Con más de un millar de tipos, los murciélagos
son uno de los más corrientes mamíferos del planeta.
Sólo una de sus variantes, sin embargo, ha sido capaz
de conquistar el mundo.
Debido a sus hábitos
nocturnos, este mamífero avasallador no fue avistado sino
hasta muy tarde por los conquistadores, que en sueños
creían disfrutar de un éxtasis extenuante y amanecían
lánguidos, con ojos soñadores bajo los trópicos
y nostalgia por ciertos paraísos de sombra.
Se trata de un quiróptero
de escasa dentadura que, a diferencia del resto de murciélagos
que anillan el orbe, sólo habita en América y no
necesita masticar: posee apenas un par de colmillos y, una vez
reconocido, recibió el nombre de vampiro.
De todos los mamíferos
mitológicos que creyeron los europeos habrían de
encontrar en América, el vampiro
es la sola especie que ha sobrevivido. Tempranamente se extinguieron
los hombres con cabeza de perro que creyó haber visto Cristóbal
Colón, al igual que los caníbales y el hombre cubierto
de oro o El dorado que persiguieron españoles, alemanes
y el pirata Drake en el corazón de aquella tierra incógnita.
También fue
evasivo en las urbes quiméricas que pretendieron los europeos
diseñar en América, hijas de la Utopía de
Tomás Moro y la Ciudad del Sol de Campanella.
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Se ha sostenido que
el vampiro, criatura larvada, es el verdadero guardían
del edén.
Esto, sin embargo,
es improbable. Lo menos dudoso es que se trate de una leyenda
más, otro de los caprichos que atiborraron la conquista
y colonización del neo-continente.
Existe de todos modos
la convicción de que fue por temor a los vampiros y su
rabia que ni Cervantes -que tenía impureza sanguínea-
ni su manchego matagigantes cruzaron los océanos.
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Un vampiro adulto alcanza
sólo 9 centímetros de largo y un peso no mayor
a los 50 gramos.
Acostumbra mudar de
refugio. En 15 minutos, es capaz de beber más volumen
que el de su propio peso, lo que en muchos casos le hace difícil
el vuelo de regreso a su hogar.
Esta voracidad tiene
razón en que la sangre, compuesta mayormente por agua,
es escasa en nutrientes.
Son afectos a sus fuentes.
Volverán insistentemente hacia el mismo proveedor de alimento,
noche tras noche. Dado que el camino de regreso se le hace pesado,
suele mudarse cerca de su presa, para aligerar el trámite.
Es por ese motivo, y no por otro, que José
Lezama Lima afirmó que quien desea huye de casa.
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Se alimenta, también,
de sombras de utopías, de los residuos carcinógenos
de los grandes diseños modernos.
Su dieta es subrepticia.
La mayoría de las víctimas jamás descubre
que ha estado alimentando a un vampiro y continúa durmiendo
pacíficamente. La única evidencia de su visita
es el descubrimiento de un pequeño corte y algún
lamparón de sangre sobre las sábanas, a la mañana
siguiente. Otro indicio de su presencia puede darse, en oportunidades,
en un caso de rabia paralítica.
La saliva del vampiro
contiene una sustancia o tinta que impide la coagulación.
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Hasta el siglo XVIII,
las tres especies más conocidas de vampiro eran el vulgar
y marrón Desmodus rotundus, el de alas blancas
o Diaemus youngi y el de pelos largos o Diphylla caudata.
A diferencia de las
leyendas, ninguna de las víctimas se transformaba en vampiro.
Seguían siendo humanos en exceso.
La modernidad hibridó
estas razas en una criatura publicitaria, soberana de la esquizofrenia.
Bram Stoker le dio un nombre vulgar, Drácula, y lo impostó
en Rumania.
Su habitat seguía
estando, sin embargo, en América.
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La epifanía
de esta moderna criatura tiene raíz en el mestizaje de
la moralidad protestante, que globalizó el planeta, con
un quiróptero inocentón, sanguinolento y americano.
Stoker mintió que el vampiro era
un humano diurno transformado en bestia durante la noche voraz.
Por el contrario, se trata de un mamífero que recicla
todo lo que le llega hasta hacerlo parte de sí mismo y
que suele dar apariencia de bípedo.
Se trata, por tanto,
de un mamífero artista, en muchos casos escritor. Siempre
americano.
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Comparte sí con el
ficcional quiróptero de Stoker el lance de no reflejarse
en los espejos ni producir sombra.
Esto se debe a que ya anidan,
detrás del espejo colocado frente a la naturaleza que impusiera
la civilización europea, en las zonas de sombra.
Su habitat es la heterotopía. Sus alas son
inexistentes o al menos invisibles. Son crías de un mundo
bizarro. Han bebido sangre de muchos y su saliva, vocacionalmente
europea, es en ocasiones barroca.
Uno de sus hábitos
suele ser el anacronismo. A veces resultan incomprensibles, pero
es porque han llegado antes sin que nadie los percibiera.
Porque son distintos se
los confunde, en un mundo conquistado por la moda
y la novelería, con innovadores.
No se conoce a ciencia
cierta si son en alguna medida agentes del desparramo enloquecedor
de los signos que caracterizó la noche final del siglo
veinte. Se sabe que esta licencia delirante de la significación
caracteriza su señorío y advenimiento.
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Luego de siglos de
leyendas y ficcionalizaciones, actualmente se los considera animales
deseables.
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