Amedeo Clemente Modigliani
no fue un maestro, porque no dejó discípulos. Su
obra no tuvo continuadores, tal vez
porque es demasiado personal y única. En una época
en que los artistas producían
abundantes declaraciones de principios, manifiestos, definiciones
absolutas, y formaban grupos desafiantes y aguerridos, Modigliani
pintó y esculpió fuera de cualquier programa. En
medio de la resaca de la producción de aquellos años,
su obra emerge con una pureza y una fuerza que el tiempo no hace
sino resaltar con brillo cada vez más nítido.
Contra los burgueses
Amedeo nació en Livorno, en la costa Toscana, en 1884.
Su madre, Eugenia, era una francesa de Marsella, y su padre, Flaminio,
había nacido en Roma. Eran judíos. La familia de
su padre había sido proveedora del Vaticano -a Modigliani
le gustaba decir que habían sido banqueros del Papa, aunque
probablemente sólo eran intermediarios en pequeñas
transacciones- y su abuelo paterno había creído
que esa relación con la Iglesia le serviría de ayuda
para violar una antigua ley que establecía que los
judíos tenían prohibida la tenencia de tierras.
El abuelo Modigliani quiso dedicarse a la fabricación
de vino, de manera que compró unos terrenos en las afueras
de Roma. Pero de nada le sirvió su relación con
el Vaticano: sus flamantes posesiones fueron expropiadas. La
familia decidió entonces alejarse. Se instalaron en Livorno,
donde había familiares y se respiraba una tolerancia desconocida
en Roma.
El padre de Amedeo se dedicó a una obligada profesión
tradicional de los judíos europeos: el préstamo.
Pero era mal negociante. Prestaba atendiendo más a las
necesidades que a las garantías de sus clientes, y muy
pronto debió recurrir él mismo a otros prestamistas.
Así como Flaminio Modigliani era benevolente con sus clientes,
sus acreedores fueron inflexibles. Le trabaron embargo, y todos
sus bienes fueron secuestrados. Eugenia estaba embarazada de
Amedeo cuando los oficiales de la justicia se presentaron en
su casa. Esta vez, otra vieja ley italiana sirvió para
dar un respiro a la familia: todos los objetos que estuvieran
sobre la cama de una mujer embarazada eran intocables. Flaminio
y Eugenia acumularon en su cama de matrimonio todas las joyas
y objetos de algún valor que aún poseían.
Esa pequeña fortuna les sirvió para instalarse
en una casa más modesta y tratar de comenzar una nueva
vida.
Flaminio se alejó de Livorno para probar suerte en la minería.
Eugenia abrió una escuela de lenguas para señoritas,
a la vez que se dedicaba a escribir cuentos
y artículos literarios para algunos periódicos.
Mientras tanto, criaba a sus cuatro hijos.
A los catorce años, Amedeo -Dedo, como lo llamaban en su
familia- comenzó a tomar clases de pintura
con Guglielmo Micheli, un discípulo de Fattori, uno de
los pintores del movimiento florentino conocido como los macchiaioli,
un nombre que eligieron a partir de los ataques de algunos críticos que decían
que pintaban con manchas -macchie-. Poco después
de comenzar sus estudios de pintura,
Dedo enfermó gravemente de fiebre tifoidea. Durante varias
semanas estuvo próximo a la muerte,
y luego pasó casi un mes con episodios alucinatorios y
delirantes, y con dificultad se recuperó, aunque su salud
quedó debilitada para siempre. Dos años después,
los médicos diagnosticaron tuberculosis, la enfermedad
que habría de matarlo.
Isaac Garsin, su abuelo materno, fue su mejor amigo de la infancia y la adolescencia.
Hombre de una vasta cultura clásica, orgulloso de su origen
judío, introdujo en Dedo el amor
por la filosofía
y el gusto por la cábala. Dedo conoció así
a Espinoza -que aseguraba había sido antepasado suyo-,
admiró a Nietzsche,
aprendió de memoria largos fragmentos de Dante, reverenció
a Shelley (que había
vivido en Livorno)
y se convirtió en un fanático de Baudelaire.
Más tarde, ya radicado en París, descubriría
otros dos poetas: François Villon -el primero de los malditos-
y el montevideano Lautréamont,
cuyo único libro,
Los cantos de Maldoror,
se convertiría en su obra
predilecta, que llevó en el bolsillo hasta el día
de su muerte.
Amedeo creció en un ambiente donde la filosofía,
la literatura
y la política
eran los temas de discusión diaria y también los
medios de subsistencia. Un académico
estadounidense había contratado a Eugenia para que escribiera
ensayos sobre literatura italiana, que luego él firmaba
y publicaba (lo que le permitió
hacerse un buen nombre como erudito en su país). Su tía Laura le dió
a conocer la obra del anarquista Kropotkin.
Su hermano mayor, Emmanuele, un abogado y militante socialista,
fue encarcelado por motivos políticos. Los Modigliani
siempre sufrieron persecuciones: los abuelos por judíos,
los padres por deudas, los hijos por socialistas. Amedeo, más
tarde, porque sí.
En medio de este ambiente agitado por las circunstancias y por
la riqueza de intereses de casi todos los miembros de la familia,
Amedeo definió sus objetivos y sus enemigos ideológicos
-los burgueses- desde muy joven. Quería ser artista.
En 1898 le escribía a su amigo, el pintor
Oscar Ghiglia: "Quisiera que mi vida sea un torrente fértil
que recorra la tierra con alegría. Soy rico, estoy lleno
de ideas, y sólo necesito trabajar. [...] Un burgués
me dijo, hoy -con la intención de insultarme- que mi cerebro
estaba siendo desperdiciado. Me hizo mucho bien. Todos deberíamos
recibir un recordatorio como ese cada día."
Su recorrida por Florencia, Roma, y una estadía relativamente
prolongada en Venecia -donde se inició en el consumo de
haschish y prácticas de ocultismo en salidas festivas
con muchachas protegidas por un cierto Barón Croccolo-
lo convencieron de que los burgueses dominaban la cultura italiana.
Había que irse al centro del mundo: París.
Era una fiesta
A los veintidós años de edad, Amedeo llegó
a París en 1906, el año en que, luego de más
de una década de procesos y condenas, el judío Dreyfus
fue finalmente rehabilitado por la justicia (No guardó rencores: se reincorporó
al ejército, y fue condecorado por su participación
en la Gran Guerra). Tal vez por el ambiente antisemita
de aquel París, Modigliani desarrolló una actitud
agresiva cada vez que se insinuaba una crítica a algún
judío. Muchas de sus peleas en los cafés -y pese
a su corta estatura, fue temido protagonista de famosas trifulcas-
tuvieron origen en la defensa de su origen judío.
Llegó a París con algo de dinero,
que gastó en muy poco tiempo. Poco previsor, se instaló
en un hotel bastante caro, y comenzó a frecuentar los cafés,
donde rápidamente se hizo conocer entre los artistas. En
esos años, Montmartre comenzaba a resultar caro, debido
en parte a la fascinación que su leyenda ejercía
entre los adinerados turistas americanos, pero aún albergaba
a la principal comunidad artística parisina. Cuando se
le terminó el dinero, Amedeo alquiló un estudio
destartalado en la zona baja de la colina, y se dedicó
a la escultura y al estudio de pintura y dibujo en la academia
Colarossi, un instituto muy famoso al que concurrían centenares
de estudiantes.
No hay muchos datos de esos primeros años, pero algunos
relatos aislados dan una idea de la impresión que rápidamente
causó el joven italiano. Picasso
dijo una vez: "Hay un sólo tipo en París
que sabe vestirse: Modigliani". Un espectacular traje
de pana ocre brillante, camisa amarilla, faja y bufanda rojas,
y un sombrero negro de ala ancha, todo esto usado por un joven
de una belleza sobrenatural, que se movía con gracia aristocrática,
que hablaba el francés sin acento y recitaba de memoria
largos pasajes de La divina comedia, hacían que
su presencia se notara de inmediato cuando aparecía en
la puerta de un café o en una sesión de estudio
en la Colarossi.
La falta de dinero y su mala salud dificultaban su avance en
el campo de la escultura, una actividad pesada y sucia, especialmente
contraindicada para alguien con problemas respiratorios. Para
ganar algo de dinero, recorría los cafés, donde
realizaba retratos de los parroquianos, que vendía por
unos pocos francos o cambiaba por un trago o un plato de comida.
En aquel entonces había dos grupos en pugna en la comunidad
de los artistas: la banda de Picasso, y los seguidores de Matisse.
Muy pocos quedaban fuera de la influencia de estas dos personalidades
fuertes y acaparadoras. Hubo tres artistas que compartieron el
rechazo a las comanditas, la marginalidad y una vida trágica:
Maurice Utrillo, Chaim Soutine, y Amedeo Modigliani. Y los tres
fueron grandes amigos, pese a las enormes diferencias de personalidad,
ideas artísticas y formación. Fueron tres malditos,
pero Amedeo recibió el título, porque el apócope
de su apellido lo hacía fácil: Modi, maudit, maldito.
A la guerra
en taxi
Modi fue amigo de todos. Su rechazo a la banda de Picasso, que
finalmente derrotó a los partidarios de Matisse -el fauve
terminó siendo asiduo visitante del bateau-lavoir, un
antiguo y destartalado lavadero que era el cuartel general de
Picasso-, no le impidió recibir el respeto del español,
del que, sin embargo, nunca sería íntimo. Los escultores
Lipschitz, Epstein, Archipenko y Brancusi; los pintores Kisling,
Ortiz de Zárate, Vlaminck, Van Dongen, Utrillo y su madre
Suzanne Valadon; los escritores Salmon, Jacob, Cocteau, Cendrars
y Ehrenburg fueron sus compañeros frecuentes en cafés,
talleres y fiestas. De la mayoría de ellos Modi realizó
retratos, algunas de las más bellas pinturas del siglo
XX.
Por más que Modi
se relacionaba cordialmente con casi todos los miembros de la
colonia internacional de artistas establecida en París,
era considerado un marginal.
Era la época en que los manifiestos
comenzaban a circular. El primero de todos, producido por los
futuristas italianos, le fue ofrecido para que estampara su firma,
lo que pone en evidencia que los promotores de algunos movimientos
de vanguardia no se preocupaban tanto por las ideas de los firmantes,
como por la abundancia de firmas. De otra forma no se explica
que los futuristas hicieran el pedido a un artista como Modigliani,
que insistía mucho más en el intento de recuperar
una línea de expresión que se hundía en el
pasado, que en una ruptura absoluta. Modi no se suscribió
a nada, y sin embargo fue probablemente uno de los artistas más
revolucionarios de su siglo.
Un ejemplo de su sensibilidad descolocada en su tiempo -esta vez
adelantando los años que vendrían- es su devoción
por Los cantos de Maldoror, que sólo sería
"descubierto" por la crítica
y los surrealistas dos décadas después que Modigliani.
Era un mundo realmente extraño. Hay un episodio de la guerra
que pinta elocuentemente esa cualidad surreal de la vida en París.
Para el contraataque del Marne, el general Gallieni, comandante
de la región de París, disponía de tropas,
pero no de transporte. Tuvo una ocurrencia de dandy:
contrató a los 600 taxis de París para llevar a
los soldados a la batalla. Ese tipo de gestos era muy del gusto
de Modigliani, que, una noche, decidió ir a la guerra,
a pesar de que había sido rechazado por motivos de salud.
Tal vez como no había taxis, o no tenía dinero para
pagar uno, fue caminando, aunque a las pocas cuadras decidió
detenerse un momento en un café, y terminó por olvidar
su propósito patriótico.
La leyenda y después
Hay una especie de incapacidad
crítica de evaluar el trabajo de los artistas que no
funcionan dentro de una corriente clara y explícitamente
definida. Hay una notable escasez de trabajos críticos
acerca de Modigliani. Esa falla del sistema evaluatorio de los
mediadores limita la posibilidad de recepción de una gran
cantidad de obras de arte por parte
del público no especializado.
Las primeras noticias de una enfermedad final que aquejaba a
Modigliani produjeron un alza en los precios de sus cuadros,
cosa que casi pudo disfrutar el artista, ya que vendió
tres cuadros en una exposición en Londres, pocos meses
antes de morir. El juicio favorable de Roger Fry contribuyó
a la aceptación londinense, pero los rumores eran tan
difundidos que el propio Modigliani llegó a escuchar noticias
de su muerte. Cuando finalmente murió, pocos meses después
de la exposición, los galeristas, que no le habían
dado espacio en vida, se encontraron con un paquete muy atractivo:
un personaje con aura mítica, un outsider autodestructivo,
el último bohemio, príncipe por el que lloraban
las más bellas mujeres de París, con una obra relativamente
reducida.
Modigliani sin leyenda (así
tituló su hija Jeanne la biografía que escribió
de su padre) no
habría vendido bien; quizá habría pasado
a la historia como otro Kisling, otro Ortiz, otro cualquiera
de los muy personales artistas de aquellos años.
Modigliani estaba solo. Creía que la calidad de su obra
bastaría para producir el éxito. Estaba equivocado:
era necesario afiliarse a un movimiento, o morir.
Muchos de sus contemporáneos lo describieron como un borracho
inveterado, dependiente
del haschish, camorrista y exhibicionista, y numerosos testimonios
hablan de su permanente estado de enajenación. Si dejó
pocas obras, no fue porque pintara poco, sino porque su carrera
artística duró sólo una década. Su
enfermedad pulmonar lo obligó a alejarse del trabajo en
muchas ocasiones. Si a eso agregáramos un estado permanente
de borrachera, como pretenden algunos, resultaría inexplicable
su tasa de producción, la calidad y firme evolución
de su obra.
Tal vez la mala fama proviene de su personalidad anárquica.
Su marginalidad era menos peligrosa para algunos movimientos
de su época si obedecía a una debilidad de carácter,
que si se debía a una profunda convicción sobre
el rol del artista. Para el espíritu conspirativo de los
movimientos de entonces, nada era más amenazante que un
individuo genial e ingobernable, que además no tenía
aspiraciones de liderazgo.
La obra de Modigliani le servía al sistema de producción
y comercialización artística si se trataba del producto
de la enfermedad y la droga: esa visión
tiene la ventaja de aceptar su valor a la vez que colocarlo como
indeseable. Su negativa a la ruptura con la tradición y
a la organización de grupos de asalto artístico
iba en contra del espíritu de la época. Modigliani
fue un sedicioso tanto para los burgueses como para los vanguardistas.
La última mujer
Desde su adolescencia, Modigliani
fue literalmente adorado por las mujeres
con una unanimidad que también explica la leyenda. Todos
quienes lo conocieron, cuando son invitados a hablar del pintor,
comienzan por referirse a su extraordinaria belleza.
Durante sus primeros años en París, Modi intentaba
convertirse en escultor, y trabajaba muy poco con modelos. Sus
amantes eran dependientas de lavanderías, modelos de la
Colarossi, artistas y poetas que conocía en los cafés
y en las reuniones que se realizaban en los talleres de sus amigos.
Cuando definió su carrera como pintor, su tema fue siempre
y solamente el retrato. Pintó, en toda su vida, sólo
cuatro cuadros cuyo tema no es el cuerpo
humano: un paisaje de Toscana, en su época de estudiante
en Italia, dos paisajes del sur de Francia, cuando, durante la
guerra, vivió dos años en Cagnes-sur-Mer, donde
le resultaba difícil encontrar modelos, y una naturaleza
muerta, en un cuadro a dos manos con su amigo Moïse Kisling.
Algunas artistas se dedicaban a posar por dinero, para pagar sus
estudios de pintura, o simplemente para comprar los materiales
imprescindibles para pintar. Tal es el caso de Suzanne Valladon,
la madre de Maurice Utrillo, que había sido modelo de Renoir
y en la época de Modigliani ya era una pintora reconocida.
Modigliani retrató a muchas modelos profesionales, con
quienes invariablemente tuvo relaciones íntimas, pero también
fue solicitado por mujeres fascinadas por el ambiente artístico
parisino, compradoras de arte o
acompañantes de coleccionistas.
Modi tuvo unos cuantos problemas con maridos celosos. Su aventura
con Gaby, una famosa modelo no muy joven pero extraordinariamente
hermosa, tuvo su conclusión en un episodio relatado por
Douglas Goldring en su libro Artist Quarter. El amante
de Gaby, un hombre adinerado que mantenía a la mujer más
que nada como un imprescindible rasgo chic, tuvo un encuentro
con Modi, a través de un amigo común. La relación
de Gaby con el pintor se había hecho demasiado conocida
en la ciudad, y el hombre,
que toleraba algunos caprichos de su amante, deseaba al menos
cierta discreción.
Pero la entrevista fue una muestra de la capacidad de seducción
de Modi. Los reclamos del hombre terminaron disueltos en un brindis
de ambos por la belleza de Gaby, y su amistad sellada luego de
una noche de vino, haschish e incluso la venta de uno de los
desnudos que Modi había hecho de la mujer que compartían.
La actriz Elvira, la modelo negra Aicha, la poeta rusa Anna Akhmatova,
la periodista (y quizá
poeta) inglesa Beatrice
Hastings, la artista canadiense Simone Thiroux fueron algunas
de las mujeres cuyos nombres quedaron asociados al de Modigliani.
Muchas otras se autoproclamaron
viudas cuando el pintor murió.
Pero la última compañera de Modi fue la protagonista
de una tragedia que enmudeció
a París el 25 de enero de 1920.
Jeanne Hébuterne nació en París el 6 de
abril de 1898. En 1917, cuando era estudiante de pintura en la
academia Colarossi, Jeanne conoció a Amedeo. Se conservan
unos pocos trabajos suyos: dibujos a lápiz, de líneas
fluidas, uno de ellos un retrato de Modigliani, y una pintura
que representa el patio de la casa de apartamentos donde vivieron
el último año de sus vidas.
Se sabe poco de Jeanne. Casi no hablaba. Nadie la vio reir.
Las tres fotos
que se conservan de ella dan la impresión de que no se
trataba de una belleza. Hija de una familia de pequeños
burgueses, su relación con Modigliani produjo una ruptura
violenta con su padre, aunque su madre llegó a convivir
varios meses con la pareja, en su estadía en Cagnes. A
fines de noviembre de 1918, Jeanne dio a luz una hija de Amedeo,
en Niza. A mediados de 1919, quedó embarazada de nuevo.
Su hija Jeanne fue entregada a una institución para asegurarle
unos cuidados que la pareja no podía ofrecerle, aunque
no fue dada en adopción.
La enfermedad que Modigliani arrastraba desde la adolescencia
se agravó durante 1919, y para el invierno la situación
era insostenible. Incapaz de recorrer los cafés para realizar
retratos, las entradas de la pareja se reducían a los
adelantos que el agente de Modigliani, el poeta polaco Leopold
Zborowski, dificultosamente podía darles. Los hechos conocidos
son pocos. El 22 de enero de 1920, Ortiz de Zárate, el
pintor chileno que fue su primer amigo en París, llevó
a Modigliani al hospital, inconsciente, con la ayuda de Moïse
Kisling y Zborowski. Lunia Czechowska, una amiga secretamente
enamorada de Modigliani, se encargó de Jeanne, cuyo embarazo
había pasado ya el noveno mes. Sin haber recuperado la
conciencia, Amedeo murió las nueve menos diez de la noche
del sábado 24 de enero.
Jeanne fue llevada al hospital para ver por última vez
a Modi. Poco se sabe del resto de esa noche. En algún momento
de la madrugada, Jeanne fue llevada, seguramente por la escultora
Chana Orloff, a la casa de sus padres. A las cuatro de la mañana
del domingo, mientras sus padres y su hermano André discutían
en otra habitación acerca del futuro de la muchacha y sus
dos hijos ilegítimos, Jeanne abrió la ventana de
su antiguo dormitorio y se arrojó
a la calle.
El 27 de enero, mientras toda la comunidad de artistas formaba
un impresionante cortejo fúnebre por las calles de París,
acompañando el cuerpo de Modigliani al cementerio del
Père Lachaise, los padres de Jeanne llevaron su cadáver
en secreto al cementerio de Bagneux. En 1930, luego de diez años
de súplicas, Emannuele Modigliani, el hermano mayor del
pintor, convenció a los ofuscados Hébuterne para
que permitieran el traslado de los restos de Jeanne a una tumba
junto a la de Amedeo.
La valoración de la obra de Modigliani
Durante la vida del pintor, sólo se publicó una
nota crítica sobre su obra. La firmó Francis Carco,
y apareció en el Éventail de Ginebra ("Modigliani",15
de julio de 1919), luego de una exposición colectiva en
la Galería Dada de Zurich donde Modigliani fue invitado
a participar. André Salmon había escrito una nota
antes de la muerte del pintor, que se publicó, con casi
nula difusión, en un número de 1920 de Art Vivant.
Hasta la publicación, en 1926, de Modigliani, sa vie
et son oeuvre, una monografía de Salmon basada en
esa nota, sólo es posible encontrar un artículo
sobre el pintor: una horrible diatriba de Francesco Sapori (Arte
mondiale alla XIII Esposizione a Venezia, Bérgamo, 1922),
a partir de la participación de doce obras de Modigliani
en la Bienal de Venecia de 1922.
La leyenda de Modigliani se disparó con la monografía
de Salmon; pero la buena opinión de la crítica,
que comienza a formarse en esos años, se debe a trabajos
de Fry, Einstein, Warnold, Reynal y Carco, publicados todos a
partir de 1926.
Desde de entonces, la opinión crítica sobre Modigliani
no ha cesado de mejorar.
Salmon escribió una novela (La vie passionée
de Modigliani, 1957) que contribuyó a difundir una
idea fantasiosa del artista. En 1958, Jeanne Modigliani publicó
su Modigliani senza leggenda, un intento de despojar la
imagen de su padre del aura romántica que lo endiosaba
a la vez que estigmatizaba.
Lionello Venturi, el gran crítico italiano, contribuyó
-en medio de una disputa famosa con un erudito fascista- a cambiar
la visión que los italianos tenían del pintor emigrado,
a partir de la difusión de artículos en su revista
Arte a partir de 1930.
Más recientemente, desde una posición privilegiada,
el francés Christian Parisot -que dirige los Archives
Modigliani, institución radicada en París que reúne
toda la documentación familiar del pintor e intenta la
realización de un catálogo riguroso de su producción-
ha publicado algunos artículos de interés.
Pero la obra de Modigliani es un reto para la crítica.
Como no pertenece a ninguna escuela, los trabajos basados en
el concepto sociológico e histórico de estilo -iniciado
por Wölfflin y elogiado por Hauser- no se detienen en ella.
Las enciclopedias de arte moderno no hacen más que colocarle
a Modigliani la neblinosa etiqueta de "pintor de la escuela
de París", que es lo mismo que permanecer en silencio
con una sonriente expresión boyuna.
Sin embargo, más allá de las dificultades para
expresar los motivos, hay unanimidad en otorgarle un enorme valor,
y los mejores textos suelen ser encomios poéticos o metafóricos.
Modigliani levanta, con su obra, una especie de encantamiento
que ha dejado mudos a los especialistas.
No hay mediación posible; no hay posibilidad de valoración
erudita; sólo cabe el contacto directo con su arte. Para
quien se detiene y mira, empieza el infinito. |
* Publicado
originalmente en El país Cultural
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