Couples, teens, over 40,
bizarre, interracial, beastiality, lesbian, gay,
cumshots, celebrities, amateur, anal, blowjob, facial, orgy, masturbation.
La pornografía está clasificada horizontalmente.
Y quizá ella no sea más que esa clasificabilidad,
pues el objeto maravilloso del consumo americano es menos la pornografía
que la lógica obsesiva que él mismo produce, su
escritura, su mapa.
Como en el estructuralismo,
como en los códices hebreos o chinos, como en el obsesivo,
todo se convierte o tiende a convertirse en un rubro o en un género.
Toda circunstancia parece finalmente codificada, aquietada, convertida
en categoría o en combinatoria. Menor de edad con señor
mayor de bigotes o con señor mayor calvo o con dos señores
de saco y corbata. Director de college con una cheerleader o con
dos, de frente o de espaldas. Dos mujeres asiáticas con
perro, en la cocina, de mañana. Impúber latino con
señora mayor en el cine. El placer voyeurista se dispara
en finísimos andariveles narrativos. Uno comprende que
el placer voyeurista no es sino eso. Coprofagia, zoofilia, orina,
adolescentes, viejas, homosexualidad
femenina o masculina, juguetes, enanos, amputados. El flujo de
la Gran Perversión ancla en formas locales y temáticas
de perversión.
La perversión freudiana:
el erotismo, el franeleo, el juego literario decimonónico
de imaginación y memoria. Lo pornográfico, unario,
pleno y rotundo, no es perverso. Es blanco,
inocente, ingenuo. Es, rigurosamente, angelical. Todo es superficie,
todo está expuesto: nada que ocultar, ninguna moral a subvertir
o a violentar, ningún orden contra el cual levantarse o
llamar a la revuelta. Masturbación, parejas, tríos
y multitudes, anal y oral, penetraciones múltiples, lluvias
de esperma y orina, lesbianas y gays, todo el sexo se verifica
como un ritual frío y cansino, como una gran máquina
de fifar: una máquina
limpia, indiferente, rítmica, incesante. Carece de contravalores,
de inhibiciones y prohibiciones, y, por tanto, carece de moral
y de dobles discursos. Ignora los funcionamientos duales del tipo
muestro/oculto, permito/prohibo, deseo/reprimo.
La orgía fotográfica
ha arrasado con los funcionamientos dualistas, con la organización
piramidal o arborescente del pensamiento clásico y ha instalado
los juegos horizontales de la clasificación. Es la muerte
definitiva del erotismo y de toda forma de perversión y
doble moral en manos de una especie de monismo blanco y devastador.
Quizás aún no esté de más observar
que erotismo/pornografía
no son dos registros o dos estilos
que podamos valorar y calificar para poder elegir uno y descartar
al otro.
Son relevos. Pertenecen
a tiempos históricos y a tecnologías bien distintos.
El primero es literario, psicoanalítico, vive gracias
a la hipótesis de los dos mundos o los dos niveles. El
otro es microrrealista, masivo, indialéctico. Si lo perverso
(erotismo) es aquello que se oculta, que no se
muestra o que no se dice, lo obsceno (pornografía) es aquello que se codifica.
La codificación es un procedi-miento de sobreexposición.
La tecnología pornográfica
es el zoom: la microscopización y multiplicación
horizontal de las categorías y casilleros de la clasificación,
la ausencia radical de miradas genéricas (planos
generales, narrativas, teorías,
ideologías).
Pero zoom tiene aquí sobre todo, un sentido literal: la
ampliación fotográfica del objetivo. Un universo
microscópico espera detrás de la bidimensionalidad
del signo. La técnica del zoom aparece como un hiperrealismo
holográfico, que prefiero llamar microrrealismo por la
definición enloquecedora que promete. El mundo pornográfico
es un mundo doloroso, intolerablemente preciso como el del Funes
de Borges.
La pornografía
es el fin del panóptico y el pasaje al microóptico,
aún bajo la forma de una especie de hiperestesia, de exacerbación
alucinógena de los sentidos. Una sensibilidad visual tan
aguda que ha devenido táctil u olfativa. Una microcámara
fue instalada en el ducto vaginal: la idea era registrar un orgasmo
simultáneo. La pareja estelar debió repetir la
faena una y otra vez durante casi una semana. Este experimento no fue realizado por
Gerard Damiano sino por un equipo médico en una universidad
inglesa. Seguramente la curiosidad científica hoy, ya
sin los grandes finalismos iluministas que la sobreordenaban,
es pornográfica. El contexto científico o académico
de esta microfilmación (quizá
no esté de más anotar que lo pornográfico
no es en absoluto el tema del filme sino su tecnología) ejemplifica el drama de una
cultura pornográfica, el ardor de su deseo: quiero ver
eso más de cerca, quiero estar dentro de eso, quiero ser
eso. Este deseo, en su itinerario imposible, solamente puede
construir un cuerpo grotesco, ampliado, fragmentado, crecido,
mórbido.
En la galería
porno, dentro de ese universo hipersexual, la mujer es la reina
de la creación. Ella está acoplada a un pony, a
una linterna, a un varón humano. Lo mismo da. Ella es
la estrella. Todas las luces la enfocan, la recortan y la encienden.
Todo el cuadro le da relieve y espesor. La rodea una prótesis
de personajes secundarios desdibu-jados y sombríos que
también cumplen un papel enfático: animales, juguetes,
cosas, hombres, pedazos o fragmentos de cosas o de animales o
de hombres, penes, dedos, lenguas.
Castigado con un descenso
en la escala zoológica, el hombre es una más entre
tantas bestias, un ejemplar (y
no de los más valiosos, supongo yo) en el circo zoológico del apetito
sexual omnímodo de la mujer. Privado de toda participación,
paradójico eunuco erecto y obediente, el hombre es uno
más entre tantos artefactos de proporcionar placer
a lo único humano que la pornografía tolera y estimula:
la mujer. El cuerpo de
ella es capaz de las más graciosas figuras coreográficas.
Se tiende, se estira, se curva: es plástico. El cuerpo
de él, en cambio, cuando aparece, es masivo, torpe, grotesco.
La cara de ella se
enciende en una sensibilidad casi exacerbada: es de placer o
de picardía, de dolor o de éxtasis, incluso de
ternura o de cariño. La de él no indica la menor
emoción, el menor afecto. Inescrutable, impenetrable,
como un animal, él se deja manejar, incluso cuando maneja.
Su expresión es neutra; quizá ligeramente concentrada
"como un cirujano" en lo que está haciendo,
en lo que lo conecta a la reina.
La pornografía registra
así el drama clásico del amor: la relación
injusta entre el obsesivo y la histérica narcisista. La
única misión del autómata es acoplar alguna
parte saliente de su cuerpo con alguno de los agujeros del cuerpo
de la mujer para provocarle placer (o
sufrimiento, o lo que sea)
y disparar así el milagro, el
clic de la cámara fotográfica.
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