En casi perfecto
silencio, en el siglo XXI, hay por lo menos 27 millones de personas
viviendo en situación de esclavitud en el planeta Tierra. Esta cifra, cautelar
es catalogada por muchos como insuficiente.
Un
informe presentado en el 2001 por las Comisiones Shengen (que estudian el libre
tránsito en los países de la Unión Europea)
y
la Comisión Antimafia del Parlamento italiano, eleva a
200 millones el número de personas que vive en situación
de servidumbre forzada. Pero incluso las estimaciones más
cautas no pueden dejar de indicar que hay hoy día más
personas viviendo en condiciones semejantes a la de la esclavitud
que en cualquier otro momento histórico.
Lo indiscutible es que, actualmente, de Manila a Bangladesh,
de Brasil hasta Italia o República Dominicana, son millones
los hombres, mujeres y niños que viven
en condiciones de sometimiento directo corporal y/o económico. En Mauritania
o Sudán, tribus enteras son propiedad de algunas personas.
Las formas contemporáneas de sometimiento incluyen el
trabajo y la prostitución
forzados,
la servidumbre por deudas y el trabajo infantil. Los esclavos
de hoy pueden ser concubinas, jockeys de camellos o cortadores
de caña, constructores de caminos, tejedores de alfombras
o taladores. Si bien hoy día no abundan las imágenes
de látigos y cadenas, y no son vendidos en subastas públicas,
los esclavos de nuestros días en muchos casos son sujeto de tratos incluso más
brutales y entornos más angustiantes que sus predecesores.
Mecanismos
esclavistas en juego
En
1926, la Convención contra la Esclavitud celebrada bajo
los auspicios de la Liga de Naciones definió la esclavitud
como "el estatus o condición de una persona sobre
la cual se ejercen todos o alguno de los poderes asociados al
derecho de propiedad". De este modo, se reconocía
un sentido amplio de la esclavitud abriendo la puerta al reconocimiento
de nuevas formas análogas. Se puede discernir distintos
mecanismos de sometimiento a la servidumbre. Uno sería
el laboral, del cual participarían, por ejemplo, los niños forzados a
trabajar en textiles en India, en minas en el Congo o fabricando
aceite en Filipinas, o las mujeres de las fábricas de
Vietnam, los emigrantes birmanos en Tailandia y los haitianos
forzados a cortar caña en República Dominicana,
o los esclavos en las plantaciones de bananas en Honduras y los
subcontratados por fábricas de calzado en Camboya.
La esclavitud sexual es otra de las formas principales de sujeción
de individuos. A las redes de prostitución y explotación
sexual que afectan a mujeres, niños y emigrantes
en buena parte del globo, que mueven un facturado anual de entre
7 y 13.000 millones de dólares al año, hay que
sumar algunas formas de matrimonio como forma de esclavización
de mujeres. En efecto,
si bien el artículo 1º de la Convención Suplementaria
de la Esclavitud (1956) prohíbe
"cualquier práctica o institución en la
que la mujer, sin el derecho de renunciar, es prometida o entregada
en matrimonio a cambio de una compensación económica
o especie a su familia, tutores o cualquier otra persona"
o en la que "el marido de la mujer, su familia o su clan
tengan el derecho de transferirla a otra persona a cambio de
una compensación", lo cierto es que permanecen
vigentes en muchos puntos del planeta prácticas como el
acuerdo de matrimonios por un intercambio monetario o algún
tipo de contraprestación económica. Esta práctica
se convierte, en muchas ocasiones, en una "compra"
de la novia y sus "servicios". En otros lugares al
ser la familia de la novia quien debe pagar una dote al marido
o a su familia, y al no poder ser satisfecha íntegramente
esa cantidad antes del matrimonio, la mujer queda retenida dentro
del matrimonio y sometida a castigos, maltratos y todo tipo de
violencia mientras aquella
no sea totalmente satisfecha.
En el origen de muchas de las situaciones modernas de esclavitud,
y sobre todo en el ámbito rural, aparecen deudas familiares
para cuyo pago se recurre a la venta de personas, normalmente
niños, o al trabajo de servidumbre
para el acreedor, hasta que
la deuda ha sido finalmente
cancelada.
El descenso ya secular del precio de los productos agrícolas
o cualquier catástrofe natural puntual obliga a los pequeños
campesinos a contraer deudas para sobrevivir, que son muchas
veces heredadas por generaciones (tal el caso, entre otros, de los indígenas
adivasis, en la India, los campesinos de algunas zonas de Brasil
y de las regiones selváticas de Bolivia obligados a malvender
sus tierras y endeudados por generaciones). También el endeudamiento hace presa
a los inmigrantes que cruzan ilegalmente las fronteras en busca de
trabajo y que, una
vez allí, descubren que sus ingresos deben ir a parar
a manos de las redes que los han trasladado para pagar los supuestos
gastos de transporte, alojamiento, etc.
Al igual que sucede con los niños, que son reclutados
a la fuerza por el ejército de Sudán, los señores
de la guerra somalíes
o las guerrillas liberianas, muchos adultos son forzados, secuestrados
o coaccionados para alistarse tanto en ejércitos regulares
como, fundamentalmente, en guerrillas, grupos paramilitares u
otras fuerzas
armadas de oposición o paraestatales.
Esclavitud al viejo estilo
Se estima que hoy día existen unos 90.000 esclavos en
Sudán. La gran mayoría son negros cristianos capturados
por las milicias gubernamentales y vendidos a árabes del
norte del país. Según estimaciones, no hay aldea,
en el norte, en la cual no se encuentren esclavos comprados al
ejército. Aunque el Islam prohibió en todo momento
la toma de esclavos musulmanes, lo cierto es que hoy, la
población negra del sur de Mauritania, a pesar de su confesión
musulmana, es tratada en régimen de esclavitud. Aunque
no hay ningún país del mundo en el que la esclavitud
permanezca como una práctica legal, en algunos la abolición
ha sido una mera declaración formal que queda sin efectos
prácticos en la medida en que no se modifican las condiciones
económicas, sociales, políticas o culturales que llevaron
a muchos hombres y mujeres al sometimiento.
El mundo industrializado, que insistentemente ha izado el estandarte
de los derechos
humanos,
no suele llamar la atención sobre el fenómeno de
la esclavitud. La reivindicación de los derechos
humanos
tuvo sus orígenes en la Guerra Fría para denunciar
abusos cometidos por estados, preferentemente -aunque no exclusivamente-
dentro del mundo socialista: el Norte defendió a los prisioneros
de conciencia, a los disidentes e intelectuales, a las víctimas
de tortura, con el fin de presionar gobiernos. En definitiva,
un problema y una reivindicación políticos.
Otra cosa sucede con la actual esclavitud, cuya raíz está
en la pobreza absoluta de
una porción cada vez más amplia del globo y en
la sistematización de la explotación que de los
más débiles practican algunos individuos y compañías
con poder y
cuyos responsables son particulares, no gobiernos. Lo que la
alienta (la
miseria) no parece ser un enemigo a
combatir por los estados poderosos de Occidente. Denunciar la
esclavitud hoy equivale a denunciar el ambiente que los genera:
los esclavos del siglo XXI son hijos de la guerra, la competitividad
despiadada de los mercados, la exigencia por abaratar costos
y la desolación que a todos los rincones del planeta han
llevado los capitales corporativos.
*Publicado
en La Guía del Mundo
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