Cualquiera que tenga ojos para ver
y oídos para oir está expuesto a diario una andanada
de proyecciones sobre el futuro del hombre ligado a la revolución
digital. El
número monográfico de 1998 de la revista española
El paseante, se consagra a este tema, con el interesante
agregado de venir acompañado por la traducción
al español de Velocidad de escape, el libro del crítico
cultural estadounidense Mark Dery que explora la cibercultura
en este muy mentado fin de siglo. A pesar que en este artículo
evitamos deliberadamente citar a Marshall Mc Luhan, escribir
la palabra 'globalización', hablar de la sociedad de la
información y que la red de redes es mencionada una sola
vez, lamentamos informarle que el mismo versa sobre "el
futuro del hombre ligado a la revolución digital".
Y también que lo hacemos porque, entre otras cosas, es
su propio cuerpo -el suyo, lector- el que está en juego.
Porque, aunque el epígrafe de Negroponte es más
provocador que verdadero, uno de los futuros posibles será
digital. Y, al parecer, los humanos ya no seremos los mismos.
Quizás una de
las maneras más sencillas de aproximarse a
un tema como la cibercultura en el final del siglo sea nombrar
esos dos artefactos que se llamaron lanzadera volante e hiladora
mecánica, símbolos de la revolución industrial.
Sería ocioso intentar referir aquí siquiera un
esbozo de lo que la misma significó para la humanidad,
tanto económica como social y políticamente. Sin
embargo, una de sus principales consecuencias fue el profundo
cambio sufrido por el modo de producción y ciertamente
fueron las máquinas la causa principal del mismo: "en
la manufactura
y en el artesanado el obrero se sirve del instrumento mientras
que en la fábrica es el obrero el que sirve a la máquina",
anotaba Karl Marx en El Capital.
¿Cómo
era el mundo a fines del siglo XVIII, cuando comenzó a
gestarse la Revolución Industrial?. En pocas palabras,
se trataba de menos gente (aproximadamente
un tercio de la población actual) más separada
entre sí.
Si, por una parte, en términos humanos el mundo era más
pequeño geográficamente por existir aún
regiones nula o escasamente exploradas, por otra era inmensamente
grande, ya que la dificultad en las comunicaciones lo hacían
mucho mayor de lo que es para cualquier hombre de hoy.
Sin ir más lejos, la noticia de un acontecimiento como
la caída de la Bastilla tardó trece días
en llegar a Madrid, e incluso algunos pueblos de la propia Francia
recibieron la noticia con mucho más retraso, a pesar de
estar a escasos kilómetros de la capital.
Por otra parte, la
mayor parte de la gente nacía y moría en su región,
salvo algunos a quienes su profesión les obligaba
a una mayor movilidad y justamente eran éstos quienen
a menudo traían y llevaban las noticias ya que los periódicos
solo existían para las quienes sabían leer -que
no eran demasiados.
Para ese mundo y en
ese mundo se produjo lo que ha sido calificado como "probablemente
el acontecimiento más importante de la historia del mundo",
transformación que
ha contribuído a modificar la forma de vida de los hombres,
su relación entre sí y con el mundo exterior.
La sustitución
del hombre por la máquina comenzaba a ser un problema
cuando nadie soñaba con un término como "efimerización
del trabajo", término acuñado por Buckminster
Fuller y que Mark Dery define como "la reducción
del trabajo hasta llegar a una manipulación computarizada
que sustituya al proceso de producción".
Y es que estamos todavía en la era de las revoluciones
y con una emoción similar a la producida por la revolución
industrial el mundo acoge hoy lo que quizás sea la última
revolución posible, que es digital y que, como toda revolución
que se precie, ofrece sus paraísos y sus infiernos.
Átomos por
bits
Tal vez en el futuro
se describa a las últimas décadas del siglo XX
como el momento en que, para la mayoría de la gente, PC
dejó de significar Partido Comunista para pasar
a ser Personal Computer. La revolución y el alcance de
la era informática se percibe claramente en el crecimiento
exponencial de la cantidad de usuarios computadoras personales
así como de los usuarios de Internet (unos cien millones
de usuarios que en algún momento de la próxima
década serán mil). La cultura digital ha nacido
para sorprender y la literatura que celebra la esta revolución
se regodea en las maravillas que nos promete el futuro cercano.
Trabajo a distancia,
negociaciones on line, Estado más
chico (para terror de los uruguayos), nueva estructura del aprendizaje,
mejores sistemas sanitarios y mucho más baratos: es lo
que Don Tapscott llamó The Age of Networked Intelligence
(la Era de la Inteligencia Interconectada).
La revolución
industrial se ha superado, por lo cual sus horrorosos productos,
(¡hechos de átomos!) se irán sustituyendo.
Nada de dinero, cheques, facturas y conocimientos de embarque.
Nada de tener que asistir a reuniones de negocios. Nada de discos,
libros o cartas.
Ha llegado la era del bit.
Para ilustrar la importancia
de los mismos, Nicholas Negroponte, director del Media Lab del
MIT, cuenta
que en una visita a uno de los cinco mayores fabricantes
de circuitos integrados de los Estados Unidos, la recepcionista
le pidió que al, registrase, declarara el valor
de su computadora portátil. "Vale entre uno y dos
millones de dólares"-contestó Negroponte.
La recepcionista consideró
que eso no era posible y la
evaluó en unos dos mil dólares. "La verdad
es que, si bien los átomos no valían tanto, los
bits que contenía mi laptop eran de un valor casi imponderable".
Lo que, en buen romance, significa que lo que realmente vale
hoy día es la información.
Las consecuencias más
importantes de la transformación
de átomos a bits es que todo tiende a volverse intangible
(o si se lo prefiere, virtual): junto a la "efimerización
del trabajo" y la inmaterialidad de los bienes, la cibercultura
lleva al desvanecimiento del cuerpo humano.
Hombres y máquinas
Cada revolución
genera a sus propios detractores y panegiristas, sus subculturas
y su ideología. Inevitable producto de la Revolución
Industrial fue el debate sobre
la naturaleza de la sociedad y el camino por el que iba o debería
ir. Y como en todo debate, estuvieron los que aceptaban el camino
que tomaban las cosas y los que no,
es decir, entre quienes aceptaban o no el progreso.
Para los primeros,
el progreso era tan natural como el capitalismo y consideraban
que el avance económico se acompañaba de una situación
análoga en las artes, las ciencias y la civilización
en general. De la misma manera,
los socialistas utópicos abrazaron la Revolución
Industrial, porque a su juicio la misma creaba la verdadera posibilidad
del socialismo moderno.
Por su parte, quienes
se resistían a los cambios consideraban que se estaba
destruyendo el orden social sustituyéndolo por la anarquía
de la competencia de todos contra todos y la deshumanización
del mercado.
Ejemplo de estos últimos
son los ludditas, bandas de hombres enmascarados quienes, amparados
en las sombras de la noche (y eran muy sombrías las noches
de esa época) destruían la maquinaria que se comenzaba
a usar a gran escala sobre todo en la industria textil y que
actuaron en la Gran Bretaña de la segunda década
del siglo XIX.
Los ludditas recibían
su nombre de un tal Ned Lud,
quien en 1779 forzó la puerta de una casa y destrozó
una máquina textil, convirtiéndose quizás
en el primer tecnófobo.
Hoy día la tecnología está tan inserta en
la vida cotidiana
que la crítica a la tecnología se hace desde la
tecnología misma, y las casi la totalidad de las subculturas
de la era informática considera a la computadora, a la
vez, "máquina de liberación e instrumento
de represión".
Cibercultura y esos
raros peinados nuevos
Son estas subculturas
de la era informática que Mark Dery aborda en Velocidad
de escape. El libro gira básicamente
en torno a dos leitmotiv: "Nos contamos historias para poder
vivir" (frase inicial del White Album de John Didion) y
"La calle encuentra sus propios usos para las cosas"
(máxima ciberpunk de William Gibson).
Dery adopta la frase
de Didion porque, en última instancia va a abordar las
historias que se cuentan los que vieron
en la tecnología digital lo que antiguamente se veía
en Dios, en las máquinas a vapor, o en la revolución.
En pocas palabras, algo en lo que creer.
La frase de Gibson,
por su parte, pone el acento en la importancia de los movimientos
contraculturales: ciberhippies, ciberpunks, tecnopaganos,
ravers, practicantes de body art cibernético,
fabricantes de robots que reaniman tecnologías obsoletas
o de desecho, hombres
y mujeres que tatuan sus cuerpos con dibujos de máquinas
o circuitos.
Dice Dery al respecto:
"Las subculturas que se exploran
en Velocidad de escape actúan como prismas, refractando
las cuestiones centrales que atraviesan la cibercultura,
como la intersección literal y metafórica de la
biología c
on la tecnología o la menguante relevancia de los sentidos
corporales al ser reemplazados por la simulación digital.
Cada una de ellas intenta encontrar un significado, o un sinsentido,
a la dialéctica que enfrenta a los tecnófilos de
la New Age, ejemplificados por el director de Wired, Kevin Kelly,
que piensa que la tecnología es 'absolutamente, al cien
por cien, positiva', y a los tecnófobos del juicio final
como John Zerzan, el teórico del anarquismo que sostiene
que la tecnología está 'en el corazón del
mal crónico que es la sociedad'"
Cada grupo va a "digerir"
la tecnología a su manera, la
va a transformar a su imagen y semejanza, hasta el extremo de
la construcción de utopías que prometen liberar
al hombre de la carne y la mortalidad, en una especie de misticismo
milenarista que cree que el superhombre nietszcheano pueda estar
hecho de silicio.
Éxtasis místico-tecnológico
El extremo entre los
entusiastas de la tecnología está representado
por un grupo de científicos que desde hace unos años
especulan sobre como podría evolucionar la inteligencia
cuando se libere de su envoltorio mortal.
Uno de ellos es Hans Moravec, ingeniero en robótica
de la Universidad de Carnegie Mellon. Moravec está convencido
que en el futuro los hombres abandonarán
con gusto sus cuerpos y, dueños de mayor libertad y,
sobre todo, de la preciada inmortalidad, vivirán en el
ciberespacio.
Hastiado de revolotear
en torno a lo que considera
"ideas del siglo XIX", para Moravec, el verdadero desafío
que enfrenta la ciencia es la creación de robots capaces
de pensar y reproducirse. Moravec vaticina que, promediando el
próximo siglo, los robots serán tan inteligentes
como los humanos y se encargarán desde la realización
de tareas domésticas (Robotina revisitada) hasta de la
economía
y la propia ciencia. Los humanos se dedicarían entonces
a "alguna actividad variopinta, como la poesía".
Por su parte, Edward
Fredkin, empresario de la industria informática y profesor
de física de la Universidad de Boston, comparte estas
ideas. Fredkin está absolutamente convencido que nos aguardan
máquinas "muchos millones de veces más inteligentes
que nosotros".
Una alternativa tal
vez un tanto más inverosímil es la que propone
el físico de la Universidad de Tulane, Frank Tipler quien
postula que en el universo al final dejará de expandirse
produciéndose la operación inversa a la del Big
Bang (que él llama Big Crunch) en un punto
(que denomina punto omega siguiendo al místico y científico
jesuita Teilhard de Chardin).
La energía producida
por esa implosión podría ser usada para cargar
un simulador digital cósmico que tendría el poder
de recrear a todos cuantos habían vivido anteriormente
para vivir eternamente en una especie de paraíso. El punto
omega no solo nos volvería a la vida sino que incluso
la mejoraría infinitamente haciendose realidad todos nuestros
deseos (virtualmente). El problema mayor es que Tipler no aporta
ninguna sugerencia sobre lo que hacer con Hitler, Stalin y todos
los malvados redivivos.
Cuando Baudrillard
era freudiano
A partir de aquellas
primeras máquinas de hilar que, al tiempo que amenazaban
a los trabajadores encantaban a quienes veían en ellas
el ansiado progreso, los discursos
en torno a la tecnología han ido mutando con ella.
En el ya mítico
París del '68, el filósofo francés Jean
Baudrillard publicaba un libro titulado El sistema de los
objetos. En él analizaba los objetos en las modernas
sociedades de consumo y postulaba que los mismos
no se producen para satisfacer las necesidades primarias
-ni las secundarias- del hombre, sino que serían usados
para sublimar deseos que no son precisamente los de consumo
en el sentido lato del término, sino en tanto " modo
activo
de relación (no solo con los objetos, sino con la colectividad
y el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta
global en el cual se funda todo nuestro sistema cultural."
Al analizar el sistema
de los objetos Baudrillard dedicaba
un capítulo de su libro a 'El sistema metafuncional y
disfuncional: gadgets y robots' en el que puede leerse:
"En el fondo, (el hombre) no ha inventado más que
un superobjeto: el robot".
El hombre ni siquiera
tendrá que manejar el domingo su cortadora de césped,
sino que ésta se pondrá en movimiento y se detendrá
por sí sola. ¿Es éste el único destino
posible
de los objetos? Este camino que les ha sido asignado de progresar
ineluctablemente en su función actual hasta llegar
a la automatización (y tal vez hasta el mimetismo total
de la autogeneración "espontánea" según
la cual los molinos de café producirán molinitos
de café, como se lo imaginan los niños) tiene menos
que ver con las técnicas futuras del hombre que con sus
determinaciones psicológicas actuales.
A este respecto, el
mito del robot resume todos los caminos del inconsciente en el
dominio del objeto.
Es un microcosmos simbólico, a la vez del hombre y del
mundo, es decir que sustituye a la vez al hombre y al mundo.
Es la síntesis entre la funcionalidad absoluta y el antropomorfismo
absoluto. El precursor es el aparato doméstico eléctrico
(el robot sirviente). Por esa razón el robot, en el fondo,
no es sino la culminación mitológica de una fase
ingenua de lo imaginario: la de la proyección de
una funcionalidad continua y visible." Baudrillard, en un
lejano 1968 en el que apenas comenzaba el arrollador avance de
la tecnología informática, ya identificaba con
precisión las determinaciones psicológicas del
hombre y la consecuente construcción de mitos en torno
a los objetos.
Sin embargo, para Baudrillard,
las alternativas posibles en cuanto a la relación del
hombre con la técnica, tenían su apoteosis en el
robot (doble imperfecto del ser humano
que a nivel inconsciente era el objeto ideal en tanto resume
a todos los demás objetos, el robot es simulacro del hombre
no lo suficientemente perfecto para competir con él y
por lo tanto todavía un objeto).
El mismo cumplía,
en el inconsciente humano, la ambigua función de esclavo
antropomórfico, fijado en la semejanza con el hombre y
sin posibilidad de ulterior evolución.
Pero este esclavo llevaba siempre implícita la posibilidad
de insurrección, rebelión de los robots que, corrientemente
culmina en dos soluciones tranquilizadoras: en la recuperación
del dominio por parte del hombre o en el enloquecimiento y destrucción
"suicida" del robot ("la técnica consuma
su propia perdición y el hombre vuelve
a la buena naturaleza").
Quizás entonces
para Baudrillard era difícil imaginar que el hombre ansiara
"ser" el robot, tan difícil como imaginar que
el Paraíso no fuera la vuelta a la naturaleza. Baudrillard
creía que la angustia del hombre frente al robot se evitaba
siempre y cuando el mismo fuera igual al hombre como para ser
su esclavo pero diferente (imperfecto) como para no verse amenazado
por él.
Tal vez lo que no era
posible entonces imaginar es que el robot prometiera al hombre
liberarse de la angustia fundamental: la de la propia mortalidad.
Las especulaciones
sobre el destino del hombre después de la revolución
digital y las discusiones en torno a un destino posthumano que
especulan sobre el destino del cuerpo y la posible descarga de
la conciencia humana digitalizada en una computadora, están,
hoy día, en el centro del debate. En su libro Hijos
de la mente: el futuro de la inteligencia robótica y humana,
Hans Moravec describe a "un cirujano robot abriendo el cráneo
de una persona y utilizando resonancias magnéticas de
super alta resolución para crear una simulación
digital de la arquitectura neural del sujeto.
Capa a capa el cerebro
es digitalizado y estimulado y durante el proceso, el tejido
superfluo se elimina quirúrgicamente. Finalmente el cráneo
queda vacío: el robot desconecta todos los sistemas vitales
y el cuerpo muere entre convulsiones. Entre tanto, a la conciencia
del sujeto todo esto le da igual, moviéndose como un fantasma
por el ciberespacio. (...).
Por supuesto una mente sin cuerpo sería inmortal y se
podrían conservar copias de seguridad como protección
frente a problemas mecánicos o fallos en el programa".
La promesa de dejar
"el cuerpo en el basurero del siglo XX" ha sido lanzada
y Moravec se atreve a vaticinar la reencarnación en un
"nuevo cuerpo brillante con el modelo, color y material
de su elección".
Después de todo,
el problema no parece ser demasiado grave: Moravec parece sugerir
que todo se reduce a cambiar el modisto por un buen chapista.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 45
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