El hombre y algunas circunstancias. Luego de la derrota en la
votación judicial, cierto senador republicano renunció
a censurar al presidente de su país, aduciendo que era
mejor dejar que su conducta "fuera juzgada por la Historia".
Esta renuncia responde, en buena medida, a la tardía asunción,
por parte del partido republicano (conocido como GOP en Estados
Unidos) de que los tiempos habían cambiado. Las "mayorías
morales" (que solían involucrar al residuo puritano
y anacrónico del país, de donde derivan, entre
otros, los grupos supremacistas y el fanático fiscal Kenneth
Starr, hijo de un padre predicador y una madre que consideraba
al café una especie de afrodisíaco al que convenía
renunciar) se angostaron de manera concluyente, y los legisladores
republicanos que llevaron a juicio a William Jefferson Clinton
se encontraron como el viejo Coyote de la Warner: corrían
desesperados detrás del correcaminos y terminaron mirando
a la cámara, descubriendo que había desaparecido
el suelo y pataleando un segundo antes de precipitarse al vacío.
Y la Historia, a la que invoca como coartada el senador republicano,
no tiene que esperar demasiado para empezar a escribir sus páginas
sobre Bill Clinton. Hay un antes y después de él,
casi un salto epistemológico, como decía Bachelard
(las consecuencias, sin embargo, no son del todo previsibles).
Como al margen, la historia ya puede ir apuntando que no sólo
el GOP se descubrió caminando en un abismo. Una vez terminado
el proceso de impeachment a su presidente, Estados Unidos descubrió
que no había logrado escapar a las reglas de los medios.
Algún periodista viejo señaló que mucho
del cambio se debía a que la consideración que
alguna vez se tuviera al periodismo, otrora el "cuarto poder",
había resignado en favor del fervor noticioso, de por
sí indiscriminado y avasallante, de los medios (cuya meta,
como se sabe, es el entretemiento a toda costa).
Lo cierto es que algunos
patrones en el mecanismo de representación norteamericano
se habían modificado. Quedó en evidencia que ya
no regía una norma que fuera de oro hasta los años
ochenta. En un sistema que controlaba en forma directa a los
representantes (difiriendo del estilo latinoamericano, donde
senadores y diputados son recién advertidos a la hora
del castigo, es decir, cuando llega la votación), la moral
cívica estadounidense, una década atrás
básicamente puritana, exigía que el representante
(edil, congresista, senador o presidente) no cometiera los deslices
comunes en el votante.
Dicho de otro modo,
era deber de un político que su vida privada no manchara
la pública, esfera en la cual un pacto con el votante
lo mantentía como en una burbuja. Por lo tanto, los miles
de pasquines sensacionalistas y redes de chismerío no
solían meterse en los dormitorios de los políticos.
Había un lugar para deportistas, estrellas de cine y televisión,
y otro para los "líderes". Quien esto transgredía
-como le ocurriera a los candidatos liberales más carismáticos
de los ochenta, Kennedy y Hart-, veía ipso facto evaporarse
su carrera política. Este pacto se mantuvo hasta que el
odio de los republicanos por Bill Clinton los llevara a activar
la farandulización de lo político.
Si un presidente podía
ser sometido a juicio a causa de los labios dóciles de
una becaria, y si el parlamento consideró que sus niñerías
eróticas exigían ser expuestas, vía internet,
a toda la población del planeta, entonces no sólo
lo privado, sino también lo íntimo, tomaron control
de lo político. Por décadas, el sistema había
protegido las recámaras de los líderes, algo que
se puede constatar en el hecho de que incluso individuos que
se verificaron asesinables, como los hermanos Kennedy, fueron
respaldados en ese aspecto. Si Jack y Bob resultaron tan "progresistas"
como farreros, eso es algo que los aparatos de contención
dejaron trascender sólo con el transcurrir de los lustros
(incluso Hoover, el Gran Ojo del FBI advirtió a Jack Kennedy
que era riesgoso exponer de forma tan "atrevida" sus
impulsos). Pero a fines de los noventa fueron los mismos legisladores
de la oposición, y un fiscal que derivó la Carta
Magna hacia las partes pudendas, los que lanzaron la cruzada
y, como suele suceder con los pudibundos, convirtieron la esfera
política en un manual pornográfico sobre cómo
y en quién gastan los líderes sus cigarros.
La reacción
fue inmediata. El informe de Starr era de una obscenidad hasta
entonces pocas veces vista, pero precisamente debido a su rigorismo
neurótico y a su inocencia casi perfecta de los quehaceres
del sexo. Eso le ganó el título nobiliario de Porno
Starr y la intervención de un entusiasta pornócrata
como Larry Flynt, condenado a una silla de ruedas por el balazo
que recibiera de un correligionario de ese obseso fiscal.
Flynt pasó a
desenmascarar deslices y apetencias no muy santas de los republicanos,
pero esto fue apenas un síntoma del gran quiebre. Ya había
sido abierta la puerta al amarillismo: ese obscuro objeto de
deseo de los republicanos (es decir el correcaminos, es decir
Bill Clinton) tampoco pudo escapar a la alucinación que
sucediera a sus juicios civiles y políticos. Se mantuvo
en su puesto, pero quedó temporalmente atrapado por la
succión del mismo vacío en que se despeñaron
los republicanos. El hombre en la Casa Blanca, ya demandado por
Paula Jones, ya sus paños menores expuestos a todos los
rincones del planeta, se transformó en un sex symbol ambivalente.
Hasta entonces, ser
fornicador empedernido era algo que quedaba fuera del curriculum
de cualquier burócrata de la Casa Blanca. Sus apetencias
y vocación de mujeriego (womanizer, en inglés tiene
una suerte de connotación malévola) le proyectaron
algo más: una existencia fantasmática, la de un
fauno que ha alcanzado la máxima investidura del país
pero que, reclamado por su condición de varón codiciado,
no puede quedarse quieto en el sillón presidencial.
Como a las estrellas
de rock, a Clinton le llegaban reclamaciones de paternidad, y
acusaciones como la de cierta señora Juanita Broadrick,
de Little Rock, que salió a denunciar, aunque en un primer
momento no se encontraron pruebas, que el presidente la había
atacado sexualmente hacía 21 años. Si eso era cierto,
o la buena de Juanita lo había simplemente soñado,
es lo de menos.
Para entonces el sonriente
Bill se había convertido, al fervor del amarillismo reinante
y de la moral blanco y negro por la que hacía duelo el
país, en un personaje fabuloso. Correcaminos inapresable,
era también un sátiro, un íncubo que ataca
en el sueño de los que habían quedado dormidos
mientras todo se transfiguraba.
En el período final de su presidencia, Clinton había
alcanzado la mayor popularidad a la que podía aspirar
un varón heterosexual. Irrumpir, como Elvis, en la sueñera
húmeda de sus conciudadanas. La Historia puede cerrar
el siglo diciendo que, así como Presley hizo póstumos
sus quiebres de cadera, compareciendo como un ángel, resurrectando
periódicamente en los titulares de los tabloides, los
juicios de Clinton lo convirtieron en un presidente alucinatorio:
después llegaría otro milenio, fecha para la cual
los norteamericanos de todos los colores, persuasiones y estamentos,
esperaban despertar.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 47
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