Pocos habrán dejado
de notar que el cine nació
como un entretenimiento que no tenía nada que ver con la
narración.
Las primeras películas de la historia eran postales animadas:
un tren que llega a la estación, unos obreros que salen
de la fábrica. No se contaba un cuento, no había
narración. Cuenta la leyenda que en la primera exhibición
de cine, organizada por
los hermanos Lumière, el público entró en
pánico cuando creyó que una locomotora salía
de la pantalla. Por más que sea difícil de creer,
el mito marca el carácter con el que nació el cine:
impactos, emociones simples, maravilla.
El público buscaba en el cine
lo mismo que en el teatro de variedades: sorpresa, magia, picardía,
humor. Georges Méliès
inventó los trucos, cuando, mientras filmaba el tránsito
en una calle céntrica, su cámara tuvo un desperfecto
y se detuvo unos segundos; cuando reveló la película,
la imagen mostraba un ómnibus que desaparecía bruscamente
y aparecía a cincuenta metros de distancia. A partir de
entonces, produjo magia filmada, que utilizó en sus espectáculos
de ilusionismo en los teatros de París.
Pero muy pronto Méliès
fue olvidado, porque el cine se convirtió en un espectáculo
narrativo. Tomó del teatro -un entretenimiento popular
en aquellos primeros años del siglo- la forma básica,
y se decoró con el lustre de mayor alcurnia de entonces:
la ópera. Tal es el motivo por el que el cine cuenta historias
y tiene música.
David Mamet, dramaturgo y libretista, dice que el cine industrial
se compone de imágenes emocionantes y de intervalos aburridos
que, "en la jerga, llamamos argumento".
Para Mamet, las escenas "emocionantes" son la esencia
del cine de Hollywood: el héroe
a punto de caer del piso cientoveintitrés de un edificio
en llamas, una enloquecida carrera de autos por las calles de
una ciudad, una niña rehén del malvado en medio
de un tiroteo. El cine industrial vuelve a los orígenes,
a la época en que no había narración.
En el teatro también ha habido un proceso de destrucción
de la narración. Las experiencias de Grotowski, Kantor
o Barba han revalorizado el rol del actor como centro del hecho
teatral, se ha recuperado -como en el cine, pero esta vez desde
el arte, no desde la industria- el espíritu original,
ritual, del teatro. Pero en el cine industrial, la pérdida
de narración no ha producido otra cosa que empobrecimiento
visual y sonoro.
¿Por qué los empresarios se empeñan en producir
sistemáticamente malos guiones?
Para Mamet, la clave está en los mecanismos de producción,
en particular en el modo de selección de los guiones.
Sostiene que los grandes estudios contratan lectores especializados
de guión, que suelen vivir aterrorizados ante la idea de
recomendar algo que luego no funcione. Utilizados por los ejecutivos
como filtros, los lectores son el punto débil del sistema;
tienen una responsabilidad desmedida, y los guionistas profesionales
lo saben. Los guiones que leen, por tanto, están escritos
para lectores profesionales, y no para hacer películas,
porque su función no es la de servir de guía para
la realización, sino la de convencer al lector
de que ese guión no pone en riesgo su trabajo.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 62
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