En marzo de 1933, Antonin
Artaud dio una conferencia en la Sorbona, dentro de un ciclo
a cargo del psicoanalista René Allendy. El tema de la
conferencia era "El Teatro y la Peste".
Anaïs Nin, que estuvo
entre los asistentes, dejó un relato del acontecimiento:
"¿Trata de recordarnos -escribe- que fue durante la
Peste cuando llegaron a producirse tantas obras maravillosas de
arte y de teatro, porque el hombre,
frustrado por el miedo a la muerte, persigue la inmortalidad,
la evasión, superarse a sí mismo? Pero luego, casi
imperceptiblemente, abandonó el hilo que seguíamos
y comenzó a actuar como alguien que se estuviera muriendo
de la peste. (...) Para ilustrar la conferencia, Artaud representaba
una agonía (...) Al principio la gente contenía
la respiración. Después se puso a reír. ¡Todo
el mundo reía! Silbaban. Luego, de uno en uno, empezaron
a irse ruidosamente, protestando, hablando. Al salir, daban un
portazo."
Al terminar la conferencia, Nin y Artaud salieron juntos. "Siempre
quieren oír hablar de; quieren escuchar una conferencia
objetiva sobre "El Teatro y la Peste", y lo que yo
quiero es darles la experiencia misma de ello, la peste misma,
para que se aterroricen y despierten", dijo Artaud con amargura.
Su primer manifiesto de El Teatro de la Crueldad (escrito
un año antes que su conferencia sobre la peste) comienza
así: "No podemos seguir prostituyendo la idea del
teatro, que tiene un único valor: su relación atroz
y mágica con la realidad y el peligro". El manifiesto
pide nuevos sonidos musicales, ruidos insoportables, desgarradores;
luces opacas, densas, tenues; pide suprimir la escena y la sala,
el decorado y las piezas escritas. Reclama un espectáculo
integral. Hablando del cine, dice: "A la cruda visualización
de lo que es, opone el teatro, por medio de la poesía,
imágenes de lo que no es".
Numerosos artistas intentaron continuar la revolución
de Artaud. Pero este siglo ha sido cínico con las revoluciones.
La pureza del idealismo de Hegel, para quien el arte tiene por
objeto la representación del ideal, sigue siendo el refugio
de una mayoría que comercia con el éxito, particularmente
a través de un periodismo que no puede ser otra cosa que
publicidad encubierta.
La poesía (dentro
de la que coloca el arte dramático) es, según el
sistema hegeliano, el verdadero arte del espíritu, no
constreñido por elementos materiales. Para un vendedor,
ninguna filosofía es más adecuada que el idealismo.
Porque esa "relación atroz y mágica con la
realidad y el peligro" es cada día más palpable,
más peligrosa, más atroz y mágica, aún
en su ausencia. El teatro sigue siendo el único arte donde
el público voluntariamente habilita un tiempo otro, se
trate de ficción o de ritual. Es el público el
que decide, en la sala, no interrumpir a los actores, permitir
el desarrollo de las acciones. En la medida en que comprende
que forma parte de un hecho real que está ocurriendo,
asume el riesgo de caer, aunque no sea más que por un
instante, en la representación de sí mismo, es
decir, en la toma de consciencia del carácter ficticio
de su realidad.
Una realidad con la
que tomamos contacto cada día con mayor dependencia de
medios opacos, tecnologías de la versión aceptable:
televisión, prensa, medios informáticos, pero también
escuela, universidad, instituciones que se tornan progresivamente
más espesas entre el sujeto y el mundo.
El teatro es peligroso: rompe la mediación, pone en contacto,
produce chispas, quema. Es cruel.
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* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 87
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