Lolita es
la novela que catapultó a Vladimir
Nabokov a la fama, pero la producción de este autor es muy vasta. Tuvo una doble
vida, o mejor dicho dos etapas muy diferentes en su vida, ya que
durante la primera mitad vivió en Europa y escribió
en ruso, y durante la segunda se trasladó a Estados Unidos
y escribió en inglés. El cambio estuvo condicionado
por circunstancias históricas y resultó doloroso
para alguien que, en el postfacio de Lolita,
declara: "Mi tragedia
privada, que no puede y no debe ser preocupación para nadie,
es que tuve que abandonar mi expresión natural, mi despejada,
rica, e infinitamente dócil lengua rusa por una variedad
de inglés de segunda clase."
Sin embargo, es difícil
encontrar una obra que utilice el idioma inglés con mayor
magia y acierto que Lolita. ¿Debemos creer que
su ruso es superior?
Quienes no leemos ruso accedemos sólo en traducción
a sus novelas escritas en ese idioma. Fueron traducidas al inglés
por su hijo Dmitri bajo la vigilancia del padre, quien las corrigió
y alteró. La segunda novela, por ejemplo, Rey, reina,
valet, de 1928, fue vertida a los cuarenta años de
haber sido publicada, y remanié entonces por Nabokov, quien
explica en su Prólogo a dicha obra: "Me limitaré
a decir que mi objetivo principal al hacer [los cambios] no fue
embellecer un cadáver, sino, más bien, otorgar a
un cuerpo que aún
respiraba el goce de ciertas posibilidades innatas que mi falta
de experiencia y mi precipitación, lo apresurado de mi
pensamiento y lo lento de mi palabra, le habían negado
en un principio." Entonces, si su ruso es superior a
su inglés, el Nabokov maduro es superior al Nabokov joven.
Quizá un factor equilibre el otro.
Para el lector que empieza
por Lolita, los primeros veinticinco años de la
carrera de su autor, y el contexto en que se mueve durante su
vida en Europa, quedan en sombra. Nabokov tiene la virtud, en
más de un momento de su carrera, de romper con el pasado
e instalarse en un riguroso presente. Rey, dama, valet,
a que ya me referí, se desentiende del mundo de la emigración,
del que se había ocupado en su primera novela, Mashenka,
de 1925, y escribe sobre personajes no rusos sino alemanes, de
la ciudad que entonces habitaba,
un Berlín que no muestra trazas de la comunidad de exiliados.
Se apropia del país
donde recaló (aunque
no de su lengua: sigue escribiendo en ruso). Esta obra
es un pasaporte que le permite cambiar estratégicamente
de público y de idioma, ya que el contenido, de ambiente
local, interesó a los alemanes en la traducción
publicada por la poderosa editorial Ullstein, parte de un emporio
judío de publicaciones, diarios y revistas, de la Alemania
pre-nazi.
Con Lolita, veinte años después, sucede algo
parecido, con la diferencia de que Nabokov ha cambiado de idioma,
abandonando el ruso por el inglés. Es una novela americana
de carretera, afín, hasta cierto punto, a On the Road,
de Jack Kerouac, y publicada casi al mismo tiempo. Describe las
extensiones vastas de un país sin memoria. Habiendo perdido
desde su adolescencia el
espacio imperial ruso, Nabokov vivió reducido, en Europa,
a bolsones de refugiados, primero pobres y después suprimidos.
Pero en América recupera un espacio imperial, que transita,
al revés de Rusia, por buenas carreteras, en sus expediciones
de caza de mariposas. Junto con el territorio vino también
el público.
Ahora bien, si Barra siniestra, la primera novela que
escribió en Estados Unidos, habla de la barbarie dictatorial
que había dejado atrás, fuese bolchevique o nazi,
Lolita en cambio ocurre dentro de la "civilización"
bajo un orden que, sin ser un dechado de perfecciones, ni un
paraíso, garantiza al menos un cierto relativo respeto
por los derechos humanos. En tal enclave, Nabokov enfoca una
empresa libidinal que tienta los límites de ese orden,
juega con lo que no está permitido decir y menos hacer.
La confesión del protagonista y con más razón
las acciones de que trata van más allá, o se quedan
más acá, de lo permitido y deseable por mentes
políticamente correctas.
Aquí, además, Nabokov lleva a cabo la proeza de
saltar a través del tiempo; saltar nada menos que cuarenta
años, el lapso que separa su propia adolescencia de la
del personaje Lolita. Humbert es un adulto de edad indefinida.
El autor ya ha cumplido cincuenta cuando escribe la novela. Inventa
una palanca arquimédica, más exactamente fáustica,
para ponerse a tono, situarse en la corriente de extrema juventud
de un país que por añadidura le resulta extraño,
donde se habla una lengua que no es la suya. Esto es lo sorpresivo:
que un shabby emigré, como se designa a sí
mismo el narrador, a quien todos suponen anticuado, un europeo
prisionero de una etiqueta perimida, obsoleta en el progresista
Nuevo Mundo, escriba la obra más avanzada de la literatura
norteamericana. La más avanzada en dos sentidos: desafío
a la censura y desafío magistral de lengua y de construcción.
La primera novela estadounidense de tema homoerótico es
The City and the Pillar (1948), de Gore Vidal. (Descuento el homoerotismo larvado de
Melville en el siglo XIX).
La novela de Vidal describe, a pesar de todo, relaciones entre
adultos. El final trágico implica, aun así, un
castigo que vuelve tolerable la permisividad que presenta. (Años después, en una nueva
edición, el final fue sustituido por un desenlace menos
terrible.).
Pero el tema de Lolita
presenta un desafío aun peor: trata de la pederastía,
el abuso a los infantes, el más tremendo pecado para los
puritanos de Estados Unidos. Si Lolita parece surgir de
la nada e instalarse en un estricto presente, se alimenta en
secreto, sin embargo, de una evolución europea de la sensibilidad
y las costumbres. Marca, dentro de la trayectoria del propio
Nabokov, la culminación de un desarrollo paulatino y creciente
de regodeo en lo prohibido.
En su más ambiciosa novela en ruso, La dádiva
(1938) la relación incestuosa entre
un padrastro y su hijastra es vista desde la perspectiva del
novio de la hijastra, para quien resulta repugnante en grado
extremo. El repelente padrastro comenta confidencialmente al
novio que, si tuviera tiempo, escribiría una relato sobre
un hombre que se casa con una mujer para tener acceso a la hija
de ésta y encuentra que la hija se muestra fría
y altiva. Fiodor entiende que el padrastro se refiere a su propia
historia.
En la nouvelle
de 1939, El hechicero, que no llegó a publicarse
hasta transcurridos diez años de la muerte de Nabokov,
un hombre de cuarenta sufre una atracción insatisfecha
por las jovencitas. Se casa con una mujer enferma porque ésta
tiene una hija de doce años (la
edad de Lolita).
Cuando muere la madre, el hombre lleva a la hija de vacaciones
con la esperanza de convencerla poco a poco de que acepte el
contacto sexual como un juego. Pero en la primera noche no puede
resistir la tentación de acariciar el cuerpo dormido de
la niña. Al satisfacer su impulso advierte que ella lo
está mirando horrorizada, con los ojos muy abiertos. Enseguida
empieza a chillar de forma incontrolable. El hombre sale corriendo
para huir de los huéspedes del hotel que se despiertan
alarmados, y también de sí mismo. Al correr, lo
atropella un camión y muere. Es un adelantado de Humbert.
Al igual que él, piensa que sus fantasías privadas
son inmensamente más sutiles, refinadas y, en conjunto,
notables que la pasión adulta normal, pero también
cree que son algo que no debe salir del reino de los simples
anhelos, hasta que determinada niña y la perspectiva de
acceder a ella por medio de su madre lo hacen ir más lejos
de lo que considera posible o aun correcto. No hay aquí
ningún Quilty, ni tampoco ninguna Annabel Leigh, ningún
precursor infantil, ninguna isla de tiempo extasiado que añada
un débil resplandor metafísico al relato.
En cuanto a las experiencias juveniles del autor, elaboradas
literariamente, que puedan tener una incidencia en Lolita,
recordaré que Habla, memoria relata el romance
adolescente con una muchacha a la que en ese libro se da el nombre
de Tamara. En su primera novela la misma muchacha se llama Mashenka.
Ambas evocan, según su biógrafo Boyd, el primer
amor de Nabokov, Valentina Shulgin (sobrenombre
Lyussya), a quien
conoció cuando él tenía quince años.
Era una vecina de la casa de campo de Vyra, donde veraneaba.
Con ella tuvo una relación carnal apasionada que continuó
en Petersburgo el invierno siguiente y terminó al otro
verano en Vyra. Los amantes pasaban las noches en el pórtico
de columnas del palacio neoclásico de Rozhdestveno, que
por ese entonces estaba cerrado, el cual pertenecía al
tío Vasili Rukavishnikov, hermano de la madre, de quien
Vladimir heredó, a los 17 años, a la muerte del
tío, en 1916, esa villa y su fortuna. Por supuesto la
joven, aunque alimenta el recuerdo del escritor maduro, no era
para el adolescente Vladimir una ninfeta, sino una compañera
de su misma edad.
También vale la pena considerar otros precedentes. Su tío
Vasili, homosexual, veraneaba
en Rozdhestveno, vecina a Vyra. Cuando el escritor era niño,
el tío venía con frecuencia, durante los veranos,
a almorzar con los Nabokov. Después de comer, los adultos
salían a la terraza o se instalaban en el salón.
"Vasili, sin embargo, luciendo un clavel violeta, se quedaba
en el soleado comedor y, sentando a Vladimir sobre las rodillas,
lo acariciaba 'canturreando y diciendo extrañas palabras
cariñosas, y yo [habla Nabokov] sentía vergüenza ajena por él
ante los criados, y me sentía aliviado cuando mi padre,
desde la terraza, lo llamaba: Basile, on vous attend'".
Los primeros manoseos fingidamente indolentes de Humbert con
Lolita, un domingo en el sofá en casa de Charlotte, la
predilección que por el trasero de la pequeña Ada
muestra un pintor en la novela homónima, puede que tengan
sus orígenes ahí. A partir de esta anécdota,
la relación desear/ser deseado invierte sus polos: no
sólo contamos con las niñas que atraían
al pequeño, o las ninfetas que atraían al adulto,
sino además con la aventura del tío, en la que
el propio Vladimir ocupa el lugar de Lolita. Bajo este respecto,
él puede decir, como Flaubert: "Lolita c'est moi."
El era Lolita, o Lolito, para el disfrute mal disimulado de su
pariente.
He aquí una cierta fragilidad en su posición. Nabokov
siempre enfatiza la propia virilidad y se considera émulo
del padre, un caballero corajudo, que boxeaba, practicaba esgrima,
y no le temía a los duelos. En La dádiva
lleva a cabo un retrato desplazado del padre, que es el padre
de Fiodor, el protagonista. En vez de presentarlo como político,
lo describe como lepidopterólogo que viaja en expediciones
científicas al Asia Central. Fiodor recalca la virilidad
del progenitor, esa cualidad que Nabokov valoraba tanto en el
suyo. Irónicamente, Nabokov no sabía que el principal
modelo para el explorador Godunov -el padre de Fiodor en la novela-
el célebre científico Nikolai Przhevalski, era homosexual.
Serguei, el hermano de Vladimir que lo seguía en edad con
la diferencia de un año, fue, durante la infancia, tímido,
tartamudo, y odiaba a su madre (que
prefería claramente a Vladimir). Siendo adolescentes, Vladimir descubrió
el diario secreto de Serguei, en que éste narraba sus infelices
enamoramientos no correspondidos con chicos de la escuela Tenishev.
Vladimir no sólo violó el diario, sino que lo mostró
al preceptor de ambos muchachos, traicionando así a su
hermano; el preceptor, a su vez, reveló esos contenidos
al padre. Serguei creció como un dandy
y un gran aficionado al ballet. Asistía, cuenta alguien
de su medio, a todos los estrenos de Diaghilev. Cuando huyen de
la revolución a Crimea unos soldados entran a su compartimento
de tren con el fin de abusar de los hermanos. Serguei finge todos
los síntomas de un caso grave de tifus y se salvan. Durante
los años treinta, Serguei vivía en París.
En una visita de Vladimir,
le dijo que quería hablar seriamente con él para
confrontar sus diferendos. Una semana después almorzaron
cerca de los Jardines de Luxemburgo con la pareja de Serguei.
Vladimir comenta en una carta: "Debo reconocer que el
marido es muy agradable, callado, no responde en absoluto al
tipo de pederasta [después
de todo, Humbert en Lolita sufre de "pederosis"], tiene un rostro y unos
modales atractivos. A pesar de ello, me sentí bastante
incómodo, especialmente cuando se nos acercó uno
de sus amigos, con los labios rojos y los cabellos rizados."
"Incómodo" es la palabra. No obstante, en la
última etapa de la estadía de Vladimir en París,
cuando se preparaba a embarcar para América, el hermano
lo visitó con frecuencia en su apartamento de la rue
Boileau. Serguei permaneció en París, fue arrestado,
y murió en un campo de concentración alemán
durante la guerra.
Otro pariente homosexual fue Konstantin Nabokov, hermano del
padre y encargado de negocios de la embajada rusa en Londres
bajo el régimen del zar. Cuando los Nabokov llegan a Londres
en abril de 1919, el tío los recibe y los introduce a
un amplio círculo de conocidos, así rusos como
ingleses.
En Rey, reina, valet, la novela de 1928, Franz, el amante
del triángulo, tiene por colega, en la sección
deportiva de una gran tienda donde trabaja, a un atlético
nadador que comparte el cuarto con otro nadador, un sueco, su
pareja evidentemente, de modales poco masculinos, que se mantiene
bronceado utilizando una lámpara de cuarzo. Es la época
en que en Alemania se estila nadar en lagos y piscinas. Esta
boga resulta manifiesta en la novela autobiográfica de
Stephen Spender, El templo, que narra las relaciones homoeróticas
de los bañistas alrededor de un lago en Hamburgo en el
verano de 1929. El Berlín de Rey, dama, valet es
también el de Whystan Auden y Cristopher Isherwood, los
escritores homosexuales ingleses que, junto con Spender, encontraban
en Alemania un campo propicio para experiencias que no podían
permitirse en la Inglaterra de entonces.
La actitud de Nabokov ante los homosexuales fue siempre ambivalente,
como la propia relación con su hermano. En su narrativa
madura aparecen dos homosexuales ridículos: me refiero
a Gastón Godin, de Lolita, y a Kimbote, el comentador
del poema de su amigo Shade en Pálido fuego. Pero
también son ridículos, podemos agregar, personajes
heterosexuales como Pnin.
En una de sus entrevistas tardías, Nabokov declara: "Prefiero
hablar de los libros modernos que odio a primera vista: los cuidadosos
cuadros clínicos de grupos minoritarios, los lamentos
de los homosexuales, el sermón norvietnamita antinorteamericano,
el cuento increíble, picaresco, mechado con obscenidades
juveniles." ¿Odia a los homosexuales o a sus
lamentos? Quizá más a los lamentos, es decir, a
una literatura que se ocupa de reivindicaciones de minorías.
En la vejez, su tono se vuelve agrio. Ya no tiene tiempo para
polémicas consideradas, como en la época en que
escribió la "Vida de Chernichevski" en La
dádiva. "Estoy harto [declara
en la misma entrevista]
de escritores que se unen a la pandilla de los comentaristas
sociales."
El autor de Lolita exacerba su rechazo de la juventud estadounidense
de los sesenta, de los hippies y estudiantes que protestan:
"Los alborotadores nunca son revolucionarios, siempre
son reaccionarios. Entre los jóvenes es entre quienes se
hallan los mayores conformistas y filisteos, por ejemplo los hippies
con sus barbas de grupo y sus protestas de grupo. A los manifestantes
de las universidades norteamericanas les interesa la educación
tan poco como les interesa el fútbol a los fanáticos
del fútbol que en Inglaterra hacen pedazos las estaciones
del Metro. Todos pertenecen a la misma familia de pillos ridículos...
con un manojo de malhechores hábiles entre ellos".
O bien: "Los jóvenes tontos que se entregan a las
drogas no pueden leer Lolita
ni ninguno de mis libros".
Ha perdido el contacto con
las nuevas generaciones. Carece de tolerancia para entender fenómenos
que no son en rigor los de su época. A esta altura y en
este plano Nabokov no es alguien muy atendible. Borges
-quien tanto opinó- opinó también que lo
menos interesante de un autor son sus opiniones.
Aunque Nabokov enseñó en Wellesley y después
en Cornell, no discierne los rasgos de estilo
propios de los jóvenes. Es cierto que la revuelta de la
juventud estalla en USA y en Inglaterra después de la generación
de Lolita, en los cincuenta y sesenta. Frente a eso, como
constatamos a partir de sus declaraciones, sólo responde
con la incomprensión. Incluso su idea de vestimenta elegante
se mantiene, aun en narraciones tardías como Cosas transparentes
y Ada, dentro de la órbita tradicional de la moda.
Aislado en Suiza en los últimos años, se vuelve
completamente irrecuperable en ese sentido, presa de la campana
de vidrio del pasado.
Pero tuvo suerte: el idiolecto de Lolita, su idiosincracia,
su comportamiento, son convincentes, porque la escribió
en el momento justo, del mismo modo que siempre abandonó
los lugares en el momento justo. A través de la ninfeta
prestó incluso atención a la música popular,
como testifica la canción que inventa alrededor de su personaje,
inmediatamente antes del advenimiento del rock,
que quedó fuera de su alcance.
A pesar de lo cual Lolita es una bisagra, un eslabón
insustituible en la sensibilidad de un siglo, entre las épocas
de preguerra y de posguerra. No podía haberla escrito para
los emigrados rusos de Paris, público circunscrito y efímero,
que Hitler liquidó de paso al ocupar Francia. La escribió
en otro lugar, en otro idioma, para otra gente. Lejos de ser un
ejemplo de decadencia crepuscular en un orbe que se cierra, tiene
el carácter fundador de una nueva vida en un nuevo continente.
Baste contrastar a la niña Lolita con la pobre Ana Frank,
escondida en una buhardilla y aplastada como una cucaracha kafkiana.
Nabokov critica a Dostoievski el no producir personajes femeninos
creíbles, en particular sus prostitutas convertidas, como
Sonia en Crimen y castigo. La hosquedad del personaje Lolita
hacia Humbert (salvo en el
momento de la entrevista final, en que mantiene también
su distancia, a pesar de la reconciliación más virtual
que efectiva) se
acentúa al avanzar la historia. Humbert puebla de amor el espacio del no-amor, lo
puebla, a pesar de la angustia, con una alegría humorística
vinculada al placer estético: "la sensación
de que algo, en algún lugar, [está] relacionado
con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura,
bondad, éxtasis) es la norma." Esto, sin que el
personaje de la amada resulte falseado por una fácil condescendencia,
por una espuria conversión amorosa de la muchacha.
Humbert, fracasado, triunfa como narrador al escribir
la "confesión" que es la novela. Este es un logro
de pasión e inventiva que Nabokov transfiere a su personaje,
logro dotado de una gracia leve a pesar de su complicado virtuosismo,
con una dosis de autoironía para no resultar pedante. Describe
el trayecto de un amor que parece imposible, que resulta insostenible
a la larga, catastrófico.
La catástrofe no difiere de la del protagonista de El
hechicero, pero el periplo se prolonga, la escritura
alcanza una felicidad que no tenía en la obra previa. Para
que las manos de Nabokov quedaran libres, como aquí, necesitó
su larga y nutrida carrera anterior. Ya había arreglado
cuentas con Chernichevski (y
el realismo socialista) en
La dádiva, ya había superado el aborrecimiento
que el tabú de la ninfa despertaba en él mismo.
El amor de Charlotte
(la madre de Lolita) por Humbert es un amor
no falso, sino convencional, está apoyado en cada detalle
por un pacto, por un orden. Charlotte exige que Humbert crea en
Dios, tenga temor de Dios. Su unión es permitida y decorosa
según el punto de vista de la comunidad y de las leyes,
supuestamente divinas, que la consagran. Al revés, la unión
de Humbert y Lolita, por lo menos en el contexto en que viven,
tiene que disfrazarse.
Ocurre tras un biombo, invisible
a los ojos de los otros, que
la toman por lo que no es. Al despedirse, Humbert le hace a la
ninfeta una última desesperada propuesta: que vuelva con
él. "Crearé un Dios completamente nuevo
y le agradeceré con gritos agudos, si me das esa
microscópica esperanza." Dios no es el legitimador
de la unión; nace a partir de ella.
La conversación de Humbert con Miss Pratt, directora de
Bearsdley College, al que Lolita asiste por unos meses, se basa
en un abismal malentendido. Humbert pasa por un emigrado chapado
a la antigua que, al no permitir que Lolita alterne con chicos
de su edad, se niega a aceptar las costumbres más "libres"
del "joven" Estados Unidos. La directora, políticamente
correcta, se permite llamar a las cosas por su nombre. Habla de
sexo apoyada en la jerga
de Freud, que en ese entonces está de moda como emblema
de progresismo. Fomenta la continuidad de un orden: que las alumnas
del colegio se vuelvan esposas y madres adecuadas. Lolita "'va
y viene', dijo la Señorita Pratt, mostrando cómo
con sus manos cubiertas de manchas de hígado, 'entre las
zonas anal y genital de desarrollo. Básicamente es una
preciosa -' 'Disculpe,' dije, '¿qué zonas?' '­He
aquí al europeo anticuado que es usted!' gritó Pratt
dando una ligera palmada sobre mi reloj pulsera y exhibiendo de
repente su dentadura."
Humbert no reivindica las iniciativas libidinales clandestinas
sobre el cuerpo de Lolita, ni siquiera las aprueba él mismo.
Va muchísimo más lejos en otra dimensión
que las innovaciones políticamente correctas de Miss Pratt.
Habita un espacio que, siendo el mismo espacio de las leyes físicas,
parece contradecirlas. Es un espacio donde nadie es en rigor agente,
criatura responsable ante la ley, porque nadie puede justificarse,
asumir la razón de su locura, la razón jurídica
de su conducta. La conducta irresponsable, que culmina en el asesinato
de Clare Quilty, lleva a Humbert, al fin de la novela, a manejar
por el costado equivocado de la ruta, o sea, dentro de la irrealidad
de un espejo, que invierte
el orden del espacio real.
En Invitación a una decapitación ocurría
algo equivalente con respecto al verdugo: no actúan como
personas jurídicas responsables quienes privan a otro de
la vida. Su espacio es el de los espejos
y las sombras.
Alfred Appel, el autor de la edición anotada de Lolita,
indica que la difícil empresa de encontrar el idioma adecuado
para este relato equivale al esfuerzo de encontrar un lenguaje
en que el personaje Humbert pueda comunicar con el personaje Lolita.
En este esfuerzo fracasa. Pero no fracasa al escribir su confesión
final, alcanzando, ya no a la ninfa, que es a quien, dentro del
relato se dirigen, por lo menos en primera instancia, las palabras
de Humbert, sino al sustituto del personaje, al lector.
De ahí el esmero de la escritura,
como el único espacio donde esa pasión y ese amor
pueden, no digamos ya existir, porque existen como práctica
parcial, más o menos culposa, en las relaciones intersubjetivas
(entre Humbert y Lolita), sino desplegarse, desplegar un
entusiasmo transmutador, un "estado de ser" que ya no
entra en conflicto con la norma, sea ésta externa (el
orden de la convivencia), o interna (el
propio sentido moral de Humbert).
En el arte
lo injustificable se articula sin volverse justificable. El éxtasis
ya no debe pagar impuesto a la moral. En este sentido el espacio
literario traspone la prohibición y afecta una existencia
autónoma. No es ejemplar salvo en un sentido negativo,
porque no reivindica un cambio de las normas asumidas de convivencia.
Su función resulta simétricamente opuesta a la función
que Chernichevski prescribe al arte:
presentar paradigmas positivos, tendientes al mejoramiento de
la sociedad.
Lo incuestionable es que los trabajos del amor (ese
amor tan laborioso que es conquistar y mantener a Lolita) tienen sentido y aplicación
en el seno del arte,
que opera como válvula de escape de las tendencias que
resultan injustificables en el plano de la conducta. Tanto lo
sensual (la pasión
de Humbert) como
el sentimiento (su amor) siguen
siendo patéticos. Los vindica una felicidad léxica,
rítmica, aliterativa, los prodigios de observación,
de atención al detalle, de coincidencia entre sentido literal
y figurado; éstas son las "pruebas" de una intensidad
puesta en juego: porque, ¿quién se tomaría
el trabajo de escribir si no se excitara, si no amara, si la carga
de narrar no fuera a la vez necesaria y gozosa?
La pasión, en conflicto con la justicia, se opone ante
todo a la indiferencia, y triunfa sobre ella. Me refiero a la
indiferencia de Lolita frente a Humbert, como también a
la de Clare Quilty (el amante
impotente que la arranca de los brazos de Humbert) frente a Lolita. La intensidad
de Humbert no es justa, ni su pasión ni su crimen son aceptables.
Pero alcanza una justicia poética, de acuerdo al poder
trasmutador que, frente a la indiferencia y a la muerte, hace justicia a la vida.
* Publicado originalmente en Gargantúa
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