Caducidad de la
pretensión expresiva
Nada hay más
uruguayo que la manera de referirnos al clima. "Tiempo loco",
decimos, como si la naturaleza fuera una entidad caprichosa que
la tiene tomada con nosotros con la finalidad de arruinarnos
el fin de semana.
También nos caracteriza el amplio surtido de palabras
tabuadas. No decimos "cáncer" por temor a que
el mero sonido sea una invocación. Nos parecemos a esos
pueblos primitivos que mantienen en secreto los nombres
propios de las personas, por miedo
a que su pronunciación sea empleada por el enemigo para
apropiarse del alma del nombrado.
No podemos siquiera nombrar al propio territorio: somos una república
que está al lado de cierto río.
En la República Oriental del Uruguay
decir las cosas por su nombre
se percibe, tanto por quienes dicen como por quienes escuchan,
como actos agresivos.
El caso de la ley que prohíbe juzgar a personas acusadas
de ciertos delitos durante la dictadura es paradigmático
de esa relación ofuscante que tenemos con las palabras.
Tanto los opositores a la ley como sus defensores empleamos las
palabras con tanta
concentración en la forma,
que el contenido de la ley (ese
gesto de sumisión y ojos
bajos que hay que adoptar cuando uno se acerca, en la selva, al
gorila macho) no
se discutió. El tema, en aquel momento, no era una cuestión
de justicia, sino qué hacer cuando un empleado que tiene
porte de armas le dice a su jefe que no le va a hacer caso. En
cambio, la atención se centró -y se sigue centrando-
en la semántica: Ley de Impunidad o Ley de Caducidad.
La primera expresión tiene la ventaja de ser justa y sobria;
la segunda no tiene nada para elogiar, salvo que es menos ridícula
que el título completo de la norma.
Cuando los opositores emplean la expresión "ley de
impunidad", enfatizan intensamente el acto
transgresor de usar una palabra no admitida por los redactores
de la ley. Cuando los defensores hablan de "ley de caducidad",
parece que bañaran al mundo con un ablandador universal
que conjura la realidad. De esa forma, la discusión se
torna imposible, porque la verdad es que ni es agresivo decir
impunidad, ni se evita la realidad poniéndole sobrenombres
a las cosas.
Ese infantilismo que no permite nombrar las cosas so pena de que
se conviertan en realidad es un carácter dominante de nuestra
cultura, que se resiste a las mutaciones
y se trasmite verticalmente, como ocurre con algunas enfermedades.
Trasmisión
cultural
La epidemiología distingue dos modos de trasmisión
de las enfermedades: vertical, cuando ocurre de padres a hijos,
y horizontal, cuando se produce entre individuos no emparentados,
frecuentemente coetáneos. Según el genetista italiano
Luigi Luca Cavalli-Sforza, la trasmisión cultural se comporta
de manera similar. Los padres trasmiten a sus hijos enseñanzas
y tradiciones (verticalmente); los ciudadanos intercambian
novedades (horizontalmente).
La trasmisión cultural tiene dos fases: primero se da la
comunicación de una novedad; luego, su aceptación.
La aceptación es la parte más difícil de
la trasmisión. Está lleno de ejemplos de las dificultades
de aceptación que impiden o retrasan la trasmisión,
tanto en el área de la ciencia
(las ideas
de Copérnico acerca del universo o la explicación
de Semmelweiss de la causa de la fiebre puerperal) como del arte (la poesía de Blake
o la pintura de Modigliani). En otras áreas de la cultura,
como la religión, la aceptación de novedades es
prácticamente inexistente y cuando se produce es al coste
de grandes cismas, guerras
y calamidades.
La trasmisión cultural vertical tiende a ser tan conservadora
como la trasmisión de caracteres genéticos. Cavalli-Sforza
dice que los cambios culturales trasmitidos verticalmente se producen
de la misma manera como se producen los cambios genéticos:
por mutación, es decir,
por lo que podría llamarse errores de copia en la duplicación
de las moléculas de ácido desoxirribonucleico. Si
esto fuera así, las dificultades de comunicación,
el ruido y la incapacidad de comprensión de los mensajes
serían los principales responsables del cambio cultural
en sentido vertical.
Cuando la trasmisión es horizontal, el fenómeno,
si se torna social, es comparable a una epidemia, y se llama moda.
A veces nos disgusta tanto un fenómeno cultural masivo
que nos negamos a aceptar que se trate de una trasmisión
horizontal; preferimos imaginar conspiraciones de alguna multinacional de la industria
editorial, y convertir ese éxito popular en una trasmisión
vertical. Pero la moda es un fenómeno horizontal, aunque
en el origen haya un microproceso vertical (por
ejemplo, una multinacional del disco que impone a Shakira puede
considerarse una figura genética paterna que incide sobre
un grupo de figuras filiales: periodistas de radio
y televisión, discjockeys
de salas de baile, que luego trasmiten la novedad en horizontal).
Muchos éxitos masivos no tienen nada de novedoso, por lo
cual hay que preguntarse si se trata de un auténtico fenómeno
de trasmisión cultural, o si es más bien una amplificación
de la aceptación -la extensión de una epidemia originada
tiempo atrás. El caso de Paulo Coelho, por ejemplo, es
claramente el de una ampliación de la aceptación
de los discursos de Jiddu Krishnamurti (con
una severa pérdida de calidad de escritura),
cuya mayor influencia ocurrió entre grupos
universitarios de los años sesenta.
Una forma de trasmisión horizontal que siempre tuvo una
gran importancia es la que ocurre cuando varios emisores comunican
y producen la aceptación de un solo receptor. Las sectas de fanáticos
operan de esta forma. Un grupo instruye concertadamente a un aspirante
hasta que se completa la aceptación.
Paradójicamente, este fenómeno puede ocurrir masivamente,
puesto que un conjunto grande de medios
de comunicación masivos, actuando en coordinación,
trasmite información a un mismo receptor multiplicado por
millones en sus respectivos sofás. Las grandes
corporaciones de medios estadounidenses informan que los terroristas
operan de esa manera, pero el conjunto de esos mismos medios,
que difunden idénticas verisiones de algunos hechos, hacen
exactamente lo mismo con sus receptores, y esta es quizá
la forma dominante de trasmisión cultural actual.
Sócrates
bibliotecario
No se conoce un enemigo de la escritura
comparable a Sócrates. El filósofo
consideraba nefasto que el conocimiento se confiara a una grafía quieta, ya que,
según comentó (y
su discípulo Aristocles el Ancho se ocupó
de escribirlo en una prosa
cada día más legible),
la escritura es el acabóse
de la memoria, y para abundar más dijo que nadie que lea podrá engañarse
acerca de que la letra escrita
sólo permite recordar al lector
lo que ya sabía.
La enemistad de Sócrates con la escritura
no fue obstáculo para que algún funcionario uruguayo
haya ordenado que se colocara su efigie a la entrada de la Biblioteca
Nacional.
Si haber puesto una estatua de Cervantes
flanqueando esa puerta es poco imaginativo, tiene la ventaja de
tener alguna relación con el sentido de la existencia de
una biblioteca, especialmente en un país que habla castellano.
Pero no existe relación posible entre lo que representa
Sócrates y lo que significa una biblioteca, lo cual permite
plantear dos hipótesis, una optimista y otra pesimista,
que conducen, desgraciadamente, a la misma célebre tesis
del más grande de nuestros filósofos, Arthur N.
García: no somos nada.
La hipótesis pesimista es que el instalador de la estatua
era un ferviente admirador del ex presidente argentino Carlos
Menem, que, como declaró en sus tiempos de gloria, tiene
como libro de cabecera las Obras
Completas de Sócrates, a no dudar el único ejemplar
que existe en el planeta.
Nuestro hipotético funcionario menemista habría
llevado su celo hasta extremos de fervor extático que lo
indujeron a recorrer el arduo camino que va desde el surgimiento
de su idea, en alguna porción del duodeno, hasta su realización
en bronce. La elección del escultor, la elección
del fundidor, la elección del lugar, la elección
de la fecha de descubrimiento, y adecuadas dosis de dinero
de los contribuyentes administradas con amoroso desinterés,
dificilísimos trabajos para homenajear al gran filósofo,
a la gran biblioteca o al gran ex presidente.
La hipótesis optimista establece que el promotor del monumento
es un sedicioso anarquista que busca socavar las bases de nuestra
cultura introduciendo un error furtivo, una cáscara de
banana epistemológica, el virus de la equivocación,
en fin, una voraz termita gnoseológica que liquide nuestro
andamiaje cultural.
Con Sócrates de bibliotecario, se entiende que ya no se
compren libros para la biblioteca;
con la abundancia de palabras tabú
en este costado del río, es comprensible que creamos estar
hablando de una cosa mientras hablamos de otra; sólo resta
la esperanza de que haya un error de copia en el código
genético de nuestra cultura, a ver si cambiamos. Los genetistas
no se ponen de acuerdo acerca de si el clima tiene alguna influencia
en las mutaciones. Pero
con el tiempo, en este país, nunca se sabe.
* Publicado originalmente
en el Semanario Brecha
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