La industria
discográfica está inquieta, porque ve lo que se
le viene encima. La gente se baja canciones gratis de internet, o compra discos
pirata en la calle, y cada vez más autores autogestionan la
venta de su obra a través de páginas
web, luego de haberla grabado y producido en su estudio casero.
La industria
cinematográfica tampoco tiene un porvenir muy claro: por
las autopistas de la información circula libremente un
número creciente de producciones audiovisuales que va a
parar directamente a la pantalla del usuario, incluso antes de
su estreno en salas comerciales. Se ha abierto una puerta trasera
en el tenderete de las grandes compañías, y el público
acude en tropel a llevarse lo que más le gusta, sin hurgarse
en el bolsillo.
Las invocaciones a la conciencia del consumidor son, en última
instancia, fútiles. Bajar el precio de los discos sólo
pone en entredicho la justificación de su precio anterior.
Las llamadas al orden, la condena de las redes
de comercio
ilegal, las advertencias del advenimiento de una inminente catástrofe
-el fin de la música, el fin del cine, el fin de la creatividad-
sólo sirven para poner al descubierto los dos hilos de
los que pende la actual polémica: en primer lugar, el intenso
miedo de los dueños de los medios
de producción a perder sus ganancias y privilegios; en
segundo lugar, la profunda ceguera que les impide vislumbrar lo que
está pasando. O no lo ven, o no lo quieren ver. Es buen
momento para invitarles a revisitar la secuencia -de no sé
qué capítulo de Star Trek: The Next Generation-
en la que los amenazadores Borj ordenan al capitán del
Enterprise, Jean-Luc Picard: «Rendíos. La resistencia
es inútil».
Esta batalla perdida de antemano adquiere tintes patéticos
cuando algunos miembros de la cadena de producción aúnan
sus esfuerzos con los patrones, lamentando el fin del viejo mundo:
en España, por ejemplo, tuvimos al cantante Ramoncín,
El Rey del Pollo Frito, proponiendo en un debate televisivo infectar
los CD's de música con virus que reventaran el ordenador
del incauto comprador de una copia pirata. Afortunadamente se
alzan otras voces recordándonos que no es éste,
el de la reproducibilidad, un mundo tan viejo, y que en realidad
sólo ha servido para enriquecer a unos pocos industriales
y a algún artista privilegiado. Sólo hay que ver
qué porcentaje de la venta de un disco va a parar a la
cartilla de ahorros de un intérprete o compositor corriente.
Michaeles Jacksons y Madonnas aparte, la principal fuente de ingresos
de un vocalista mediano continúa siendo el concierto a
pie de escenario, no los royalties gramofónicos.
Vender discos -como también libros- no da de comer a casi nadie.
Así, quien sale perdiendo con este abordaje al galeón
mediático
es el armador, y con él, su forma de construir. Los piratas
del Caribe no acabaron con el arte de la navegación, y
el pirateo informático no acabará con la música
ni con el cine. Mas los cambiará.
De hecho, ya los está cambiando. A la música la
empuja a volver a sus orígenes, recuperando una forma de
realizarse y de llegar al público desnuda del gran aparato
sobrevenido de la industria discográfica. Un cantautor
que posea una guitarra en propiedad, esté conectado a internet y/o cuente con
una audiencia suficiente en sus recitales públicos, no
necesita a Sony para nada. El cine, un quehacer algo más complejo,
se ha visto, sin embargo, también sujeto a una suerte de
hipertrofia alentada por la gran industria. La producción
independiente, de bajo coste, y reproducible domésticamente,
no tiene por qué verse perjudicada por el cambio de sistema.
La superproducción hollywoodiense tampoco, habida cuenta
que siempre podrá contar con apoyos externos en forma de
esponsorización. Tampoco perdamos de vista un dato importante:
la fortuna multimillonaria de George Lucas no proviene de la taquilla
generada por Star Wars, sino de la comercialización
de pósters, muñecos articulados, juegos,
cómics y otras bagatelas
inspiradas en la película. Eso que los americanos
llaman el merchandising. Pero entre el videocreador independiente
y Sunset Boulevard se extiende una amplia gama de grises
que pueden sufrir las consecuencias de la no-rentabilidad.
Lo que está claro es que la espiral de la reproducibilidad
ha llegado a un grado tal en que ya no hay nadie que posea una
llave mágica que pueda cerrar la puerta en medio del proceso.
Todo el mundo puede reproducir en su casa y, eventualmente, revender.
Los caminos económicos por los que nos conducirá
este saqueo virtual son inescrutables. De hecho, no debe minusvalorarse
la capacidad del sistema para dar un cerrojazo, con la ayuda de
los satélites
de vigilancia
del programa Carnivore, y la confiscación de nuestros
aparatos reproductores. Pero imaginemos por un momento su total
colapso, el que conllevaría la incapacidad fáctica
de rentabilizar la producción artística. En este
caso, nos encontraremos -ya que la desaparición, por este
motivo, de la inquietud creadora en el ser humano es impensable-
con una re-estructuración organizada espontáneamente
en tres niveles, bien delimitados:
1- La Muy Alta Industria de lo Reproducible, que podrá
asumir la sangría del pirateo contrarrestándola,
como hemos dicho, con otras fuentes de ingresos: esponsorización,
merchandising, lo que sea. Ellos sabrán, y si no
lo saben «ahí me las den todas».
2- El Que Reproduce por Amor al Arte. Nunca faltará -ya
abundan- quien grabe una canción o un vídeo con
cuatro amigos y cuelgue el resultado en la Red. La indigencia
-como bien sabemos algunos- no está reñida, en absoluto,
con la creatividad. Casi al contrario. Putrefactos sepulcros blanqueados
son aquellos que anuncian el fin de la música o de la literatura asociándolo a una crisis comercial o al
uso de la fotocopiadora.
3- Y la más importante: el redescubirmiento de lo No-Reproducible.
El concierto o el recital en público, el teatro, el circo, los
toros, el cabaret, la competición deportiva, las artes
plásticas,
nunca fueron concebidas para ser disfrutadas en su versión
plastificada, o televisada. Son expresiones vivas que a duras
penas resisten la trascripción ferromagnética. Ahí
radica su fuerza, la que les ha mantenido vivas
hasta ahora y la que les permitirá sobrevivir en el futuro.
Todo lo dicho sólo sirve hasta que nos trepanen colectivamente
y nos inyecten realidad virtual vía fibra óptica
directamente en el encéfalo. Cuando el taurómano
pueda oler la sangre del cornúpeto recostado
en el sofá de casa, a lo mejor ya no necesita ir al tendido.
Pero de momento, las cosas no son así, y está por
ver que les dé tiempo a serlo. La realidad virtual es todavía
una metáfora, una forma de calificar
el estado de trance en el que se sumerge el cibernauta mientras rastrea
la Red, a la caza y captura
de los vídeos más acordes con su perversión
sexual
particular. ¡Y por qué negarlo, realmente es toda
una realidad, y bien virtual!... pero no es la del casco y los
guantes táctiles que nos vendieron a principios de los
años noventa.
En cualquier caso, es interesante -y alentadora- la posibilidad
de que esta batalla entre la industria de lo reproducible y el
deseo desenfrenado de
re-reproducir gratis y sin parar, se resuelva con un desprendimiento
de las artes no reproducibles,
que vaya acompañado, aun temporalmente, con una revalorización
de éstas y, acaso, de un nuevo renacimiento de lo auténtico,
entendido en el sentido más romántico del término.
¿Habrá espectáculos de varietés
en las colonias de Marte?... ¿También los astronautas
-ataviados con escafandra, por supuesto- arrojarán tomates
a los malos cantores o comediantes, como la audiencia zarabutera
de los teatros isabelinos?...
Barcelona,
mayo 2003
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