlo. Una magia animista completa el cuadro: no deseo una heladera: es la heladera la que me desea a mí.

La consigna no es consumir (en el sentido en que los shopping centers parecen haber llamado consumo a un fetichismo tecno y lleno de glamour como en las capitales del Primer Mundo) sino no desaprovechar. Debo comprar eso es desplazado por no debo dejar de comprar eso, o por debo dejarme comprar por eso.

Y esto remite a otra cosa. Géant captura a un sujeto social que es capaz de comprar y que al mismo tiempo vive aterrorizado por no poder hacerlo. Este sujeto parece venir de desabastecimientos y miserias pasadas, le tiene terror a una catástrofe futura. Sectores sociales con ciertas comodidades (dinero, automóvil, tiempo) responden en forma aconflictiva a una retórica de la miseria, de la pobreza, del desabastecimiento, del expendio racionalizado.

Se delata a un nuevo tipo de clase media, una clase media desacomodada, corrida. Una clase cuyo lugar social le queda grande, o chico, pero en cualquier caso le queda mal, incómodo. Revela a un mutante: las contradicciones, la fricción y los ruidos de aquello que parecía funcionar sin problemas como el grado cero de lo social. Géant habla del endomingamiento de un sujeto que está en condiciones de desplazarse en automóvil para no perderse el macrodescuentón y taponea el tránsito durante horas y se exalta y alborota y corea consignas insurrectas por haber quedado afuera del galpón el primer día (qué ingenuos, qué soberbios pero qué bellos resultan ahora aquellos tiempos en que esta energía se usaba para la justicia social o el hombre nuevo).

Géant habla, en suma, a un sector social que parece estar perdiendo (o haber perdido) una especie de vergüenza cívica. Y allí donde cabría esperar cierto fracaso (después de todo hemos crecido en las grandes mitologías de capas medias educadas y discretas, con cierto sentido de la nobleza social) hay un éxito violento de extravagancia Guiness: récord mundial de ventas en una inauguración. Géant resulta un oblicuo discurso de clase en un país que no está habituado ni dispuesto a escuchar discursos de clase.

3.

En un país alfabetizado, que renguea para el lado de las humanidades y presume de ser políticamente maduro y culto, algo sin embargo habilita la aparición, en una promoción electoral, del diminutivo Julita (el logografo salido de su puño y letra, el jingle). No se puede dejar de sentir cierto escándalo típicamente intelectual (un escándalo reaccionario: ¿en nombre de qué? ¿De la corrección cívica? ¿De la nobleza?). Se me subestima, se me falta el respeto, se me considera poco capaz de asociar esto con Evita, o de ver un populismo concheto y avasallante que se ofrece en la coartada del feminismo. O mejor, del "madrismo" o del "matronismo", por así decirlo, ya que si toda presencia femenina en la vida pública habla ahora de una especie de preocupación programática por lo femenino, no es en absoluto el de Julita el mismo femenino que el de Ana Lía Piñeyrúa, por ejemplo.

Pues Julita es femenina en la medida en que es la señora del estanciero, en que es buena, simpática y comprensiva con los sirvientes, en que está preocupada por la salud y la educación de los hijos de los peones. Y cómo nos clava eso en el lugar paradójico de creer acortar distancias sociales llamándola Julita, e, inmediatamente, de pensar que eso no es sino un modo oblicuo y perverso de reconocerlas, legitimarlas y asumirlas.

Mi escándalo de intelectual de clase media está también lleno de resentimiento (¿qué crítica cultural o social no lo está?), y es, antes que nada, ingenuo. Quizá me molesta menos la existencia de diferencias sociales que el hecho de que estas diferencias quieran tener un registro en el discurso público.

Yo sí, yo ya sabía que la señora del estanciero cajetilla que juega a la matrona buena existe. Lo que me incomoda es que eso busque una representación en la mitología política, que quiera gobernar sin fingirse otra cosa, que no necesite ocultar su identidad social detrás de un funcionariado político sin clase ni historia (en ese sentido es igual a la irrupción de Mujica). Entiendo que vivo, y la cosa no es nueva, en una utopía bastante cínica, construida sobre un simulacro de anulación de las diferencias sociales a través de operaciones de ocultamiento, uniformización y borrado de sus signos públicos. Toda aparición de la diferencia social es agresiva, catastrófica.

4. A

l igual que Géant, entonces, Julita me enfrenta a una catástrofe. Es la de no poder pensar ya que la gente ha sido engañada. No ha habido mentiras ni trampas para hacerla consumir el populismo burdo de una señora paqueta. No ha sido encandilada con chirimbolos en liquidación en formato de gigante francés. Es que la gente, llegado el caso, desea eso. Hay una especie de deseo social que lo permite, lo sostiene, lo anima. Y, mejor quizá que un deseo, hay una euforia, una celebración de su advenimiento (the second coming).

El verdadero mutante social es ese deseo de telemaratón, de quermeses y eventos participativos organizados por señoras de comisión de fomento en los que se nos interpela no como ciudadanos (política) ni como compatriotas (épica) ni como consumidores (mercado) sino como comarca, como villa. Por eso hablaba más arriba de medievalización.

Carnavalización del consumo, carnavalización de la política. Y ése es un país que, de una forma u otra, siempre ha estado ahí: los sorteos, los certámenes, las justas, los premios, las dispensaciones, las dádivas. Lotería en Babilonia. Formas místicas y mesiánicas del azar. Todo parece resumirse en un profundo deseo de populismo.
En el centro, clavada, la civilización uruguaya empecina discretamente su itinerario póstumo.

El arte de la administración, de la planificación o del gobierno, revierte en una especie de ecología urbana, en una estética pura. Ya no sirve, pero es bonito. Ya no funciona, pero a esa máquina quieta le debemos un respeto sagrado: la mejor historia del país ha pasado por ahí. Una burbuja utópica cargada de pureza, cultura, civilización, nobleza, modernidad, belleza: piezas de museo, muestras gratis sin valor (paradójicamente, por eso se llaman "valores": objetos que alguna vez sirvieron y que ahora solamente significan o representan).

Afuera, el aire se va cargando de algo que aterra. Un ambiente medieval, bárbaro y hostil. Un mundo lleno de mutantes y de poderes advenedizos. Un territorio gobernado por el azar.

 

* Publicado originalmente en Brecha.

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