1
El monstruo, me dicen,
se parece a la máquina.
El monstruo compone, suelda, anuda partes de diferente naturaleza
y origen, hasta coagular la figura final multiestilística
de un organismo complejo. La arquitectura morfológica barroca
se contrapone a una arquitectura funcional deslumbrante: una máquina
de matar, una máquina de aterrorizar, una máquina
de desear, de ser deseado,
de odiar, de amar, de no
morir.
Jean Paulhan decía
que "nada se parece tanto a la mediocridad como la perfección".
Por eso, morfológicamente, todo monstruo es, por definición,
un exceso. El romanticismo da a ese exceso una escenografía
gótica: un enano deforme aparece y desaparece, entre
gárgolas, en un campanario; un noble rumano, decadente
y melancólico, mira el paisaje hostil y hermoso desde una
ventana de su castillo en los Cárpatos; un fantasma
enmascarado se descuelga desde la tiniebla superior de las bóvedas
del teatro, o emerge de un teatro subterráneo de ventilaciones,
cloacas, y habitaciones
ignoradas; debajo de París hay catacumbas
- en las noches silenciosas es posible oír, desde la superficie,
el murmullo de los rituales secretos e informes.
El exceso del monstruo requiere
la oscuridad de su coreografía, de su decorado, de su puesta
(monstrum). Una línea divide, excluye
y nos aisla del contramundo y de la contrautopía
en la que el monstruo vive -los hace lejanos y tranquilos, ligeramente
inquietantes, ejemplos y advertencias distantes de lo que pudo
haber sido o de lo que podría ser.
2
Un dios ha separado el
cielo y la tierra, un centinela cuida que el infierno y la tierra
no vuelvan a reunirse, la policía cuida y protege el orden:
los géneros y los estilos
deben conservarse puros, reconocibles, inteligibles. Un grupo
de personas festeja su reencuentro con los brazos en alto, la
funcionaria de una biblioteca se estira para alcanzar un libro,
los jugadores de volley bloquean una pelota: el desodorante
en barra, pequeño centinela, verifica que estos rituales
se cumplan en orden, cuidan que el monstruo no se muestre. Este
monstruo es el Gran Monstruo (la
gran máquina),
siempre aludido y siempre evitado: el cuerpo
-su química nauseabunda prefigura un mundo atroz que podría
ser o que pudo haber sido.
Una hermosa muchacha se
desliza veloz por el pasamanos de una escalera, saluda en una
coreografía de aerobics a un grupo de ejecutivos,
juega tenis luego de una jornada de oficina. Todos compartimos
su secreto atroz: está en su período menstrual:
por estos días la sangre y los flujos vaginales arrastran
su carga improductiva de huevos infecundos -lo
residual como excesivo, como monstruoso; backstage,
la escena interior e inferior, la escena fuera de escena, fuera
de cuadro, fuera de estilo.
La opacidad de la línea
divisoria entre stage y
backstage (entre el living y la letrina, la ciudad de
arriba y la ciudad de abajo)
asegura la inexpugnabilidad de este mundo: el monstruo, sangrante
o fedorento, no aparecerá, pues el centinela, el higienista
superior, es mercadería y fetiche
(signo representamen): las toallas protectoras, el milagro
cilíndrico de un desodorante.
3
Esa línea tiende
a ceder. Ya sospechábamos que la verdadera monstruosidad
no es el monstruo, sino su manisfestación en este mundo,
su contrahabitación, la carnavalización. El monstruo
será arrancado de su ambiente estilístico, y colocado
abruptamente en medio de la ciudad,
en medio del día, en medio del living -el monstruo, sumado
a su nuevo contexto, formará otro monstruo, más
terrible e ilegible. El alien (un
monstruo) crece
dentro del cuerpo de un varón
humano que fue violado, inseminado, embarazado (este
monstruo, más complejo, contiene al otro; este acoplamiento
es barroco, es
la forma misma de lo monstruoso).
El predator es ostensiblemente gótico en su ambiente,
en su nave, con su armamento y su armadura; cuando cruza la línea
del estilo y aparece en este mundo es nada, un viento que mata
en la selva centroamericana, una viscosidad en el aire de un callejón
en Los Ángeles.
La vieja idea es que toda
metamorfosis, toda mutación, todo proceso
(el embarazo en Alien,
la mimesis en Predator), son catastróficos, monstruosos:
lo abierto se opone a lo concluido, a la perfección, al
punto terminal de un proceso que termina por ocultar al propio
proceso.(1)
El minotauro en su laberinto,
el monstruo en su escenario, como espacio calusurado y vigilado,
no es monstruoso; lo monstruoso es cuando nuestro escenario no
puede impedir que se transparente su backstage, el lugar
del monstruo superpuesto al mío. Foucault
le hubiera dado a este translugar un nombre rimbombante: heterotopía.
(2) Cuando la utopía (ciudad celeste) y la contrautopía (ciudad gótica subterránea) no tienen una divinidad que las
separe y mantenga sus órdenes, empieza un proceso, un embarazo,
una mutación, un cambio catastrófico, una monstruosidad.
El día del orgullo gay parece funcionar, acá,
como una especie de halloween: menos que gays
(dentro de todo formas correctas de la homosexualidad)
se aglomeran travestis,
mutantes excesivos, barrocos,
omnisexuados.
Los presos se amotinan
en un infierno llamado Libertad -la noticia policial se convierte
en una razón de Estado, provoca a políticos y legisladores,
los involucra: los géneros se confunden, nuestro escenario
no puede ocultar su backstage.
El gusto neobarroco
(3) por el monstruo no deforme o multiforme,
sino informe, amorfo, metaforiza y metaboliza la violencia cultural
de todo proceso. En el cine es el metal líquido del Terminator
1000, que le permite ser un policía, una madre, un sable,
baldosas negras y blancas, es decir, no ser. En el Olimpo del
rock y pop internacional es la mutación quirúrgica
perpetua de Michael Jackson,
su incontrolable tendencia tanática. En el pequeño
mundo de la política uruguaya, periódicamente, la
encuesta y la consultoría se concentran en dibujar la figura
del indeciso, del descreído, del monstruo irresuelto, para
que luego el político trabaje sobre el invento; el político
electoral transparenta (se
diría que casi deliberadamente) lo que en la jerga se conoce como "doble
discurso".
Finalmente, toda escritura fuerte, conviene saberlo,
es monstruosa.
Notas:
(1) Mijail Bajtín, La
cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barral,
Barcelona.
(2) Michel Foucault, Las palabras y las cosas (Prólogo),
Planeta/Agostini, Barcelona.
(3) Omar Calabrese, La era neobarroca, Cátedra,
Madrid.
* Publicado
originalmente en la República de Platón Nº
38
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