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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



PORNOGRAFÍA - FOTOGRAFÍA - MUJERES - FEMEMINO

Fotografía

Sandino Núñez

Privado de toda participación, paradójico eunuco erecto y obediente, el hombre es uno más entre tantos artefactos de proporcionar placer a lo único humano que la pornografía tolera y estimula: la mujer


Couples, teens, over 40, bizarre, interracial, beastiality, lesbian, gay, cumshots, celebrities, amateur, anal, blowjob, facial, orgy, masturbation. La pornografía está clasificada horizontalmente. Y quizá ella no sea más que esa clasificabilidad, pues el objeto maravilloso del consumo americano es menos la pornografía que la lógica obsesiva que él mismo produce, su escritura, su mapa. Como en el estructuralismo, como en los códices hebreos o chinos, como en el obsesivo, todo se convierte o tiende a convertirse en un rubro o en un género.

Toda circunstancia parece finalmente codificada, aquietada, convertida en categoría o en combinatoria. Menor de edad con señor mayor de bigotes o con señor mayor calvo o con dos señores de saco y corbata. Director de college con una cheerleader o con dos, de frente o de espaldas. Dos mujeres asiáticas con perro, en la cocina, de mañana. Impúber latino con señora mayor en el cine. El placer voyeurista se dispara en finísimos andariveles narrativos. Uno comprende que el placer voyeurista no es sino eso. Coprofagia, zoofilia, orina, adolescentes, viejas, homosexualidad femenina o masculina, juguetes, enanos, amputados. El flujo de la Gran Perversión ancla en formas locales y temáticas de perversión.

La perversión freudiana: el erotismo, el franeleo, el juego literario decimonónico de imaginación y memoria. Lo pornográfico, unario, pleno y rotundo, no es perverso. Es blanco, inocente, ingenuo. Es, rigurosamente, angelical. Todo es superficie, todo está expuesto: nada que ocultar, ninguna moral a subvertir o a violentar, ningún orden contra el cual levantarse o llamar a la revuelta. Masturbación, parejas, tríos y multitudes, anal y oral, penetraciones múltiples, lluvias de esperma y orina, lesbianas y gays, todo el sexo se verifica como un ritual frío y cansino, como una gran máquina de fifar: una máquina limpia, indiferente, rítmica, incesante. Carece de contravalores, de inhibiciones y prohibiciones, y, por tanto, carece de moral y de dobles discursos. Ignora los funcionamientos duales del tipo muestro/oculto, permito/prohibo, deseo/reprimo.

La orgía fotográfica ha arrasado con los funcionamientos dualistas, con la organización piramidal o arborescente del pensamiento clásico y ha instalado los juegos horizontales de la clasificación. Es la muerte definitiva del erotismo y de toda forma de perversión y doble moral en manos de una especie de monismo blanco y devastador. Quizás aún no esté de más observar que erotismo/pornografía no son dos registros o dos estilos que podamos valorar y calificar para poder elegir uno y descartar al otro.

Son relevos. Pertenecen a tiempos históricos y a tecnologías bien distintos. El primero es literario, psicoanalítico, vive gracias a la hipótesis de los dos mundos o los dos niveles. El otro es microrrealista, masivo, indialéctico. Si lo perverso (erotismo) es aquello que se oculta, que no se muestra o que no se dice, lo obsceno (pornografía) es aquello que se codifica. La codificación es un procedi-miento de sobreexposición.

La tecnología pornográfica es el zoom: la microscopización y multiplicación horizontal de las categorías y casilleros de la clasificación, la ausencia radical de miradas genéricas (planos generales, narrativas, teorías, ideologías). Pero zoom tiene aquí sobre todo, un sentido literal: la ampliación fotográfica del objetivo. Un universo microscópico espera detrás de la bidimensionalidad del signo. La técnica del zoom aparece como un hiperrealismo holográfico, que prefiero llamar microrrealismo por la definición enloquecedora que promete. El mundo pornográfico es un mundo doloroso, intolerablemente preciso como el del Funes de Borges.

La pornografía es el fin del panóptico y el pasaje al microóptico, aún bajo la forma de una especie de hiperestesia, de exacerbación alucinógena de los sentidos. Una sensibilidad visual tan aguda que ha devenido táctil u olfativa. Una microcámara fue instalada en el ducto vaginal: la idea era registrar un orgasmo simultáneo. La pareja estelar debió repetir la faena una y otra vez durante casi una semana. Este experimento no fue realizado por Gerard Damiano sino por un equipo médico en una universidad inglesa. Seguramente la curiosidad científica hoy, ya sin los grandes finalismos iluministas que la sobreordenaban, es pornográfica. El contexto científico o académico de esta microfilmación (quizá no esté de más anotar que lo pornográfico no es en absoluto el tema del filme sino su tecnología) ejemplifica el drama de una cultura pornográfica, el ardor de su deseo: quiero ver eso más de cerca, quiero estar dentro de eso, quiero ser eso. Este deseo, en su itinerario imposible, solamente puede construir un cuerpo grotesco, ampliado, fragmentado, crecido, mórbido.

En la galería porno, dentro de ese universo hipersexual, la mujer es la reina de la creación. Ella está acoplada a un pony, a una linterna, a un varón humano. Lo mismo da. Ella es la estrella. Todas las luces la enfocan, la recortan y la encienden. Todo el cuadro le da relieve y espesor. La rodea una prótesis de personajes secundarios desdibu-jados y sombríos que también cumplen un papel enfático: animales, juguetes, cosas, hombres, pedazos o fragmentos de cosas o de animales o de hombres, penes, dedos, lenguas.

Castigado con un descenso en la escala zoológica, el hombre es una más entre tantas bestias, un ejemplar (y no de los más valiosos, supongo yo) en el circo zoológico del apetito sexual omnímodo de la mujer. Privado de toda participación, paradójico eunuco erecto y obediente, el hombre es uno más entre tantos artefactos de proporcionar placer a lo único humano que la pornografía tolera y estimula: la mujer. El cuerpo de ella es capaz de las más graciosas figuras coreográficas. Se tiende, se estira, se curva: es plástico. El cuerpo de él, en cambio, cuando aparece, es masivo, torpe, grotesco.

La cara de ella se enciende en una sensibilidad casi exacerbada: es de placer o de picardía, de dolor o de éxtasis, incluso de ternura o de cariño. La de él no indica la menor emoción, el menor afecto. Inescrutable, impenetrable, como un animal, él se deja manejar, incluso cuando maneja. Su expresión es neutra; quizá ligeramente concentrada "como un cirujano" en lo que está haciendo, en lo que lo conecta a la reina.

La pornografía registra así el drama clásico del amor: la relación injusta entre el obsesivo y la histérica narcisista. La única misión del autómata es acoplar alguna parte saliente de su cuerpo con alguno de los agujeros del cuerpo de la mujer para provocarle placer (o sufrimiento, o lo que sea) y disparar así el milagro, el clic de la cámara fotográfica.

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