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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LOLITA - NABOKOV, VLADIMIR - EL HECHICERO - REY, REINA, VALET -

Lolita*

Roberto Echavarren

"Mi tragedia privada, que no puede y no debe ser preocupación para nadie, es que tuve que abandonar mi expresión natural, mi despejada, rica, e infinitamente dócil lengua rusa por una variedad de inglés de segunda clase"


Lolita
es la novela que catapultó a Vladimir Nabokov a la fama, pero la producción de este autor es muy vasta. Tuvo una doble vida, o mejor dicho dos etapas muy diferentes en su vida, ya que durante la primera mitad vivió en Europa y escribió en ruso, y durante la segunda se trasladó a Estados Unidos y escribió en inglés. El cambio estuvo condicionado por circunstancias históricas y resultó doloroso para alguien que, en el postfacio de Lolita, declara: "Mi tragedia privada, que no puede y no debe ser preocupación para nadie, es que tuve que abandonar mi expresión natural, mi despejada, rica, e infinitamente dócil lengua rusa por una variedad de inglés de segunda clase."

Sin embargo, es difícil encontrar una obra que utilice el idioma inglés con mayor magia y acierto que Lolita. ¿Debemos creer que su ruso es superior?

Quienes no leemos ruso accedemos sólo en traducción a sus novelas escritas en ese idioma. Fueron traducidas al inglés por su hijo Dmitri bajo la vigilancia del padre, quien las corrigió y alteró. La segunda novela, por ejemplo, Rey, reina, valet, de 1928, fue vertida a los cuarenta años de haber sido publicada, y remanié entonces por Nabokov, quien explica en su Prólogo a dicha obra: "Me limitaré a decir que mi objetivo principal al hacer [los cambios] no fue embellecer un cadáver, sino, más bien, otorgar a un cuerpo que aún respiraba el goce de ciertas posibilidades innatas que mi falta de experiencia y mi precipitación, lo apresurado de mi pensamiento y lo lento de mi palabra, le habían negado en un principio." Entonces, si su ruso es superior a su inglés, el Nabokov maduro es superior al Nabokov joven. Quizá un factor equilibre el otro.

Para el lector que empieza por Lolita, los primeros veinticinco años de la carrera de su autor, y el contexto en que se mueve durante su vida en Europa, quedan en sombra. Nabokov tiene la virtud, en más de un momento de su carrera, de romper con el pasado e instalarse en un riguroso presente. Rey, dama, valet, a que ya me referí, se desentiende del mundo de la emigración, del que se había ocupado en su primera novela, Mashenka, de 1925, y escribe sobre personajes no rusos sino alemanes, de la ciudad que entonces habitaba, un Berlín que no muestra trazas de la comunidad de exiliados.

Se apropia del país donde recaló (aunque no de su lengua: sigue escribiendo en ruso). Esta obra es un pasaporte que le permite cambiar estratégicamente de público y de idioma, ya que el contenido, de ambiente local, interesó a los alemanes en la traducción publicada por la poderosa editorial Ullstein, parte de un emporio judío de publicaciones, diarios y revistas, de la Alemania pre-nazi.

Con Lolita, veinte años después, sucede algo parecido, con la diferencia de que Nabokov ha cambiado de idioma, abandonando el ruso por el inglés. Es una novela americana de carretera, afín, hasta cierto punto, a On the Road, de Jack Kerouac, y publicada casi al mismo tiempo. Describe las extensiones vastas de un país sin memoria. Habiendo perdido desde su adolescencia el espacio imperial ruso, Nabokov vivió reducido, en Europa, a bolsones de refugiados, primero pobres y después suprimidos. Pero en América recupera un espacio imperial, que transita, al revés de Rusia, por buenas carreteras, en sus expediciones de caza de mariposas. Junto con el territorio vino también el público.
Ahora bien, si Barra siniestra, la primera novela que escribió en Estados Unidos, habla de la barbarie dictatorial que había dejado atrás, fuese bolchevique o nazi, Lolita en cambio ocurre dentro de la "civilización" bajo un orden que, sin ser un dechado de perfecciones, ni un paraíso, garantiza al menos un cierto relativo respeto por los derechos humanos. En tal enclave, Nabokov enfoca una empresa libidinal que tienta los límites de ese orden, juega con lo que no está permitido decir y menos hacer. La confesión del protagonista y con más razón las acciones de que trata van más allá, o se quedan más acá, de lo permitido y deseable por mentes políticamente correctas.

Aquí, además, Nabokov lleva a cabo la proeza de saltar a través del tiempo; saltar nada menos que cuarenta años, el lapso que separa su propia adolescencia de la del personaje Lolita. Humbert es un adulto de edad indefinida. El autor ya ha cumplido cincuenta cuando escribe la novela. Inventa una palanca arquimédica, más exactamente fáustica, para ponerse a tono, situarse en la corriente de extrema juventud de un país que por añadidura le resulta extraño, donde se habla una lengua que no es la suya. Esto es lo sorpresivo: que un shabby emigré, como se designa a sí mismo el narrador, a quien todos suponen anticuado, un europeo prisionero de una etiqueta perimida, obsoleta en el progresista Nuevo Mundo, escriba la obra más avanzada de la literatura norteamericana. La más avanzada en dos sentidos: desafío a la censura y desafío magistral de lengua y de construcción.

La primera novela estadounidense de tema homoerótico es The City and the Pillar
(1948), de Gore Vidal. (Descuento el homoerotismo larvado de Melville en el siglo XIX). La novela de Vidal describe, a pesar de todo, relaciones entre adultos. El final trágico implica, aun así, un castigo que vuelve tolerable la permisividad que presenta. (Años después, en una nueva edición, el final fue sustituido por un desenlace menos terrible.).

Pero el tema de Lolita presenta un desafío aun peor: trata de la pederastía, el abuso a los infantes, el más tremendo pecado para los puritanos de Estados Unidos. Si Lolita parece surgir de la nada e instalarse en un estricto presente, se alimenta en secreto, sin embargo, de una evolución europea de la sensibilidad y las costumbres. Marca, dentro de la trayectoria del propio Nabokov, la culminación de un desarrollo paulatino y creciente de regodeo en lo prohibido.

En su más ambiciosa novela en ruso, La dádiva
(1938) la relación incestuosa entre un padrastro y su hijastra es vista desde la perspectiva del novio de la hijastra, para quien resulta repugnante en grado extremo. El repelente padrastro comenta confidencialmente al novio que, si tuviera tiempo, escribiría una relato sobre un hombre que se casa con una mujer para tener acceso a la hija de ésta y encuentra que la hija se muestra fría y altiva. Fiodor entiende que el padrastro se refiere a su propia historia.

En la nouvelle de 1939, El hechicero, que no llegó a publicarse hasta transcurridos diez años de la muerte de Nabokov, un hombre de cuarenta sufre una atracción insatisfecha por las jovencitas. Se casa con una mujer enferma porque ésta tiene una hija de doce años (la edad de Lolita). Cuando muere la madre, el hombre lleva a la hija de vacaciones con la esperanza de convencerla poco a poco de que acepte el contacto sexual como un juego. Pero en la primera noche no puede resistir la tentación de acariciar el cuerpo dormido de la niña. Al satisfacer su impulso advierte que ella lo está mirando horrorizada, con los ojos muy abiertos. Enseguida empieza a chillar de forma incontrolable. El hombre sale corriendo para huir de los huéspedes del hotel que se despiertan alarmados, y también de sí mismo. Al correr, lo atropella un camión y muere. Es un adelantado de Humbert. Al igual que él, piensa que sus fantasías privadas son inmensamente más sutiles, refinadas y, en conjunto, notables que la pasión adulta normal, pero también cree que son algo que no debe salir del reino de los simples anhelos, hasta que determinada niña y la perspectiva de acceder a ella por medio de su madre lo hacen ir más lejos de lo que considera posible o aun correcto. No hay aquí ningún Quilty, ni tampoco ninguna Annabel Leigh, ningún precursor infantil, ninguna isla de tiempo extasiado que añada un débil resplandor metafísico al relato.

En cuanto a las experiencias juveniles del autor, elaboradas literariamente, que puedan tener una incidencia en Lolita, recordaré que Habla, memoria relata el romance adolescente con una muchacha a la que en ese libro se da el nombre de Tamara. En su primera novela la misma muchacha se llama Mashenka. Ambas evocan, según su biógrafo Boyd, el primer amor de Nabokov, Valentina Shulgin
(sobrenombre Lyussya), a quien conoció cuando él tenía quince años. Era una vecina de la casa de campo de Vyra, donde veraneaba. Con ella tuvo una relación carnal apasionada que continuó en Petersburgo el invierno siguiente y terminó al otro verano en Vyra. Los amantes pasaban las noches en el pórtico de columnas del palacio neoclásico de Rozhdestveno, que por ese entonces estaba cerrado, el cual pertenecía al tío Vasili Rukavishnikov, hermano de la madre, de quien Vladimir heredó, a los 17 años, a la muerte del tío, en 1916, esa villa y su fortuna. Por supuesto la joven, aunque alimenta el recuerdo del escritor maduro, no era para el adolescente Vladimir una ninfeta, sino una compañera de su misma edad.

También vale la pena considerar otros precedentes. Su tío Vasili, homosexual, veraneaba en Rozdhestveno, vecina a Vyra. Cuando el escritor era niño, el tío venía con frecuencia, durante los veranos, a almorzar con los Nabokov. Después de comer, los adultos salían a la terraza o se instalaban en el salón. "Vasili, sin embargo, luciendo un clavel violeta, se quedaba en el soleado comedor y, sentando a Vladimir sobre las rodillas, lo acariciaba 'canturreando y diciendo extrañas palabras cariñosas, y yo
[habla Nabokov] sentía vergüenza ajena por él ante los criados, y me sentía aliviado cuando mi padre, desde la terraza, lo llamaba: Basile, on vous attend'".

Los primeros manoseos fingidamente indolentes de Humbert con Lolita, un domingo en el sofá en casa de Charlotte, la predilección que por el trasero de la pequeña Ada muestra un pintor en la novela homónima, puede que tengan sus orígenes ahí. A partir de esta anécdota, la relación desear/ser deseado invierte sus polos: no sólo contamos con las niñas que atraían al pequeño, o las ninfetas que atraían al adulto, sino además con la aventura del tío, en la que el propio Vladimir ocupa el lugar de Lolita. Bajo este respecto, él puede decir, como Flaubert: "Lolita c'est moi." El era Lolita, o Lolito, para el disfrute mal disimulado de su pariente.

He aquí una cierta fragilidad en su posición. Nabokov siempre enfatiza la propia virilidad y se considera émulo del padre, un caballero corajudo, que boxeaba, practicaba esgrima, y no le temía a los duelos. En La dádiva lleva a cabo un retrato desplazado del padre, que es el padre de Fiodor, el protagonista. En vez de presentarlo como político, lo describe como lepidopterólogo que viaja en expediciones científicas al Asia Central. Fiodor recalca la virilidad del progenitor, esa cualidad que Nabokov valoraba tanto en el suyo. Irónicamente, Nabokov no sabía que el principal modelo para el explorador Godunov -el padre de Fiodor en la novela- el célebre científico Nikolai Przhevalski, era homosexual.

Serguei, el hermano de Vladimir que lo seguía en edad con la diferencia de un año, fue, durante la infancia, tímido, tartamudo, y odiaba a su madre
(que prefería claramente a Vladimir). Siendo adolescentes, Vladimir descubrió el diario secreto de Serguei, en que éste narraba sus infelices enamoramientos no correspondidos con chicos de la escuela Tenishev. Vladimir no sólo violó el diario, sino que lo mostró al preceptor de ambos muchachos, traicionando así a su hermano; el preceptor, a su vez, reveló esos contenidos al padre. Serguei creció como un dandy y un gran aficionado al ballet. Asistía, cuenta alguien de su medio, a todos los estrenos de Diaghilev. Cuando huyen de la revolución a Crimea unos soldados entran a su compartimento de tren con el fin de abusar de los hermanos. Serguei finge todos los síntomas de un caso grave de tifus y se salvan. Durante los años treinta, Serguei vivía en París.

En una visita de Vladimir, le dijo que quería hablar seriamente con él para confrontar sus diferendos. Una semana después almorzaron cerca de los Jardines de Luxemburgo con la pareja de Serguei. Vladimir comenta en una carta: "Debo reconocer que el marido es muy agradable, callado, no responde en absoluto al tipo de pederasta [después de todo, Humbert en Lolita sufre de "pederosis"], tiene un rostro y unos modales atractivos. A pesar de ello, me sentí bastante incómodo, especialmente cuando se nos acercó uno de sus amigos, con los labios rojos y los cabellos rizados." "Incómodo" es la palabra. No obstante, en la última etapa de la estadía de Vladimir en París, cuando se preparaba a embarcar para América, el hermano lo visitó con frecuencia en su apartamento de la rue Boileau. Serguei permaneció en París, fue arrestado, y murió en un campo de concentración alemán durante la guerra.

Otro pariente homosexual fue Konstantin Nabokov, hermano del padre y encargado de negocios de la embajada rusa en Londres bajo el régimen del zar. Cuando los Nabokov llegan a Londres en abril de 1919, el tío los recibe y los introduce a un amplio círculo de conocidos, así rusos como ingleses.

En Rey, reina, valet, la novela de 1928, Franz, el amante del triángulo, tiene por colega, en la sección deportiva de una gran tienda donde trabaja, a un atlético nadador que comparte el cuarto con otro nadador, un sueco, su pareja evidentemente, de modales poco masculinos, que se mantiene bronceado utilizando una lámpara de cuarzo. Es la época en que en Alemania se estila nadar en lagos y piscinas. Esta boga resulta manifiesta en la novela autobiográfica de Stephen Spender, El templo, que narra las relaciones homoeróticas de los bañistas alrededor de un lago en Hamburgo en el verano de 1929. El Berlín de Rey, dama, valet es también el de Whystan Auden y Cristopher Isherwood, los escritores homosexuales ingleses que, junto con Spender, encontraban en Alemania un campo propicio para experiencias que no podían permitirse en la Inglaterra de entonces.

La actitud de Nabokov ante los homosexuales fue siempre ambivalente, como la propia relación con su hermano. En su narrativa madura aparecen dos homosexuales ridículos: me refiero a Gastón Godin, de Lolita, y a Kimbote, el comentador del poema de su amigo Shade en Pálido fuego. Pero también son ridículos, podemos agregar, personajes heterosexuales como Pnin.

En una de sus entrevistas tardías, Nabokov declara: "Prefiero hablar de los libros modernos que odio a primera vista: los cuidadosos cuadros clínicos de grupos minoritarios, los lamentos de los homosexuales, el sermón norvietnamita antinorteamericano, el cuento increíble, picaresco, mechado con obscenidades juveniles." ¿Odia a los homosexuales o a sus lamentos? Quizá más a los lamentos, es decir, a una literatura que se ocupa de reivindicaciones de minorías. En la vejez, su tono se vuelve agrio. Ya no tiene tiempo para polémicas consideradas, como en la época en que escribió la "Vida de Chernichevski" en La dádiva. "Estoy harto
[declara en la misma entrevista] de escritores que se unen a la pandilla de los comentaristas sociales."

El autor de Lolita exacerba su rechazo de la juventud estadounidense de los sesenta, de los hippies y estudiantes que protestan: "Los alborotadores nunca son revolucionarios, siempre son reaccionarios. Entre los jóvenes es entre quienes se hallan los mayores conformistas y filisteos, por ejemplo los hippies con sus barbas de grupo y sus protestas de grupo. A los manifestantes de las universidades norteamericanas les interesa la educación tan poco como les interesa el fútbol a los fanáticos del fútbol que en Inglaterra hacen pedazos las estaciones del Metro. Todos pertenecen a la misma familia de pillos ridículos... con un manojo de malhechores hábiles entre ellos". O bien: "Los jóvenes tontos que se entregan a las drogas no pueden leer Lolita ni ninguno de mis libros".

Ha perdido el contacto con las nuevas generaciones. Carece de tolerancia para entender fenómenos que no son en rigor los de su época. A esta altura y en este plano Nabokov no es alguien muy atendible. Borges -quien tanto opinó- opinó también que lo menos interesante de un autor son sus opiniones.

Aunque Nabokov enseñó en Wellesley y después en Cornell, no discierne los rasgos de estilo propios de los jóvenes. Es cierto que la revuelta de la juventud estalla en USA y en Inglaterra después de la generación de Lolita, en los cincuenta y sesenta. Frente a eso, como constatamos a partir de sus declaraciones, sólo responde con la incomprensión. Incluso su idea de vestimenta elegante se mantiene, aun en narraciones tardías como Cosas transparentes y Ada, dentro de la órbita tradicional de la moda. Aislado en Suiza en los últimos años, se vuelve completamente irrecuperable en ese sentido, presa de la campana de vidrio del pasado.

Pero tuvo suerte: el idiolecto de Lolita, su idiosincracia, su comportamiento, son convincentes, porque la escribió en el momento justo, del mismo modo que siempre abandonó los lugares en el momento justo. A través de la ninfeta prestó incluso atención a la música popular, como testifica la canción que inventa alrededor de su personaje, inmediatamente antes del advenimiento del rock, que quedó fuera de su alcance.

A pesar de lo cual Lolita es una bisagra, un eslabón insustituible en la sensibilidad de un siglo, entre las épocas de preguerra y de posguerra. No podía haberla escrito para los emigrados rusos de Paris, público circunscrito y efímero, que Hitler liquidó de paso al ocupar Francia. La escribió en otro lugar, en otro idioma, para otra gente. Lejos de ser un ejemplo de decadencia crepuscular en un orbe que se cierra, tiene el carácter fundador de una nueva vida en un nuevo continente. Baste contrastar a la niña Lolita con la pobre Ana Frank, escondida en una buhardilla y aplastada como una cucaracha kafkiana.

Nabokov critica a Dostoievski el no producir personajes femeninos creíbles, en particular sus prostitutas convertidas, como Sonia en Crimen y castigo. La hosquedad del personaje Lolita hacia Humbert
(salvo en el momento de la entrevista final, en que mantiene también su distancia, a pesar de la reconciliación más virtual que efectiva) se acentúa al avanzar la historia. Humbert puebla de amor el espacio del no-amor, lo puebla, a pesar de la angustia, con una alegría humorística vinculada al placer estético: "la sensación de que algo, en algún lugar, [está] relacionado con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma." Esto, sin que el personaje de la amada resulte falseado por una fácil condescendencia, por una espuria conversión amorosa de la muchacha.

Humbert, fracasado, triunfa como narrador al escribir la "confesión" que es la novela. Este es un logro de pasión e inventiva que Nabokov transfiere a su personaje, logro dotado de una gracia leve a pesar de su complicado virtuosismo, con una dosis de autoironía para no resultar pedante. Describe el trayecto de un amor que parece imposible, que resulta insostenible a la larga, catastrófico.

La catástrofe no difiere de la del protagonista de El hechicero, pero el periplo se prolonga, la escritura alcanza una felicidad que no tenía en la obra previa. Para que las manos de Nabokov quedaran libres, como aquí, necesitó su larga y nutrida carrera anterior. Ya había arreglado cuentas con Chernichevski
(y el realismo socialista) en La dádiva, ya había superado el aborrecimiento que el tabú de la ninfa despertaba en él mismo.

El amor de Charlotte
(la madre de Lolita) por Humbert es un amor no falso, sino convencional, está apoyado en cada detalle por un pacto, por un orden. Charlotte exige que Humbert crea en Dios, tenga temor de Dios. Su unión es permitida y decorosa según el punto de vista de la comunidad y de las leyes, supuestamente divinas, que la consagran. Al revés, la unión de Humbert y Lolita, por lo menos en el contexto en que viven, tiene que disfrazarse.

Ocurre tras un biombo, invisible a los ojos de los otros, que la toman por lo que no es. Al despedirse, Humbert le hace a la ninfeta una última desesperada propuesta: que vuelva con él. "Crearé un Dios completamente nuevo y le agradeceré‚ con gritos agudos, si me das esa microscópica esperanza." Dios no es el legitimador de la unión; nace a partir de ella.
La conversación de Humbert con Miss Pratt, directora de Bearsdley College, al que Lolita asiste por unos meses, se basa en un abismal malentendido. Humbert pasa por un emigrado chapado a la antigua que, al no permitir que Lolita alterne con chicos de su edad, se niega a aceptar las costumbres más "libres" del "joven" Estados Unidos. La directora, políticamente correcta, se permite llamar a las cosas por su nombre. Habla de sexo apoyada en la jerga de Freud, que en ese entonces está de moda como emblema de progresismo. Fomenta la continuidad de un orden: que las alumnas del colegio se vuelvan esposas y madres adecuadas. Lolita "'va y viene', dijo la Señorita Pratt, mostrando cómo con sus manos cubiertas de manchas de hígado, 'entre las zonas anal y genital de desarrollo. Básicamente es una preciosa -' 'Disculpe,' dije, '¿qué zonas?' '­He aquí al europeo anticuado que es usted!' gritó Pratt dando una ligera palmada sobre mi reloj pulsera y exhibiendo de repente su dentadura."

Humbert no reivindica las iniciativas libidinales clandestinas sobre el cuerpo de Lolita, ni siquiera las aprueba él mismo. Va muchísimo más lejos en otra dimensión que las innovaciones políticamente correctas de Miss Pratt. Habita un espacio que, siendo el mismo espacio de las leyes físicas, parece contradecirlas. Es un espacio donde nadie es en rigor agente, criatura responsable ante la ley, porque nadie puede justificarse, asumir la razón de su locura, la razón jurídica de su conducta. La conducta irresponsable, que culmina en el asesinato de Clare Quilty, lleva a Humbert, al fin de la novela, a manejar por el costado equivocado de la ruta, o sea, dentro de la irrealidad de un espejo, que invierte el orden del espacio real.

En Invitación a una decapitación ocurría algo equivalente con respecto al verdugo: no actúan como personas jurídicas responsables quienes privan a otro de la vida. Su espacio es el de los espejos y las sombras.

Alfred Appel, el autor de la edición anotada de Lolita, indica que la difícil empresa de encontrar el idioma adecuado para este relato equivale al esfuerzo de encontrar un lenguaje en que el personaje Humbert pueda comunicar con el personaje Lolita. En este esfuerzo fracasa. Pero no fracasa al escribir su confesión final, alcanzando, ya no a la ninfa, que es a quien, dentro del relato se dirigen, por lo menos en primera instancia, las palabras de Humbert, sino al sustituto del personaje, al lector.

De ahí el esmero de la escritura, como el único espacio donde esa pasión y ese amor pueden, no digamos ya existir, porque existen como práctica parcial, más o menos culposa, en las relaciones intersubjetivas
(entre Humbert y Lolita), sino desplegarse, desplegar un entusiasmo transmutador, un "estado de ser" que ya no entra en conflicto con la norma, sea ésta externa (el orden de la convivencia), o interna (el propio sentido moral de Humbert).

En el arte lo injustificable se articula sin volverse justificable. El éxtasis ya no debe pagar impuesto a la moral. En este sentido el espacio literario traspone la prohibición y afecta una existencia autónoma. No es ejemplar salvo en un sentido negativo, porque no reivindica un cambio de las normas asumidas de convivencia. Su función resulta simétricamente opuesta a la función que Chernichevski prescribe al arte: presentar paradigmas positivos, tendientes al mejoramiento de la sociedad.

Lo incuestionable es que los trabajos del amor
(ese amor tan laborioso que es conquistar y mantener a Lolita) tienen sentido y aplicación en el seno del arte, que opera como válvula de escape de las tendencias que resultan injustificables en el plano de la conducta. Tanto lo sensual (la pasión de Humbert) como el sentimiento (su amor) siguen siendo patéticos. Los vindica una felicidad léxica, rítmica, aliterativa, los prodigios de observación, de atención al detalle, de coincidencia entre sentido literal y figurado; éstas son las "pruebas" de una intensidad puesta en juego: porque, ¿quién se tomaría el trabajo de escribir si no se excitara, si no amara, si la carga de narrar no fuera a la vez necesaria y gozosa?

La pasión, en conflicto con la justicia, se opone ante todo a la indiferencia, y triunfa sobre ella. Me refiero a la indiferencia de Lolita frente a Humbert, como también a la de Clare Quilty
(el amante impotente que la arranca de los brazos de Humbert) frente a Lolita. La intensidad de Humbert no es justa, ni su pasión ni su crimen son aceptables. Pero alcanza una justicia poética, de acuerdo al poder trasmutador que, frente a la indiferencia y a la muerte, hace justicia a la vida.


* Publicado originalmente en Gargantúa

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