El siglo XX fue esa edad en que los humanos alcanzaron la soberanía
absoluta: la potestad de eliminarse como especie. Fue también
un compendio de visiones catastróficas, aunque cuando le
preguntaron a Albert Einstein como habría de darse la tercera
guerra mundial, respondió esperanzador
que lo ignoraba, pero que sabía a ciencia cierta que la
cuarta iba a llevarse adelante con palos y piedras.
Un poco antes, T.S. Eliot, un poeta
de buenos modales, había anticipado que el fin del mundo
no llegaba con una gran explosión, sino con un suspiro,
como verificando que los grandes cierres pueden darse de forma
casi clandestina.
Algo de eso se está dando ahora, ya que estamos cotidianamente
sobrexpuestos al magno blooper
global, que involucra desde accidentes nucleares, cibernéticos
o meteorológicos hasta los tropezones que, en sus constantes
flujos y reflujos, pueda encontrar el dinero electrónico.
Así, la instantaneidad incontrolable lleva a que la caída
de la bolsa en Malasia baje la cortina de una panadería
italiana en el Bronx, o a que las inversiones prometidas, por
ejemplo, para productores agropecuarios, puedan derivar, impensadamente,
en fertilizantes para los suelos en que los talibanes abonan sus
hipnóticas plantas afganas.
Como se sabe, para continentar la fragmentación incesante
del planeta se recurre a la globalización,
que es tal vez una fórmula elegante para etiquetar a la
atareada Pax Americana.
Este ajetreo desilusionado en el que nos movemos aparece prefigurado
en un libro de hace 2000 años, tal vez porque corresponde
a los cansados dioses de otra paz, la Pax Romana. Se trata de
El Satiricón de Petronio, novela de la que sólo
se ha conservado una décima parte.
Es precisamente en lo fragmentario de esta levísima narración
donde podemos encontrar, acaso, sus mayores sosiegos y enseñanzas,
ya que en este diezmo de obra se atisban, sin inicio y sin remate,
sin épica pretérita ni futurible, las idas y venidas
de tres buscones que, gracias a imposturas y escarceos sexuales,
van transcurriendo por distintos rincones del imperio y quejándose
ocasionalmente por la corrupción del mundo.
Nada de epopeya hay en Encolpio, Ascilto
o Gitón, pero sin duda estas figuras han ganado la dignidad,
que nace con los imperios, de ser personajes de novela y de vivirse,
sin grandes expectativas, en primera persona.
Transcurren en la nostalgia de algo que nunca podrán conocer,
pero sin rencores, como pasajeros de su edad.
"Yo, siempre y en todas partes, he vivido como si estuviera
pasando mi último día, imaginándome que
no se va a reproducir otra vez", confesión de un
personaje de El Satiricón que sin duda exprime
una ética bien latina para mundos instantáneos.
Claro que, en última instancia, no deja de resultar un
poco alarmante que, mientras aguardamos los palos y piedras del
magno combate avizorado por Einstein, una confesión en
una obra remota, rota y pagana esté más cerca de
nosotros que la casi totalidad de las proclamas contemporáneas.
* Publicado
en Insomnia, abril 1998.
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