Es complicado escribir con miedo,
al menos en Brooklyn. Hace unas horas, durmiendo en el sofá
de unos amigos uruguayos, Carla Giaudrone y Enrique Saulle, me
despertó el teléfono. Una amiga de mis huéspedes
estaba dejando mensaje en la contestadora de que había
ocurrido un accidente rarísimo en el World
Trade Center. Me despabilé inmediatamente y prendí
el televisor. Anoche,
junto con Enrique, habíamos ido a las ex torres para presenciar
un espectáculo de danza, en el que debía participar
una amiga de mi amigo. Como hubo chaparrones y tormentas, el
espectáculo se canceló, por lo que Enrique y yo
paseamos por el World Trade Center por algunas horas, acorralados
por lo que ya era una respetable tormenta. Por los molinetes,
sobre piernas sanas y apacibles, la gente dejaba su trabajo en
las torres. Unas señoras chinas vendían paraguas
a quienes querían evitar la mojadura, pero Enrique y yo
preferimos entrar a Borders, una librería, en el
complejo, a la que llegamos tras recorrer el Winter Garden. Era
de esas librerías donde se puede tomar café y descansamos
allí unos cuarenta minutos, hablando de mongoles y literatura
infantil.
Eran en Manhattan las
8.30 de la noche, cuando nos fuimos. Relampagueaba pero no llovía,
y decidimos venirnos caminando. Remontando el repecho del puente
de Brooklyn, todavía flashes de tormenta, aún no
caía agua. Enrique, en determinado momento, me señaló
las torres gemelas, cuyas puntas no se veían, tapadas
por nubes de tormenta.
Pensé en ese momento que, precisamente, eran rascacielos.
Que eran edificios que se hundían en los cielos pero,
por supuesto, nunca podría interpretar aquello como presagio.
Pero ya no podía recorrer nada. En el televisor recién
encendido venía otro avión, como una cuchillada,
contra la otra torre. Yo no sabía si mis amigos estaban
en casa o se habían ido. Caía agua de ducha, y
era Enrique, que se estaba bañando. Le dije, hay atentado
con aviones contra las torres gemelas (anoche
me había mostrado las barreras de seguridad para evitar
coches bombas).
Desde bajo la ducha, contestó que no me creía,
pero no me quedé para explicarle, porque sonaba el teléfono.
Era Carla, que estaba en Manhattan, a quien le temblaba la voz.
Vi el avión, me dijo. No podía creer que estuviera
volando tan bajo, me dijo. Lo vi desde la calle. Estoy temblando,
me dijo. Tengo que entrar a dar clase, me voy, y cortó.
Si entró a clase no habrá visto lo que Enrique
y yo, en la televisión: una torre desplomándose,
luego la otra. En medio de imágenes del Pentágono
incendiado, de noticias de aviones caídos. Esto empezó
hace unas horas, y aquí, en este apartamento de un dormitorio,
en Brooklyn, llega el olor de los megaincendios y derrumbes.
En televisión la psicosis crece. Esto es un ataque de
guerra. Algunos temen, en algún
momento, que haya posibilidad de gases
químicos.
En esos momentos Enrique y yo tratamos de reírnos. ¿Y
si fuera cierto? Si lo fuera, la quedamos, suponemos.
Seguramente sea un temor infundado.
Lo que no es rumor es que anoche había dos torres enormes
que se encapuchaban en las nubes. Si salgo luego, y voy al Promenade,
cerca del puente, ya sólo veré humazo y un hueco
entre los cielos.
Todavía no hay reporte de heridos, ni de muertos. Sólo
ese olor de aire incendiado. Es mejor no salir a la calle, porque
hay que cubrirse la cara, como en un bombardeo.
Fatalmente comenzarán a llegar las cifras, las imágenes
de gente infinitamente más baja que esos dos cíclopes
que se fueron. Gente calcinada, estallada, rota.
Tendré más
de este miedo retroactivo, supongo. Más horror. El horror
de cualquier guerra.
Si no me equivoco, ésta es la primera vez en que Estados
Unidos sufre algo parecido a un bombardeo. Cada dos minutos
suena el teléfono. De diversas partes nos llaman, consternados
por nosotros. Es mediodía y estamos bien. Hay algo como
de un Armagedón, que bajó desde los cielos. Curiosamente,
aquí no se escuchó ni el ruido de las explosiones
ni de los derrumbes gigantescos. A sólo un par de kilómetros,
este apocalipsis que está a la vuelta, con Carla allá
nomás, atrapada en Manhattan, llega como llega siempre,
por la televisión de voces temblantes e imágenes
anonadadoras. Acaba de llamar una uruguaya, Natalia Gomensoro,
que vive a pocas cuadras de aquí, pero no en una planta
baja, como estamos nosotros. Desde su ventana pudo ver, con sus
propios ojos, como
se caían las torres. Un poco antes, desde Houston,
Eduardo Espina me llamó,
pidiéndome que diera un parte de la situación,
para El Observador. Lo siento, Eduardo, quisiera hacerlo
mejor. Pero como decía, no es fácil. Carla acaba
de llamar. Su universidad (New
York University)
se ha convertido en centro de atención para heridos. Junto
con un colega, está tratando de ir al norte, pero no puede
evacuar la isla. Tiene
el teléfono de alguien que no conoce; alguien que espera
pueda alojarla.
No puedo olvidarme de que viví en Chicago la Guerra del
Golfo. Aquella guerra televisiva,
que vendieron como aséptica, como higiénica. Recordarás,
Eduardo, que escribí, y publiqué, que la década
de los noventa había empezado con aquella Guerra Disney
para estadounidenses. En el aire vulcanizado que se respira,
en los partes de derrumbe y de nuevos edificios destartalados,
queda esa impresión de que la Guerra del Golfo contraataca.
O de que, definitivamente, nos están dando la bienvenida
al nuevo milenio.
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