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CIBERCULTURA - POSTHUMANO

Exiliados en Cyberia*

María José Santacreu

Las especulaciones sobre el destino del hombre después de la revolución digital y las discusiones en torno a un destino posthumano que especulan sobre el destino del cuerpo y la posible descarga de la conciencia humana digitalizada en una computadora, están, hoy día, en el centro del debate


Cualquiera que tenga ojos para ver y oídos para oir está expuesto a diario una andanada de proyecciones sobre el futuro del hombre ligado a la revolución digital. El número monográfico de 1998 de la revista española El paseante, se consagra a este tema, con el interesante agregado de venir acompañado por la traducción al español de Velocidad de escape, el libro del crítico cultural estadounidense Mark Dery que explora la cibercultura en este muy mentado fin de siglo. A pesar que en este artículo evitamos deliberadamente citar a Marshall Mc Luhan, escribir la palabra 'globalización', hablar de la sociedad de la información y que la red de redes es mencionada una sola vez, lamentamos informarle que el mismo versa sobre "el futuro del hombre ligado a la revolución digital". Y también que lo hacemos porque, entre otras cosas, es su propio cuerpo -el suyo, lector- el que está en juego. Porque, aunque el epígrafe de Negroponte es más provocador que verdadero, uno de los futuros posibles será digital. Y, al parecer, los humanos ya no seremos los mismos.

Quizás una de las maneras más sencillas de aproximarse a
un tema como la cibercultura en el final del siglo sea nombrar esos dos artefactos que se llamaron lanzadera volante e hiladora mecánica, símbolos de la revolución industrial.

Sería ocioso intentar referir aquí siquiera un esbozo de lo que la misma significó para la humanidad, tanto económica como social y políticamente. Sin embargo, una de sus principales consecuencias fue el profundo cambio sufrido por el modo de producción y ciertamente fueron las máquinas la causa principal del mismo: "en la manufactura
y en el artesanado el obrero se sirve del instrumento mientras que en la fábrica es el obrero el que sirve a la máquina", anotaba Karl Marx en El Capital.

¿Cómo era el mundo a fines del siglo XVIII, cuando comenzó a gestarse la Revolución Industrial?. En pocas palabras, se trataba de menos gente (aproximadamente
un tercio de la población actual) más separada entre sí.
Si, por una parte, en términos humanos el mundo era más pequeño geográficamente por existir aún regiones nula o escasamente exploradas, por otra era inmensamente grande, ya que la dificultad en las comunicaciones lo hacían mucho mayor de lo que es para cualquier hombre de hoy.
Sin ir más lejos, la noticia de un acontecimiento como la caída de la Bastilla tardó trece días en llegar a Madrid, e incluso algunos pueblos de la propia Francia recibieron la noticia con mucho más retraso, a pesar de estar a escasos kilómetros de la capital.

Por otra parte, la mayor parte de la gente nacía y moría en su región, salvo algunos a quienes su profesión les obligaba
a una mayor movilidad y justamente eran éstos quienen a menudo traían y llevaban las noticias ya que los periódicos solo existían para las quienes sabían leer -que no eran demasiados.

Para ese mundo y en ese mundo se produjo lo que ha sido calificado como "probablemente el acontecimiento más importante de la historia del mundo", transformación que
ha contribuído a modificar la forma de vida de los hombres, su relación entre sí y con el mundo exterior.

La sustitución del hombre por la máquina comenzaba a ser un problema cuando nadie soñaba con un término como "efimerización del trabajo", término acuñado por Buckminster Fuller y que Mark Dery define como "la reducción del trabajo hasta llegar a una manipulación computarizada que sustituya al proceso de producción".
Y es que estamos todavía en la era de las revoluciones
y con una emoción similar a la producida por la revolución industrial el mundo acoge hoy lo que quizás sea la última revolución posible, que es digital y que, como toda revolución que se precie, ofrece sus paraísos y sus infiernos.

Átomos por bits

Tal vez en el futuro se describa a las últimas décadas del siglo XX como el momento en que, para la mayoría de la gente, PC dejó de significar Partido Comunista para pasar
a ser Personal Computer. La revolución y el alcance de la era informática se percibe claramente en el crecimiento exponencial de la cantidad de usuarios computadoras personales así como de los usuarios de Internet (unos cien millones de usuarios que en algún momento de la próxima década serán mil). La cultura digital ha nacido para sorprender y la literatura que celebra la esta revolución se regodea en las maravillas que nos promete el futuro cercano.

Trabajo a distancia, negociaciones on line, Estado más
chico (para terror de los uruguayos), nueva estructura del aprendizaje, mejores sistemas sanitarios y mucho más baratos: es lo que Don Tapscott llamó The Age of Networked Intelligence (la Era de la Inteligencia Interconectada).

La revolución industrial se ha superado, por lo cual sus horrorosos productos, (¡hechos de átomos!) se irán sustituyendo. Nada de dinero, cheques, facturas y conocimientos de embarque. Nada de tener que asistir a reuniones de negocios. Nada de discos, libros o cartas.
Ha llegado la era del bit.

Para ilustrar la importancia de los mismos, Nicholas Negroponte, director del Media Lab del MIT, cuenta
que en una visita a uno de los cinco mayores fabricantes
de circuitos integrados de los Estados Unidos, la recepcionista le pidió que al, registrase, declarara el valor
de su computadora portátil. "Vale entre uno y dos millones de dólares"-contestó Negroponte.

La recepcionista consideró que eso no era posible y la
evaluó en unos dos mil dólares. "La verdad es que, si bien los átomos no valían tanto, los bits que contenía mi laptop eran de un valor casi imponderable". Lo que, en buen romance, significa que lo que realmente vale hoy día es la información.

Las consecuencias más importantes de la transformación
de átomos a bits es que todo tiende a volverse intangible
(o si se lo prefiere, virtual): junto a la "efimerización del trabajo" y la inmaterialidad de los bienes, la cibercultura
lleva al desvanecimiento del cuerpo humano.

Hombres y máquinas

Cada revolución genera a sus propios detractores y panegiristas, sus subculturas y su ideología. Inevitable producto de la Revolución Industrial fue el debate sobre
la naturaleza de la sociedad y el camino por el que iba o debería ir. Y como en todo debate, estuvieron los que aceptaban el camino que tomaban las cosas y los que no,
es decir, entre quienes aceptaban o no el progreso.

Para los primeros, el progreso era tan natural como el capitalismo y consideraban que el avance económico se acompañaba de una situación análoga en las artes, las ciencias y la civilización en general. De la misma manera,
los socialistas utópicos abrazaron la Revolución Industrial, porque a su juicio la misma creaba la verdadera posibilidad del socialismo moderno.

Por su parte, quienes se resistían a los cambios consideraban que se estaba destruyendo el orden social sustituyéndolo por la anarquía de la competencia de todos contra todos y la deshumanización del mercado.

Ejemplo de estos últimos son los ludditas, bandas de hombres enmascarados quienes, amparados en las sombras de la noche (y eran muy sombrías las noches de esa época) destruían la maquinaria que se comenzaba a usar a gran escala sobre todo en la industria textil y que actuaron en la Gran Bretaña de la segunda década del siglo XIX.

Los ludditas recibían su nombre de un tal Ned Lud,
quien en 1779 forzó la puerta de una casa y destrozó una máquina textil, convirtiéndose quizás en el primer tecnófobo.
Hoy día la tecnología está tan inserta en la vida cotidiana
que la crítica a la tecnología se hace desde la tecnología misma, y las casi la totalidad de las subculturas de la era informática considera a la computadora, a la vez, "máquina de liberación e instrumento de represión".

Cibercultura y esos raros peinados nuevos

Son estas subculturas de la era informática que Mark Dery aborda en Velocidad de escape. El libro gira básicamente
en torno a dos leitmotiv: "Nos contamos historias para poder vivir" (frase inicial del White Album de John Didion) y "La calle encuentra sus propios usos para las cosas" (máxima ciberpunk de William Gibson).

Dery adopta la frase de Didion porque, en última instancia va a abordar las historias que se cuentan los que vieron
en la tecnología digital lo que antiguamente se veía en Dios, en las máquinas a vapor, o en la revolución. En pocas palabras, algo en lo que creer.

La frase de Gibson, por su parte, pone el acento en la importancia de los movimientos contraculturales: ciberhippies, ciberpunks, tecnopaganos, ravers, practicantes de body art cibernético, fabricantes de robots que reaniman tecnologías obsoletas o de desecho, hombres
y mujeres que tatuan sus cuerpos con dibujos de máquinas
o circuitos.

Dice Dery al respecto: "Las subculturas que se exploran
en Velocidad de escape actúan como prismas, refractando las cuestiones centrales que atraviesan la cibercultura,
como la intersección literal y metafórica de la biología c
on la tecnología o la menguante relevancia de los sentidos corporales al ser reemplazados por la simulación digital.

Cada una de ellas intenta encontrar un significado, o un sinsentido, a la dialéctica que enfrenta a los tecnófilos de la New Age, ejemplificados por el director de Wired, Kevin Kelly, que piensa que la tecnología es 'absolutamente, al cien por cien, positiva', y a los tecnófobos del juicio final como John Zerzan, el teórico del anarquismo que sostiene que la tecnología está 'en el corazón del mal crónico que es la sociedad'"

Cada grupo va a "digerir" la tecnología a su manera, la
va a transformar a su imagen y semejanza, hasta el extremo de la construcción de utopías que prometen liberar al hombre de la carne y la mortalidad, en una especie de misticismo milenarista que cree que el superhombre nietszcheano pueda estar hecho de silicio.

Éxtasis místico-tecnológico

El extremo entre los entusiastas de la tecnología está representado por un grupo de científicos que desde hace unos años especulan sobre como podría evolucionar la inteligencia cuando se libere de su envoltorio mortal.
Uno de ellos es Hans Moravec, ingeniero en robótica
de la Universidad de Carnegie Mellon. Moravec está convencido que en el futuro los hombres abandonarán
con gusto sus cuerpos y, dueños de mayor libertad y,
sobre todo, de la preciada inmortalidad, vivirán en el ciberespacio.

Hastiado de revolotear en torno a lo que considera
"ideas del siglo XIX", para Moravec, el verdadero desafío que enfrenta la ciencia es la creación de robots capaces de pensar y reproducirse. Moravec vaticina que, promediando el próximo siglo, los robots serán tan inteligentes como los humanos y se encargarán desde la realización de tareas domésticas (Robotina revisitada) hasta de la economía
y la propia ciencia. Los humanos se dedicarían entonces
a "alguna actividad variopinta, como la poesía".

Por su parte, Edward Fredkin, empresario de la industria informática y profesor de física de la Universidad de Boston, comparte estas ideas. Fredkin está absolutamente convencido que nos aguardan máquinas "muchos millones de veces más inteligentes que nosotros".

Una alternativa tal vez un tanto más inverosímil es la que propone el físico de la Universidad de Tulane, Frank Tipler quien postula que en el universo al final dejará de expandirse produciéndose la operación inversa a la del Big Bang (que él llama Big Crunch) en un punto (que denomina punto omega siguiendo al místico y científico jesuita Teilhard de Chardin).

La energía producida por esa implosión podría ser usada para cargar un simulador digital cósmico que tendría el poder de recrear a todos cuantos habían vivido anteriormente para vivir eternamente en una especie de paraíso. El punto omega no solo nos volvería a la vida sino que incluso la mejoraría infinitamente haciendose realidad todos nuestros deseos (virtualmente). El problema mayor es que Tipler no aporta ninguna sugerencia sobre lo que hacer con Hitler, Stalin y todos los malvados redivivos.

Cuando Baudrillard era freudiano

A partir de aquellas primeras máquinas de hilar que, al tiempo que amenazaban a los trabajadores encantaban a quienes veían en ellas el ansiado progreso, los discursos
en torno a la tecnología han ido mutando con ella.

En el ya mítico París del '68, el filósofo francés Jean Baudrillard publicaba un libro titulado El sistema de los objetos. En él analizaba los objetos en las modernas sociedades de consumo y postulaba que los mismos
no se producen para satisfacer las necesidades primarias
-ni las secundarias- del hombre, sino que serían usados para sublimar deseos que no son precisamente los de consumo
en el sentido lato del término, sino en tanto " modo activo
de relación (no solo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual se funda todo nuestro sistema cultural."

Al analizar el sistema de los objetos Baudrillard dedicaba
un capítulo de su libro a 'El sistema metafuncional y disfuncional: gadgets y robots' en el que puede leerse:
"En el fondo, (el hombre) no ha inventado más que un superobjeto: el robot".

El hombre ni siquiera tendrá que manejar el domingo su cortadora de césped, sino que ésta se pondrá en movimiento y se detendrá por sí sola. ¿Es éste el único destino posible
de los objetos? Este camino que les ha sido asignado de progresar ineluctablemente en su función actual hasta llegar
a la automatización (y tal vez hasta el mimetismo total de la autogeneración "espontánea" según la cual los molinos de café producirán molinitos de café, como se lo imaginan los niños) tiene menos que ver con las técnicas futuras del hombre que con sus determinaciones psicológicas actuales.

A este respecto, el mito del robot resume todos los caminos del inconsciente en el dominio del objeto.
Es un microcosmos simbólico, a la vez del hombre y del mundo, es decir que sustituye a la vez al hombre y al mundo. Es la síntesis entre la funcionalidad absoluta y el antropomorfismo absoluto. El precursor es el aparato doméstico eléctrico (el robot sirviente). Por esa razón el robot, en el fondo, no es sino la culminación mitológica de una fase ingenua de lo imaginario: la de la proyección de
una funcionalidad continua y visible." Baudrillard, en un lejano 1968 en el que apenas comenzaba el arrollador avance de la tecnología informática, ya identificaba con precisión las determinaciones psicológicas del hombre y la consecuente construcción de mitos en torno a los objetos.

Sin embargo, para Baudrillard, las alternativas posibles en cuanto a la relación del hombre con la técnica, tenían su apoteosis en el robot (doble imperfecto del ser humano
que a nivel inconsciente era el objeto ideal en tanto resume
a todos los demás objetos, el robot es simulacro del hombre no lo suficientemente perfecto para competir con él y por lo tanto todavía un objeto).

El mismo cumplía, en el inconsciente humano, la ambigua función de esclavo antropomórfico, fijado en la semejanza con el hombre y sin posibilidad de ulterior evolución.
Pero este esclavo llevaba siempre implícita la posibilidad
de insurrección, rebelión de los robots que, corrientemente culmina en dos soluciones tranquilizadoras: en la recuperación del dominio por parte del hombre o en el enloquecimiento y destrucción "suicida" del robot ("la técnica consuma su propia perdición y el hombre vuelve
a la buena naturaleza").

Quizás entonces para Baudrillard era difícil imaginar que el hombre ansiara "ser" el robot, tan difícil como imaginar que el Paraíso no fuera la vuelta a la naturaleza. Baudrillard creía que la angustia del hombre frente al robot se evitaba siempre y cuando el mismo fuera igual al hombre como para ser su esclavo pero diferente (imperfecto) como para no verse amenazado por él.

Tal vez lo que no era posible entonces imaginar es que el robot prometiera al hombre liberarse de la angustia fundamental: la de la propia mortalidad.

Las especulaciones sobre el destino del hombre después de la revolución digital y las discusiones en torno a un destino posthumano que especulan sobre el destino del cuerpo y la posible descarga de la conciencia humana digitalizada en una computadora, están, hoy día, en el centro del debate. En su libro Hijos de la mente: el futuro de la inteligencia robótica y humana, Hans Moravec describe a "un cirujano robot abriendo el cráneo de una persona y utilizando resonancias magnéticas de super alta resolución para crear una simulación digital de la arquitectura neural del sujeto.

Capa a capa el cerebro es digitalizado y estimulado y durante el proceso, el tejido superfluo se elimina quirúrgicamente. Finalmente el cráneo queda vacío: el robot desconecta todos los sistemas vitales y el cuerpo muere entre convulsiones. Entre tanto, a la conciencia del sujeto todo esto le da igual, moviéndose como un fantasma por el ciberespacio. (...).
Por supuesto una mente sin cuerpo sería inmortal y se podrían conservar copias de seguridad como protección frente a problemas mecánicos o fallos en el programa".

La promesa de dejar "el cuerpo en el basurero del siglo XX" ha sido lanzada y Moravec se atreve a vaticinar la reencarnación en un "nuevo cuerpo brillante con el modelo, color y material de su elección".

Después de todo, el problema no parece ser demasiado grave: Moravec parece sugerir que todo se reduce a cambiar el modisto por un buen chapista.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 45

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