La tecnología gps (global
positioning system) es
ya bastante conocida, al menos por todo quien tenga algo que
ver con la navegación, tanto aérea como por agua.
Un conjunto de satélites son empleados como referencia
por un pequeño receptor, que por un procedimiento geométrico,
conociendo la posición de los satélites conoce
la suya propia. Esta posición es expresada en un visor
digital, por ejemplo, en latitud y longitud terrestre. Si al
visor se une un mapa, se obtiene una pantalla que le muestra
a uno dónde está, dónde estuvo, y dónde
estará, con muy razonable precisión.
Unido a sistemas de navegación por instrumentos, por ejemplo
en un avión, permite un nivel muy alto de automatismo en
la dirección de las aeronaves. Método similar se
emplea en la navegación por mar, y en el viaje
por tierra. Obviamente, el sistema se puede emplear para muchas
otros usos comerciales que aquí no interesan.
Pero además, las revistas internacionales de trekking,
camping, bird watching y otros ings, anuncian
en sus páginas pequeños y elementales gps
personales, del tamaño de una calculadora de bolsillo,
que permiten a un viajero saber exactamente dónde se encuentra
sin ayuda de ningún otro elemento.
De modo que la tecnología ofrece ya la posibilidad de
vivir en un mundo en el que es imposible perderse.
Ahora bien, ¿vale la pena vivir en un mundo así?
O al menos, ¿es posible viajar en un mundo así?
Por supuesto, muchos lectores contestarán a éstas
dos preguntas con un sí rotundo, sin más. Un mundo
así es más eficiente, más seguro, y uno
puede despreocuparse de ciertas molestias que acontecían
a los viajeros del siglo XV dC., digamos, como llegar a una patética
isla caribeña, en lugar de a la China.
Por otro lado, reivindicar una especie de posición romántica
del viajero que se arriesga,
que se expone, y que no sabe exactamente lo que encontrará
en el camino, puede sonar plenamente extemporánea, como
una cosa dicha y oída pero que no puede tomarse en serio
y debe dejarse de lado con un gesto simple. El viejo argumento
de que no se pierde lo viejo, sino que se gana una nueva posibilidad
y, por ende, más libertad de elección, no por recurrido,
deja de ser persuasivo: si uno quiere perderse, o si quiere navegar
a la antigua usanza, o si quiere viajar por un territorio montañoso
y feraz sin la menor ayuda, se dirá, siempre le queda a
uno el recurso de olvidar el gps en casa, o de apagarlo
y seguir orientándose por las estrellas.
Este último argumento es, entonces, muy fuerte, y no tengo
casi nada que decir de él. Salvo una cosa: después
de que los hombres hayan prácticamente olvidado la necesidad
de prestar atención a la naturaleza, aunque apaguen el
Gps, ya no sabrán ver lo mismo que sabían
ver antes, en tiempos no tan virtuales.
La tecnología, al suplantar la vista directa por una pantalla, transforma lo real
en virtual, lo cálido en frío, lo matizado en abstracto,
lo caótico en
geométrico. El mundo se racionaliza y se resignifica convencionalmente.
Ya no hay montañas: ahora hay conos, a lo sumo. Aunque
por supuesto, se sabe que la tecnología en realidad virtual
ya es capaz de un elevadísimo 'realismo' perceptual, también
es evidente que lo que la realidad virtual evita -al menos por
ahora- es el empeñar la propia existencia en las empresas.
Un simulador de vuelo de computador de escritorio, que uso muy
habitualmente, me permite ir y venir, por ejemplo, de Montevideo
a Buenos Aires en un B737. En la cabina -virtual, y sólo
existente en mi computador- se despliegan con exactitud todos
los instrumentos de navegación, y una parte de los instrumentos
de motor y radio del avión, que reaccionan de modo realista.
Las velocidades y comportamientos de la máquina son muy
aceptablemente parecidos a la realidad. El escenario en que el
vuelo transcurre reproduce con exactitud la costa del Río
de la Plata, la ciudad de Montevideo -con su Cerro, parques, playas
y edificios característicos incluidos-, y lo mismo ocurre
a lo largo de todo el viaje. Pero si cometo un error, no me mataré,
ni mataré a nadie. Las consecuencias benéficas de
todo esto son obvias en términos de ahorro de dinero y
vidas en la formación de pilotos. Pero otras consecuencias
de estos cambios inexorables son menos vistas: no creo que la
humanidad pueda producir de nuevo a alguien como A. De Saint-Exupéry.
El mundo natural está
mediado, y lo está en perfecto orden. Cada vez tenemos
menos entrenamiento como animales terrestres. Hay una forma de
sensibilidad y la sabiduría de un oficio -orientarse, navegar-,
y una forma de riesgo, de valor, y de belleza, que se están
perdiendo para siempre, y serán suplantada por otras. Pero
no por eso dejan de merecer un treno -algo también perdido-,
un lamento fúnebre por hazañas ya insignificantes.
*Publicado originalmente en Posdata
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