El renacimiento y el barroco dieron multitud
de figuras, como entre otros Quijote,
Lazarillo, Fausto, Hamlet, Otelo, Don Juan, que pasaron a constituir
categorías de pensamiento, es decir, modos de interpretar
la realidad o paradigmas. El fenómeno se fue desdibujando
y, para el siglo XIX, el registro guarda excepciones como Madame
Bovary, Goriot, probablemente una niña
transgresora de espejos llamada Alicia,
acaso una ballena blanca y -también de Melville- cierto
I rather not Bartleby. Salvo el bovarismo, éstos
no son paradigmas, sino referentes fuertes, a través de
los cuales se pueden atisbar ciertas obsesiones y búsquedas.
A su turno, el vigésimo, comido desde el principio por
ismos, alcanzó a promulgar algunos adjetivos tentaculares,
como proustiano, kafkiano, o borgeano,
anos que tratan de capturar los mundos fabulatorios de unos escasos
autores. Tal vez, si se lo repasa,
se pueda encontrar un solo paradigma, tenuemente patrocinado
por Alicia y por el Pygmaleon de Shaw, que entró
con furor al siglo XXI de la mano de proxenetas digitales y de
millones de desdoblados navegantes de Internet:
la Lolita.
Si se la considera
patrimonio de un caballero errante, que se iba corriendo de Rusia
hacia el Far West perseguido por la meticulosidad bolchevique
y por nazis no menos puntillosos. Si se entiende que Vladimir
Nabokov, hereje de toda identidad,
iba abandonando sucesivos inquilinatos
o lenguas en las que escribía (primero
el ruso nativo, luego el alemán y el francés, hasta
radicarse en el inglés americano), hasta publicar -traducida al francés- una de las mejores novelas norteamericanas -como, probablemente
sin exagerar, señala Roberto
Echavarren-, podría considerarse que, a primera vista,
la lolita es hija de la perversidad: su génesis sería
una especie de parto anal, o a contracorriente.
Sin embargo, si se
la entiende como un reclamo del siglo, que buscaba su intérprete
o traductor hasta que lo encontró en el huidizo Nabokov,
el nacimiento de Lolita sólo puede verse como necesario
y como prueba de la cuantiosa paciencia que requieren las obras
cardinales para ver la luz.
En el bélico
París de 1938, y en francés, don Vladimir borroneó
El hechicero, una nouvelle con pederasta culposo
como protagonista. Si allí hubiera terminado la historia,
acaso el mercado de niños del sudeste asiático
succionara diecisiete turistas occidentales menos por año,
nos hubiésemos ahorrado una película de Adrian
Lyne y, sin duda, al siglo se le hubiera atragantado una de sus
mejores novelas.
Es evidente que la
lolita, para irrumpir y señorear, necesitó que
a Estados Unidos, en el momento exacto, llegara su intérprete.
Estaban las lolitas a punto de inventar a Elvis y al rock and
roll (Dolores Haze ama a
los crooners );
estaba a un tris Estados Unidos de exportar la tanda definitiva
de adolescencia que
terminó marcándonos; estaba en su punto el ruso
escapista para revivir la fiesta del espacio -perdida en su
Rusia natal- y para afinar la lengua de Chaucer, Lucille Ball
y Desi Arnaz.
El novelista aristócrata,
metamorfoseado en un suizo Humbert Humbert, confrontado a la
cegadora ordinariez de Loly Haze, logró rescatar al pedófilo
semienterrado en París y, pulcramente, ir destilando en
cientos de páginas el ergon de
la lolita.
"El buen actor
sólo entra escena cuando han construido el teatro",
señalaba con acento chino Bustos Domecq. La lolita había
estado guardándose paciente en los camerinos del siglo,
con la planicie de su pecho, su bagaje de refrescos cola y jeans,
sus caderas de chiquilín, un emporio de juke boxes
y una cincuentena de estados adolescentes. Un día llegó
ese señor maduro, que venía de Rusia y de cualquier
otra parte, que tenía cierta historia o gana
atrasada y que, seducido al instante, fue desplegando un papel
para ofrecerle un lento y meticuloso teatro.
Por cierto, también está el argumento de que Estados
Unidos era un teatro núbil, Vladimir un actor viejo, recalentado
y corruptor, etcéteras. Pero, como se sabe, la inocencia
es la madre del perverso.
* Publicado originalmente en Insomnia
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