Que el
ensimismamiento en las maravillas virtuales lleve a la definitiva
degradación de la especie humana por el empobrecimiento
de las relaciones sociales -y al sometimiento de éstas
a las consignas de un gran totalitarismo global-, o a una evolución
positiva hacia una emancipación nunca vista, es algo un
poco difícil de prever. Sobre todo porque aún no
se ha decidido cuál de las dos aspiraciones animará
a las potencias
económicas
a regar con una lluvia de terminales de internet lanzados en paracaídas
sobre los páramos del Tercer Mundo.
De hecho, y a modo de fugaces atisbos, estamos encontrándonos
ya con fenómenos singulares. Las tendencias alienantes
y de profundo individualismo promovidas socialmente sufren un
paradójico punto de inflexión a raíz de la
irrupción de Internet, que redirigen
nuestra vida hacia un -ficticio o no- sentimiento de comunidad
inédito hasta la fecha. Sentimiento cuestionable, pero
quizás a la postre necesario para reparar de alguna forma
los daños ocasionados por la pérdida de valores,
la liberalización de horarios y la coerción televisiva.
Repentinamente, la aldea global emerge en forma de inabarcable
telar electrónico que interrelaciona gentes y culturas
del orbe entero. Por lo menos esto es lo que han venido predicando
los apóstoles de la nueva religión. Semejante reestructuración
de las relaciones humanas cuestiona conceptos pretendidamente
bien asentados de la economía, el derecho, la
ética y la sociología.
Internet vulnera la territorialidad
de las leyes y de la jurisdicción que las salvaguarda.
Arrecian conflictos relacionados con la libertad de expresión,
la propiedad intelectual, la protección
de la infancia, e incluso se plantea
la proclamación de nuevos derechos fundamentales. Paralelamente
a la multiplicación de canales televisivos con una oferta
supuestamente plural, crecen los vínculos entre personas
lejanas en distancia física pero cercanas en intereses
y aficiones gracias a la Red.
Este crecimiento desbordado supone, y supondrá aún
en mayor medida, una seria amenaza al control
social de los Estados. En China, millones de personas se suscriben
a listas de correo electrónico contrarias al régimen,
y en todo el mundo se reproducen como una plaga contenidos subversivos
y cuestionadores del sistema político-económico
establecido.
Las cúpulas han comenzado a reaccionar desde hace poco
tiempo. Se plantea públicamente la dicotomía Estado/Mercado
para defender tesis reguladoras, justificando la creación
de entidades de control de contenidos en Internet con la excusa de
ser diques de contención a la apropiación desmesurada
por los poderes capitalistas en el mejor de los casos, o prevención
al uso que de ella hagan grupos facinerosos y
subversivos
en el peor.
Por otro lado, se confunden los discursos anarco-libertarios y
neo-liberales en la defensa, con fines distintos, de la libertad
de expresión absoluta y en su rechazo unánime a
la intervención estatal. Documentos como la Declaración
de Independencia del Cyberespacio, promulgada en
Davos, Suiza, provocan la risita sardónica de quienes detectan
tras su talante libertario las zarpas neo-liberales de los chicos de
la escuela de Chicago. Y así, de un plumazo, pueden deslegitimar
todo su contenido tachándolo de sibilino y panfletario.
No ha de extrañarnos, sin embargo, que de vez en cuando
los neo-liberales se descuelguen con afirmaciones perfumadas con
la naftalina del liberalismo ilustrado, aquel sistema ideológico
contrario a los encorsetamientos del Antiguo Régimen, y
del cual se reconoció continuador, de alguna forma, el
socialismo libertario del S. IXX.
Pero el debate sobre el Internet desbocado ya no puede sostenerse
sobre el concepto tradicional de la dicotomía Estado/Mercado,
porque ambos términos pierden parte de su significado habitual
dentro de la Red -y además, francamente, porque se trata
de una dicotomía que algunos nunca hemos acabado de creer.
Ahora las soberanías nacionales se desvanecen en la niebla
globalizadora,
y el capital, a buen recaudo en manos de escasas pero todopoderosas
empresas
transnacionales,
deja de depender esclusivamente de la protección estatal,
salvaguarda hasta ahora de sus intereses.
En un intento desesperado de controlar la desbandada -por lo menos
cara a la galería-, los gobiernos promueven iniciativas
de regulación internacional, al lado y por encima de las
prerrogativas del llamado mercado libre. Desechado el término
reglamentación, que alude a una imposición de la
norma desde arriba, se recurre al de regulación -"Una
tercera vía entre el intervencionismo estatal directo y
la autorregulación del mercado"[1]-, o al de co-regulación
-que viene a significar el consenso de los socios Estado y Capital en el establecimiento
de normas para el control de contenidos en la
Red,
con el fin de proteger toda una serie de derechos fundamentales,
no permitir la caída de tan preciado medio en los perversos
tejemanejes de la plutocracia -tan ajena a las razones del bien
común-,
y en definitiva y, realmente, mantener el control al buen recaudo
de las mismas manos de siempre. No deja de ser curioso que semejantes
planteamientos surjan de los mismos gobiernos que incentivan la
liberalización de los monopolios
públicos, ayudando indirectamente, por consiguiente, a
la consumación de grandes fusiones entre bancos, compañías
de telecomunicaciones ahora privatizadas
y empresas mediáticas y tecnológicas.
La mayor parte de los contenidos de la Red está suministrada
por individuos privados. Sin embargo desde las instancias de
regulación se pretende la aplicación de códigos
deontológicos y normativas profesionales a un flujo de
contenidos propiciado por una población ajena a la ética
profesional, como si por arte de birlibirloque y de repente todos
fuéramos periodistas y estuviésemos obligados a
compartir directa o indirectamente los deberes y obligaciones
del oficio periodístico.
Las grandes
corporaciones
ya han movido ficha, comprando a precio de oro portales de Internet
a discreción, torpe operación a primera vista, pues
no se desprende de ella una mínima rentabilidad económica
si no es a muy largo plazo, pero es que esos portales son y serán
Los Portales, y quien los posea poseerá la llave de Internet, es decir, del
canal de la práctica totalidad de medios
de comunicación. La Red, pues, ya está bajo control,
en igual medida que el resto de los canales en uso, y este control
llega engalanado como espléndida ofrenda al bien común
y convenciendo a casi todo el mundo de su democrática necesidad.
Casi todo el mundo coincide en que, puestos a crearlos, no tiene
sentido crear entes reguladores centrados únicamente en
Internet, cuando las transmisiones por radiofrecuencia, por satélite,
por fibra óptica y por cable de cobre van a ir a dar con
su señal a un mismo receptor. El debate sobre la regulación
en Internet está protagonizado por entidades reguladoras
de contenidos audiovisuales, que hasta ahora se ocupaban exclusivamente
de radio y televisión. Los reguladores
alemanes sugieren concentrar todo el control sobre los contenidos
de Internet que sean de carácter audiovisual, es decir,
que tengan una capacidad de sugestión equiparable a la
de la televisión[2], dejando a un lado los contenidos puramente
textuales, relegados cada vez más al cuarto oscuro de lo
irrelevante. Así lo reconocía Rafael Sánchez
Ferlosio en un programa de Televisión Española (TVE)[3], al lamentar que
escribir ya de nada sirve,
al perder toda influencia la palabra escrita sobre el
mundo. El control social parece no estar ya focalizado en la instrumentalización
y vigilancia de la literatura, sino de lo audiovisual,
porque se entiende que sólo a través de lo audiovisual
se puede influir en la masa, ese monstruo sin cara, verde,
gelatinoso y de extensión indefinida que los políticos
sienten palpitar bajo sus pies.
Barcelona
Enero 2003
Notas:
[1] Jean-Louis
Autin, La Régulation Entre Droit et Politique, Ed. L'Harmattan,
1995.
[2] Extraído de la intervención de Gernot Schumann,
coordinador de Asuntos Europeos de la DLM (Alemania), en el documental
"Cyberespacio Bajo Control", dirigido por Carlos Atanes
y producido por FortKnox Videoprod. / La Productora S.A. (2000).
[3] El programa en cuestión era "Negro Sobre Blanco",
dirigido y presentado por Fernando Sánchez Dragó
y emitido por el segundo canal de TVE la noche de un domingo
de mayo o junio de 2000.
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