Estetización
del terror
En el horror hay
asesinatos macabros, profecías
indeclinables, fantasmas
de espantosa facha, amores que bordean el incesto, desgracias
que caen sobre bellas muchachas de tiernos cuellos amenazados
por espectrales garras de uñas amarillas, todo eso entre
viejísimas y malditas ruinas, pasadizos secretos, lúgubres
mazmorras y pesadas trampas de piedra.
El terror es más
austero. En galpones de piso de hormigón, en garages abandonados,
en celdas de cuartel: tortura, violación, asesinato, desaparición,
saqueo, crucifixión, hoguera, infierno. En el horror uno
está a merced del Destino; en el terror,
en manos del Poder.
El horror produce asco, repugnancia y rechazo; aparece ante la
visión de algo terrorífico.
La visión, en el horror, es muy importante, porque mantiene
una lejanía espacial y temporal, impide la confusión
entre la causa del miedo
y su aplicación efectiva.
El terror es miedo en estado puro,
y aparece ante el conocimiento de una amenaza que se cierne sobre
el que teme. El conocimiento, en el terror,
es esencial, porque identifica la cercanía de la amenaza
y el potencial de uno como víctima. El horror nació
con una novela, El castillo de Otranto, del inglés
Horace Walpole, en la década de 1760. El terror nació
treinta años más tarde, al mismo tiempo que la
santa trilogía cívica libertad, fraternidad, igualdad.
Robespierre lo definió: es necesario que la virtud tenga
fuerza gracias al terror;
y el terror tenga sentido gracias a la virtud. El horror, como
el acto del que proviene -la lectura-
es individual; el terror, como hijo de una estrategia
política, es social.
Aunque confundamos las palabras y hablemos de "cine de terror",
hay que distinguir entre lo que un espectador siente frente a
una imagen del monstruo
de La Cosa, de lo que siente una niña que huye
del napalm en una aldea vietnamita. El horror es una estetización
del terror. El horror se domina, puesto que, detrás de
la emoción intensa del espectador, siempre yace la conciencia
de la ficción.
En el terror nunca se es espectador, sino protagonista.
Hitos del terrorismo
Los ludditas del siglo XIX pueden ser considerados los primeros
terroristas no estatales modernos. Eran grupos de trabajadores
desplazados de los puestos de artesanía tradicionales
por la fuerza del vapor, supuestos seguidores de un fantasmal
Rey o Ned Ludd, que, en hordas poco organizadas, intentaban destruir
las máquinas causantes
de su miseria.
Mucho antes, una secta
chiíta asentada en Irán había inventado
el atentado político. Según cuenta Marco Polo en
su libro Viajes, había
en aquellas tierras un misterioso líder llamado El Viejo
de la Montaña (en
realidad una mala traducción de los cruzados para "jefe
montañés") que
entrenaba comandos para realizar crímenes políticos.
Según Marco, el Viejo de la Montaña drogaba a sus
seguidores con hachís,
y les hacía creer que los llevaba de visita al paraíso,
donde pasaban una noche de refocilo con bellísimas muchachas.
Estas eran, decía el pícaro viejo, las famosas
huríes, vírgenes reservadas para los fieles en
el otro mundo. Los comandos eran capaces de proezas increíbles.
Una leyenda muy difundida dice que acostumbraban dejar una pancito
humeante, recién sacado del horno, en las habitaciones
más privadas y custodiadas de sus víctimas, como
única advertencia antes del golpe fatal. Como consumían
hachís, se les llamaba hashshashim, origen de la
palabra asesino, que los
cruzados llevaron a Europa para nombrar a quien atenta contra
un dignatario.
El hashshashim tiene todas las características
de la figura que hoy el gobierno de Estados
Unidos propagandea como terrorista: implacable, inconmovible,
eficiente, con un desprecio absoluto por la vida -incluída
la suya propia-.
Los ingleses y los estadounidenses apoyaron, durante la Segunda
Guerra mundial, los atentados contra jerarcas nazis,
las operaciones de sabotaje, y en general cualquier acción
que favoreciera sus metas,
más allá de cualquier consideración ética.
Preferían los asesinatos de altos oficiales que los actos
de sabotaje, porque los efectos desequilibrantes del miedo son
mucho mayores que el corte de una carretera o la pérdida
de una línea eléctrica.
Durante las luchas anticolonialistas posteriores a la guerra,
los ejércitos revolucionarios emplearon ampliamente tácticas
terroristas: los argelinos contra Francia y los israelíes
contra Gran Bretaña marcaron hitos tanto en la violencia
de sus acciones como en el éxito de su lucha. La impotencia
de esos Estados, y su fácil disposición a emplear
métodos aún más sangrientos que los de sus
enemigos, se manifestó con claridad en el escándalo
que se produjo ante las torturas que el ejército francés
practicó contra los miembros del ejército revolucionario
argelino. Menachem Begin e Yitzak Shamir fueron terroristas y
luego gobernantes, lo mismo que ahora es Yassir Arafat -salvo
que poderosas fuerzas, que se disiparán sólo con
la última llama de petróleo, le impiden asumir
con claridad ese rol-; los nazis acusaban de terroristas a los
comandos ingleses infiltrados detrás de sus líneas,
pero para Churchill eran luchadores por la libertad.
Algunos ejércitos revolucionarios, en cambio, fueron muy
cuidadosos en la práctica guerrillera: en Cuba, Nicaragua
y El Salvador, el terrrorismo
fue patrimonio exclusivo de los gobiernos, y las guerrillas exhibieron
una ética militar digna de aristócratas prusianos.
El terrorismo de Estado no ha cesado desde que fue explícitamente
definido por Robespierre. Los países que sufrieron dictaduras
conocen el terrorismo que se plasma en policía secreta,
tortura, asesinato y desaparición; pero hay muchas otras
formas de terrorismo, algunas enmascaradas dentro de una guerra. Hiroshima y Nagasaki
sólo pueden interpretarse como actos destinados a producir
el más profundo terror, y hasta las mentirosas versiones
de guerra quirúrgica inauguradas en la guerra del Golfo
son acciones terroristas: de ser cierta semejante precisión,
es aterradora.
Hollywood manda
Cuando Stanley Kubrick hizo
El resplandor, jugó abundantemente con las convenciones
del género de
horror, con una cuidadosa dosificación de sugerencias
y explicitaciones, metáforas y desafueros. La plana de
cientos de hojas llenas de una sola frase escrita por Jack una
y otra vez es una seña de identidad
que convierte una imagen banal
en un horror absoluto. Los fantasmas llenos de chancros y pústulas
aparecen en los momentos en que precisamente el espectador los
espera, de manera de sobresaltar el sobresalto. Una catarata
desmesurada de sangre
es desmesuradamente abstracta, y por eso abre un abismo. Un sobresalto
como el hachazo que termina con la vida del cocinero del hotel,
único golpe de efecto típico, está, por
su aislamiento, extremadamente potenciado. La mayor sorpresa,
la más horrorosa, sin embargo, ocurre cuando Jack camina
por un corredor, comienza a escuchar música de fiesta
y entra, en una sola toma continua, acompañado por un
travelling que nos mete, como al protagonista, en un baile de
gala de fantasmas perfectamente maquillados y vestidos a la moda
de sus pasadas vidas.
El resplandor, como el Drácula
de Coppola, permite cualquier clase de espectadores, pero a quienes
otorga mayor placer es a los que son
capaces de descubrir el comentario acerca de la obra o el género
en que se basan.
El horror es la ficción del terror.
Cuando Estados
Unidos define al enemigo de Occidente -el terrorirsmo- sigue
al pie de la letra las reglas
convencionales del género de horror. Si Robespierre emblematiza
a los inventores del terrorismo de Estado, Bush
encarna a los creadores del horrorismo: los malos están
ocultos en cuevas o bajo la tierra (Al-Qaeda, o las mazmorras
y subterráneos de Otranto o de Vathek); tienen poder económico y tecnológico
para producir emanaciones venenosas (Saddam
Hussein, o el laboratorio y la ciencia del doctor Victor Frankenstein); emplean esbirros que desconocen
la muerte (los pilotos
de los vuelos del once de setiembre, o los amarronados y
envarados muertos vivientes de George Romero); atacan básicamente a inocentes
(ilegales camareros colombianos
del World Trade Center, o
doncellas virginales acosadas por vampiros); no hay ningún lugar
seguro en todo el planeta (un
teatro de Moscú o el hotel Overlook de Kubrick); sólo es posible terminar
con el peligro por exterminio (guerra
total contra Afganistán, Irak o Irán, o el chorro
de fuego que sale por las toberas de la nave de Alien,
a la vez impulsor hacia la salvación y purificador absoluto).
Que la lógica de la respuesta estadounidense se volverá
contra el Imperio ya fue demostrado por una película de
horror: en El regreso de los muertos vivientes, de Dan
O'Bannon (fuera de toda cuestión,
una encarnación del vidente Tiresias), la bomba
atómica que se emplea para terminar con los comedores
de cerebros sólo dispersa el virus
letal, difundiendo la plaga.
* Publicado originalmente
en Brecha
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