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                  De qué hablamos cuando hablamos de cultura 
 
                   
                  El director del Departamento de Cultura de la Intendencia
                  Municipal de Montevideo (IMM), Gonzalo Carámbula
                  dice que "[...] la cultura
                  es una necesidad básica, una condición insoslayable
                  para toda construcción de futuro individual o colectivo
                  y, simultáneamente, un capital inalienable [...]".
 
 
                  Para el director de la Dirección de Cultura del Ministerio
                  de Educación y Cultura (MEC), Agustín Courtoisie,
                  es importante "[...] el papel de coaligante que posee
                  la cultura en la sociedad.
                  La cultura es un factor de unión
                  y armonía, y hay que ubicarla por encima de todo lo que
                  divide, partidos políticos y corporativismos incluidos".
 
 
                  En general las definiciones de cultura son tan interesantes como
                  vagas. Para el Estado,
                  casi invariablemente la cultura es algo
                  para, o un factor de. Se trata de visiones instrumentales
                  de la cultura,
                  que, mientras tanto, seguimos sin saber qué es.  
 
                  En 1872 uno de los fundadores de la Antropología, el inglés
                  Edward Taylor, definió cultura
                  como un "complejo de conocimientos, creencias, arte,
                  moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos
                  que el hombre adquiere como miembro de la sociedad".
                  Los antropólogos definieron luego otros conceptos involucrados,
                  como las categorías culturales (arte, técnicas, creencias,
                  etc.) y las esferas
                  culturales (subgrupos dentro
                  de una cultura considerada como
                  totalidad). 
 
                  Una acepción laxamente antropológica comenzó
                  a circular a partir de mediados del Siglo XX, desde que Lévy-Strauss,
                  otro antropólogo, encendió la mecha del estructuralismo.
                  El concepto antropológico de cultura
                  se convirtió en poco tiempo en la estrella académica
                  de las humanidades, que se lanzaron a una furia analítica
                  de la televisión, la historieta
                  y la publicidad.  
 
                  En 1996, el entonces director de la Dirección de Cultura
                  del MEC, Thomas Lowy, alertaba acerca de una definición
                  de cultura tan abarcadora
                  que sirviera de coartada para la inacción estatal. (¿Qué pasa con la cultura?
                  Políticas culturales de la DC del MEC). 
 
                  De modo que antes de comenzar a hablar de cultura
                  es necesario dejar claro el significado se le adjudica a la palabra. La definición
                  antropológica es inoperante: partiendo de ella podríamos
                  concluir, por ejemplo, que los gestores de cultura
                  deben preocuparse por los hábitos de defecación
                  de la comunidad, un rasgo cultural relacionado tanto por las
                  conductas alimenticias como por la altura de los retretes. En
                  efecto, un país de carnívoros tiene tendencia al
                  estreñimiento; el estreñimiento tiene relación
                  directa con el cáncer de colon; ergo, es fundamental que
                  el Estado atienda
                  la cuestión escatológica como grave y urgente.
                  ¿Pero no sería mejor que de ese asunto se encargara
                  una Secretaría de Salud Pública, antes que un gestor
                  de cultura? 
 
                  Conviene no reírse de los ejemplos disparatados, porque
                  si el Departamento de Cultura de la IMM
                  no se ocupa del estreñimiento de los ciudadanos, sí
                  debe hacerlo con el de los elefantes (la
                  oclusión intestinal de una elefanta fue noticia hace algunos
                  años), ya
                  que tiene a su cargo un zoológico.  
                  La visión instrumental es peligrosa aunque restrinjamos
                  la acepción de la palabra
                  cultura. Últimamente
                  hay cierta algarabía ante la constatación de que
                  la cultura genera circulación
                  de dinero en cantidades
                  apetitosas.  
 
                  ¿Habrá, pues, que definir la cultura
                  según su contribución al producto bruto del país?
                  Semejante visión nos impondría cerrar la Biblioteca
                  Nacional y todos los museos nacionales y municipales, la
                  Comedia Nacional, las orquestas municipales y ministeriales,
                  las escuelas de música y teatro y las Casas de Cultura,
                  instituciones financiadas por el Estado
                  que no generan más que gasto.  
                   
                  Esto es cultura,
                  animal 
 
                  Un verso de Fernando
                  Cabrera dice: 
 
                  Se engaña
                  quien crea la verdad 
                  Se trata de una frase
                  que no sirve para nada: no informa, no describe, no califica;
                  sin embargo, produce algo en quien lo escucha. El mundo no se
                  puede ver de la misma
                  manera antes y después de escuchar ese verso (y la canción que lo contiene,
                  La casa de al lado).
                  Y pese a la evidencia de sus efectos, la canción sigue
                  siendo un aparato inservible. Pertenece a la clase de objetos
                  que llamamos arte, una palabra
                  con la que intentamos alejar la dificultad de definir aquel algo
                  que nos produjo el verso.  
 
                  El arte permite percibir la complejidad
                  del sustrato estructural del mundo, y allí radica su importancia
                  crucial: la expresión
                  artística perturba la estabilidad de la percepción,
                  cambia los modos de ver,
                  y por lo tanto resulta especialmente adecuada para poner de
                  manifiesto los sinsentidos de la estructura.  
 
                  Cultura, para un gestor estatal,
                  debería significar arte. Ni los fiscales (MEC),
                  ni los animales enjaulados (IMM), ni los guardavidas (IMM),
                  ni el turismo (IMM), ni el registro civil (MEC)
                  deberían estar bajo la administración de los gestores
                  de cultura. Dicho en términos
                  antropológicos, la categoría cultural que
                  importa gestionar desde un organismo específicamente dedicado
                  a la cultura, es el arte. Las categorías
                  culturales ciencia, técnica,
                  creencias, deportes,
                  educación,
                  etc., deberían ser atendidas por gestores especializados,
                  tal como se hace con la salud, la economía,
                  el trabajo o el turismo. 
 
                  Pero la identificación entre arte
                  y cultura, a los fines de la gestión, difícilmente
                  sea aceptada por el Estado, porque para lo que pide un gobernante
                  (herramientas que resuelvan
                  problemas), la
                  cultura no tiene ninguna utilidad. Su signo de puntuación
                  preferido es la interrogación.  
 
                  Una de las principales funciones del Estado
                  es autopreservarse. ¿Cómo puede gestionar, entonces,
                  una actividad que tiende a destruir lo establecido?  
                  La tensión no radica en la necesidad
                  de recursos y la escasez de fondos, sino en la contradicción
                  entre la necesidad de autonomía de la cultura y la funcionalidad
                  que le exige el Estado. 
                   
                  El reino de la cantidad
                  y el silencio sobre la calidad 
                   
                  La gestión estatal de cultura en Uruguay
                  ha evolucionado positivamente desde 1985. Los apoyos a los artistas antes
                  de los años setenta se limitaban a subsidios como el que
                  Torres García recibía
                  del Ministerio de Instrucción Pública, o
                  el cargo de Director de Bibliotecas Municipales con que
                  fue condecorado Onetti: aberrantes
                  buenas acciones, que se justifican porque el Estado no disponía
                  de adecuadas herramientas administrativas. El retorno a la democracia marcó
                  el inicio de cambios en la administración tanto de la
                  IMM como del MEC, que lanzaron, durante los años
                  90, programas específicos de apoyo a diferentes manifestaciones
                  culturales. Casi todos estos programas han desaparecido: el Fondo
                  Nacional para el Teatro (MEC) se otorgó por última
                  vez en 1997; el Fondo Capital (IMM) en 1999; Cultura en Obra
                  (MEC) en el 2002 y el Plan Piloto (MEC)
                  en 1997.  
                  La caída de esos programas deja a la vista la indecisión
                  esencial de un Estado incapaz de desprenderse de una visión
                  instrumental, a pesar de haber iniciado un camino de racionalización
                  de la gestión.  
 
                  Entre los intentos que los gestores estatales realizan para obtener
                  fondos y justificar gastos, especialmente en un
                  país que comenzó el desarrollo de la gestión
                  cultural a la salida de una dictadura, se encuentran discursos
                  que ponen en la misma frase las palabras
                  democracia y cultura; insensiblemente,
                  sin embargo, "democracia" se convierte en "cantidad
                  de público".  
 
                  Los llamados a proyectos culturales que han realizado hasta ahora
                  los gestores estatales siempre piden a los proponentes que describan
                  el "impacto" que tendrá su propuesta.  
                  Los proyectos que los gestores pueden defender ante los ordenadores
                  del gasto son aquellos que muestran grandes números de
                  convocatoria de público, y por lo tanto es natural que,
                  especialmente en tiempos de crisis,
                  los artistas favorecidos con
                  apoyo estatal sean los que ya tienen una carrera establecida
                  y pueden garantizar una atención más o menos numerosa
                  de espectadores o consumidores. 
                  ¿Cómo medir el impacto de un hecho artístico?
                  Gonzalo Carámbula propone una evaluación parecida
                  a la del impacto ambiental.  
 
                  La evaluación del impacto ambiental se funda en criterios
                  cuantitativos: cuántos huevos han puesto los estorninos
                  este año, qué cantidad de gorgojos de algodón
                  hay por hectárea, cuánto cloro hay por metro cúbico
                  de agua de río. Los modelos se basan en tablas de rendimientos,
                  valores esperados de reproducción, tasas de mortalidad:
                  números.  
                  Pero la verdad es que no sabemos siquiera cómo evaluar
                  el impacto de Dante o de Shakespeare; sólo
                  podemos reconocer su grandeza. Si nos empeñamos en evaluar
                  el impacto cultural, deberemos disponer de herramientas de valoración
                  específicas de cada disciplina. Habría que poder
                  decir que determinada obra
                  es buena o no lo es, antes que nada, desde la obra
                  misma.  
 
                  Pero todos los gestores estatales dicen, con acierto, que el
                  Estado no puede juzgar las realizaciones, sino que tiene que
                  dar libertad
                  a los creadores. Así como definir cultura con demasiada
                  amplitud justifica la inacción, defender la libertad
                  de creación puede servir de coartada para evitar el compromiso
                  y por lo tanto el apoyo.  
 
                  El diálogo exclusivo con grupos organizados que lleva
                  adelante la IMM (y
                  en algunos proyectos el MEC)
                  es la consecuencia de esa postura en contra de la valoración.
                  Los gestores postulan su ecuanimidad a través de un sistema
                  de relaciones interinstitucionales que los libera de la valoración
                  de las manifestaciones que apoyan. 
 
                  Lo que ocurre, entonces, es que no se valora pero se legitima.
                  ¿Cómo puede entonces establecerse un criterio de
                  evaluación del impacto cultural? 
 
                  Hasta ahora, tanto la IMM como el MEC se han preocupado
                  por mostrar cifras: cantidad de artistas
                  que se presentan con su auspicio, cantidad de público
                  de espectáculos gestionados por el Estado, cantidad de
                  funciones realizadas en salas estatales.  
 
                  Más que medir cantidades de público, el Estado
                  debería comenzar por mapear la diversidad de ofertas que
                  permitan luego establecer puntos de contacto entre artistas
                  y público. Conocer grandes números puede servir
                  para prever resultados electorales, pero tiene poco que ver con
                  el fomento de la cultura.  
                   
                  Menúes y
                  plato del día 
                   
                  La IMM se ha preocupado por facilitar el acceso del público
                  al arte, a través de
                  varios programas de subvención y descentralización.
                  Pero ¿cómo promovemos el acceso de los artistas
                  al público?  
 
                  Mejorar el acceso del público al arte
                  no necesariamente es democratizar la cultura.
                  Si todos pueden votar pero hay una sola lista, no hay democracia.
 
 
                  Democratizar no es masificar. La cantidad de entradas vendidas,
                  el rating de los programas de televisión,
                  la ocupación de una sala no hablan de los gustos de las
                  personas sino de las preferencias dentro de un paquete ofrecido.
                  De paso, las grandes cifras suelen servir de justificación
                  para la mala calidad y la pobreza conceptual, tal como quedó
                  expresado hace años con alegre soberbia por Ángel
                  Luna, desde su cargo de director de programación de Canal
                  10 (auténtico puesto
                  de gestión cultural):
                  en un coloquio organizado por la Cinemateca Uruguaya dijo
                  que "si la gente me pide basura,
                  yo no tengo más remedio que darle basura".
 
 
                  Las elecciones del público se realizan siempre a partir
                  de una estructura de menúes -carteleras de cine
                  y teatro, bateas de discos,
                  anaqueles de libros-. Los artistas hacen, informan que hacen,
                  y la gente selecciona lo que más le interesa. Sólo
                  después juzga, y entonces recomienda o censura. La gente
                  no pide basura ni joyas. No selecciona lo que quiere ver, sino
                  lo que puede. 
 
                  De manera que la modalidad de menúes administrados tanto
                  por el Ministerio como por la IMM debe ser examinada
                  cuidadosamente. La experiencia muestra que la gestión
                  estatal de cultura tiende a ser restrictiva y sesgada.  
                  El Ministerio puso en funcionamiento un programa denominado
                  Cultura en Obra, a través del cual artistas
                  de todo el país
                  eran seleccionados para integrar un menú de actividades.
                  Las Intendencias Municipales, de acuerdo a sus
                  propios criterios, seleccionaban las actividades del menú.
                  Todo el peso de la gestión para que una Intendencia
                  seleccionara una actividad quedó, pues, en manos de los
                  artistas, cuyos vínculos con
                  los gobiernos departamentales determinaron sus posibilidades
                  de resultar elegidos. El otro programa que funcionó desde
                  el Ministerio fue el Plan Piloto, que juzgaba proyectos
                  de grupos que mantenían alguna clase de vínculo
                  con el Ministerio o las Intendencias, lo que implicaba
                  una fuerte gestión anterior por parte de los artistas. 
 
                  La IMM realiza ofertas de menúes de teatro en los
                  que pueden participar solamente grupos o personas afiliados a
                  gremios profesionales de teatro. No hay espacio para quien no
                  pertenezca a alguna corporación. Los responsables aducen
                  que la Intendencia debe relacionarse con organizaciones,
                  porque atender a grupos no agremiados superaría su capacidad
                  administrativa. Nuevamente, queda a cargo de los artistas
                  el peso de la gestión (en
                  este caso, adquirir influencia dentro de las corporaciones que
                  se relacionan con la IMM).
                  Y otra vez los gestores reconocen el problema pero aducen que,
                  aunque quieren hacer las cosas de otra forma,
                  no se puede.  
 
                  Sin embargo, la propia IMM realizó el Fondo
                  Capital, y cualquiera podía presentarse en igualdad
                  de condiciones a ayudas económicas para proyectos culturales
                  que eran juzgados por comisiones independientes integradas por
                  expertos. El recorte presupuestal que redujo a la mitad el rubro
                  de cultura de la IMM provocó la caída de
                  ese programa, lo cual parece una elección clara a favor
                  del control de los menúes y en contra de la apertura de
                  ofertas basadas en la calidad y no en la fuerza de tal o cual
                  agremiación. También el MEC tuvo esporádicos
                  sobresaltos aperturistas, aunque no pasaron de sustos. 
                   
                  Estado competidor
                  y defensa del más fuerte 
                   
                  La situación de exclusión de muchas manifestaciones
                  culturales se agrava cuando el Estado se asocia con empresas
                  comerciales en competencia directa con privados, como hace la
                  IMM al participar en la empresa Socio Espectacular.
 
 
                  La Intendencia ofrece sus servicios
                  (260 funciones por año de la Comedia Nacional,
                  ingrediente esencial para el funcionamiento de Socio Espectacular) a precios muy inferiores al
                  costo, el mismo dumping que Uruguay
                  condena en la Organización Mundial de Comercio.
                  Las instituciones privadas (como
                  de hecho ha ocurrido con algunos grupos teatrales que se vieron
                  obligados a retirarse de la empresa) le
                  pedirían a Socio Espectacular más dinero,
                  el necesario para poder funcionar.  
 
                  Aunque muchos teatristas opinan que Socio Espectacular genera
                  severos perjuicios al teatro independiente, la Intendencia
                  valora como positivo que un gran número de personas (unas 6.000)
                  pueda acceder a espectáculos baratos. Ese beneficio se
                  impone sobre la reducción de la diversidad y la amenaza
                  de desaparición de numerosas obras de arte
                  y artistas.  
 
                  Los recortes del presupuesto para cultura
                  se tornan graves para los privados cuando los organismos del
                  Estado son a la vez productores de arte. La caída de fondos
                  que sufrió la Comedia Nacional la obligó
                  a salir a buscar apoyos de empresas e instituciones del medio.
                  El elenco oficial dispone ahora de un cargo de Productor, que
                  gestiona apoyos en competencia directa con los grupos independientes.
                  Debido al dumping que practica, sus producciones son más
                  espectaculares, pueden estar más tiempo en cartelera (no pagan alquiler de sala y no importa
                  si la taquilla da pérdidas),
                  y al espectador le cuesta lo mismo o menos que una entrada a
                  una función de teatro independiente; como además
                  forma parte de Socio Espectacular, cualquier empresa preferirá
                  dar su dinero a la Comedia que a un grupo que no puede dar garantías
                  de permanencia ni de cantidad de espectadores. También
                  la elección de textos sufre por la falta de recursos;
                  quizá no habría habido tantos autores franceses
                  y alemanes en los últimos años si no se hubiera
                  necesitado el dinero que ambos países pusieron a su disposición.
 
 
                  Cuando quien debería dar apoyo se convierte a su vez en
                  buscador de recursos en el mismo yacimiento que quienes deberían
                  recibirlo, se favorece a tres clases de productores de bienes
                  culturales: primero, a quienes tienen capacidad de negociación
                  -por ejemplo, personas cercanas al poder político o empresarial-;
                  segundo, a quienes dirigen grupos de presión -por
                  ejemplo, personas con habilidades de dirección de corporaciones
                  profesionales-; tercero, a quienes tienen capital,
                  sea financiero o inmobiliario -por ejemplo, personas que
                  pueden invertir en publicidad, o heredaron el edificio de un
                  teatro -. Alcanza con tener alguna de estas cualidades; porque
                  no tiene el menor valor la calidad del trabajo artístico
                  que producen, ya que no existen mecanismos de evaluación.
 
 
                  Pero justamente el rol del Estado debería ser el de compensar
                  la falta de habilidad de gestión de los artistas, y neutralizar
                  las diferencias debidas a la pertenencia o no a determinada corporación,
                  o la tenencia o no de capital. El Estado debería defender
                  al más débil. 
                   
                  Sistema Nacional
                  de Cultura: instituir el control  
 
 
                  Desde 1996 se han realizado varios encuentros de Directores de
                  Cultura, tanto departamentales como ministeriales, en los cuales
                  se produjo cierta discusión y el principio de una coordinación
                  que apenas pudo funcionar debido a dificultades quizá
                  económicas. En 2003 se realizaron los últimos encuentros
                  (Asamblea Nacional de
                  la Cultura),
                  donde Gonzalo Carámbula presentó su idea para la
                  creación de un Sistema Nacional de Cultura.  
 
                  Como su concepto de impacto cultural, su Sistema es una
                  metáfora
                  ecológica.
                  Lo compara con un ecosistema.  
                  En una primera visión la idea es seductora: en un ecosistema
                  diversos organismos interactúan transformando la energía
                  del sol en una multiplicidad de manifestaciones que llamamos
                  vida. Carámbula propone convertir los agentes productores
                  de cultura y los agentes reguladores y gestores estatales y privados
                  en integrantes de un sistema parecido.  
 
                  El problema de las comparaciones es que no sirven. Los ecosistemas
                  son abstracciones, simplificaciones y reflejos de una idea
                  (un axioma, es decir, un
                  principio del que no interesa demostrar su verdad) de equilibrio universal.
                  En el sistema social
                  como en el propuesto falta un ingrediente esencial: lo que algunos
                  llaman homeostasis planetaria, mecanismo de autorregulación
                  de la Tierra. ¿Cómo funciona la homeostasis en
                  un sistema de cultura? ¿El Estado es capaz de facilitar
                  el equilibrio entre los diversos nichos culturales? ¿Y
                  la fuente inagotable de energía que el ecosistema se encarga
                  de transformar, el sol, dónde está en el sistema
                  de la cultura? ¿Es el dinero? 
 
                  La ecología es una metáfora idílica. Un
                  ecosistema es más parecido a un infierno en guerra
                  permanente: ocupación de nichos a la fuerza, devoración
                  del más chico por el más grande, desgarramientos,
                  mordeduras, aplastamientos, robos y usurpaciones. Todo ese
                  desastre de pelea y muerte
                  ni siquiera termina en un equilibrio, sino que produce un cambio
                  (cambio y sucesión
                  son las palabras clave de los ecólogos) permanente, una deriva hacia otra cosa,
                  azarosa, impredecible y quizá destinada al fracaso (la extinción de una especie,
                  por ejemplo).  
 
                  Puestos a discutir mediante comparaciones, nos perderíamos
                  en ajustes de definiciones que no conducen a nada. Dejemos la
                  ecología para los ecólogos. Después de todo,
                  la especie humana
                  se caracteriza por romper conscientemente las redes de intercambio
                  de los ecosistemas. ¿Por qué habríamos
                  de hacer lo contrario en el ámbito de la cultura? 
 
                  La idea de sistema se origina en la necesidad de coordinar aparatos
                  complejos constituídos por partes con cierta autonomía.
                  Quizá los primeros que percibieron de esta forma la realidad
                  fueron los generales aliados que planificaron la invasión
                  de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial. La computación
                  es un ejemplo de funcionamiento de sistemas: miles de programas
                  independientes funcionan coordinadamente bajo un mismo Sistema
                  Operativo. La sociología
                  ha aplicado el concepto de sistema con cierta utilidad, especialmente
                  para explicar un fenómeno denominado sinergia,
                  concepto tomado de la fisiología, que significa estrictamente
                  colaboración de varios órganos para realizar una
                  función. Carámbula toma la acepción más
                  común del término (el
                  resultado es mayor que la suma de los resultados de las partes), que no es el de la sociología,
                  que sólo habla de un resultado distinto al de la suma
                  de las partes.  
 
                  Lo que se pretende cuando se propone una visión holística
                  o gestáltica de este tipo es lo mismo que quiere un general
                  antes de una invasión o un operador de computadora al
                  ejecutar un programa: mantener el control. Pero ¿control
                  para qué, de quién, sobre quiénes? 
                   
                  La fantasía
                  de la industria 
                   
 
                  Los políticos piden industrias culturales, porque han
                  aprendido que la cultura puede generar dinero. En su admirable
                  inocencia, parecen creer que a diferencia de la industria automotriz
                  o aeronáutica, la industria cultural no necesita capitales.
                  Piensan que basta con ser finos creadores para competir con las
                  redes salvajes de la industria
                  internacional del entretenimiento. De modo que están
                  más dispuestos a apoyar lo que se parece formalmente a
                  los productos industriales internacionales, con la esperanza
                  de que así se produzca algo de dinero. Pero la industria
                  cultural tampoco garantiza que la cultura mejore; allí
                  también habría que diferenciar esferas culturales:
                  entretenimiento, propaganda, arte. El problema es que la industria
                  del entretenimiento tiende a acaparar las redes de distribución
                  y no deja espacio para las otras esferas culturales. En términos
                  de metáfora ecológica, ya que estamos, la industria
                  del entretenimiento es un depredador omnívoro capaz de
                  adaptarse a cualquier nicho.  
 
                  Uruguay no puede ser un
                  país con industria cultural, como no puede ser un país
                  con industria automotriz o aeronáutica. No es a través
                  de la fantasía industrial que puede ordenarse la gestión
                  estatal de la cultura. Si alguna vez instalamos industrias culturales,
                  serán como las plantas automotrices que tenemos: cadenas
                  de montaje importadas para armar objetos diseñados en
                  el extranjero.  
 
                  Por eso, deberíamos procurar la difusión de lo
                  nuevo y lo diverso, la facilitación del acceso a lo marginal y lo infrecuente,
                  la difusión de opiniones acerca de lo extraño y
                  lo difícil. Porque lo conocido, lo igual, lo central,
                  lo frecuente, lo común y lo fácil se promociona
                  solo, se difunde por reacción en cadena, y tiende a reafirmar
                  lo existente. Quizá es lo que queremos; hablamos tantísimo
                  de nuestra alta formación cultural que tal vez estamos
                  muy contentos con lo que somos, y entonces llegó el momento
                  de dejar de hablar. 
                   
                  * Publicado
                  originalmente en el Semanario Brecha (abril de 2004).
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