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ISSN 1688-1672

 



HORGAN, JOHN - EL FIN DE LA CIENCIA - CIENCIA - BLOOM, HAROLD -

La ciencia (una vez más) ha terminado*

María José Santacreu

Horgan mira a la ciencia básica y cree ver que la gran era del descubrimiento científico ha terminado. Mira y cree ver que las investigaciones no aportarán más revelaciones importantes, que ese invento grandioso que fue la gran esperanza de la era moderna, no dará más que rendimientos graduales y decrecientes. En una palabra: que el dios moderno -como el de Nietzsche- también ha muerto


Es muy corriente que un concepto, al volverse popular, aparezca aplicado a casi todo. Las modas no se refieren solo a la vestimenta corporal: la vestimenta intelectual es incluso más importante. Si en algún momento la palabra "estructura" era la llave mágica del encandilamiento colectivo, luego lo fue la semiótica, la que se aplicó a cualquier objeto que se pretendiera estudiar, por no hablar de campos más polémicos como la inteligencia emocional, o el Tao que se ha aplicado, por ejemplo, a la física o la deconstrucción aplicada -cinematográficamente, claro- a Harry.

Ejemplo de lo anterior fue la tremenda polvareda levantada por Alan Sokal y Jean Bricmont cuando denunciaron a varios filósofos franceses de 'impostores intelectuales' por usar términología extraída de las ciencias "duras" y aplicarla a las ciencias sociales con ligereza e imprecisión.

En ¿El fin de la ciencia? Los límites del conocimiento en el declive de la era científica, John Horgan, periodista de la Scientific American hace exactamente lo contrario, y levanta también alguna que otra polémica: tomando el concepto de "ironía" de la crítica literaria, las ideas manejadas por Harold Bloom en La angustia de las influencias, y sin temer las claras resonancias fukuyamescas, Horgan plantea que la ciencia básica está llegando a su fin.

Si los filósofos anglófonos reprochan a los franceses hacer filosofía como si fuese literatura -ignorando que ya hace mucho tiempo el anglófilo Borges desenmascaró a la filosofía como una rama de la literatura fantástica-, Horgan se lo reprocha a los científicos. Y es que un día este periodista, que había dejado sus estudios literarios porque le angustiaba que no hubiera una lectura, un significado verdadero entre otros falsos para los textos literarios, empezó a notar que la ciencia, que se suponía verificable en la realidad, había dado paso a un cúmulo de teorías que no lo eran.

Fin de siglo, fin de milenio, fin de la historia, ¿fin de la ciencia?. Suena atractivo, o por lo menos provocador. Quien escriba un libro con esa tesis, debe saber que muchos ojos se posarán sobre él, algunos con una peligrosa expresión de enojo. Y tener la certeza que quien se acerque al mismo lo hará, seguramente, con escepticismo y algo de antipatía anticipada, buscando corroborar la sospecha de que se trata solo de una subida de última hora al carro posmoderno (sospecha que se agrava al leer en los agradecimientos la siguiente frase de Horgan: "Reconozco también mi deuda con mi agente Stuart Krichevsky por haberme ayudado a convertir una idea amorfa en una propuesta vendible..."). A primera vista parecería que se ofrecen al intrépido dos posibilidades extremas: el éxito rutilante -que supo cosechar Francis Fukuyama- o el fracaso estrepitoso.

Por qué se escribe un libro que en su título dice algo así como: "¡Sorpresa! la ciencia está muriendo".

En realidad, Horgan tenía pensado reunir en un libro retratos de los científicos que, durante su carrera, había tenido la suerte de entrevistar. La idea -según sus propias palabras- era mostrarlos tal cual son, con sus virtudes y defectos, como buscadores de la verdad, o como soslayadores de la misma. Para Scientific American, Horgan había entrevistado, entre otros, a Roger Penrose, Noam Chomsky, Thomas Kuhn, Karl Popper, Paul Feyerabend y Stephen Jay Gould.

Pero si en un principio Horgan quería que fueran "los lectores [quienes] decidieran libremente quiénes eran aquellos cuyos vaticinios sobre el futuro de la ciencia tenían algún sentido" luego decide tomar una posición más activa en el proyecto: "Después de todo ¿quién sabía realmente cuáles podían ser los límites definitivos del conocimiento? [...] paulatinamente, empecé a imaginar que yo sí lo sabía, y acabé convenciéndome de la existencia de un planteamiento concreto más plausible que todos los demás. Decidí renunciar a cualquier pretensión de objetividad periodística y escribir un libro que fuera abiertamente enjuiciador, polémico y personal; al tiempo que se centraba en científicos y filósofos concretos, presentaría asimismo mis opiniones personales al respecto."

Horgan mira a la ciencia básica y cree ver que la gran era del descubrimiento científico ha terminado. Mira y cree ver que las investigaciones no aportarán más revelaciones importantes, que ese invento grandioso que fue la gran esperanza de la era moderna, no dará más que rendimientos graduales y decrecientes. En una palabra: que el dios moderno -como el de Nietzsche- también ha muerto.

¿Un escritor científico pidiendo prestada terminología a las ciencias humanas?

La forma de escribir de Horgan es la antítesis de lo que uno esperaría de un escritor de temas científicos. No hay un planteo unitario sino que va desparramando, aquí y allá, los factores que lo llevan a la drástica conclusión que propone el libro. Horgan va a partir de la idea de que, en gran medida, el estancamiento que enfrenta la ciencia se debe justamente a lo exitosa que la misma ha sido en el pasado: "Los investigadores ya han cartografiado la realidad física, que va desde el microcosmos de los quarks y los electrones al macrocosmos de los planetas, las estrellas y las galaxias. Los físicos han mostrado que toda la materia está gobernada por unas cuantas fuerzas básicas: la gravedad, el electromagnetismo y las fuerzas nucleares fuertes y débiles. Los científicos también han conseguido hilvanar sus conocimientos hasta convertirlos en una impresionante, por no decir incluso terriblemente detallada, narrativa sobre los orígenes del todo. [...] habiendo cuenta de lo lejos que ha llegado ya la ciencia, y de los condicionamientos físicos, sociales y cognocitivos que amenzan a la investigación del futuro, la ciencia tiene pocas probabilidades de aportar añadidos importantes al saber ya generado. En el futuro no habrá ninguna revelación de una magnitud comparable a las que nos regalaron Darwin o Einstein (o Watson o Crick)".

Esto le lleva a establecer una analogía con lo que sucede en el campo de las letras tomando las ideas manejadas por Harold Bloom en La angustia de las influencias. Horgan declara haber descubierto "que, al final, las ideas de la crítica literaria pueden servir para algo" y propone un paralelo entre la angustia que Bloom describe acechando a los poetas modernos al constatar que ya todo ha sido dicho -y magistralmente- en el pasado, con la que acecha a los científicos, agobiados por los gigantes que los preceden.
La intención de la argumentación de Bloom era corregir la -para él- falsa impresión de que un poeta contribuye a formar a otro cuando, en realidad, los poetas fuertes, crean la historia de la poesía (considerada por Bloom como imposible de distinguir de la influencia poética) gracias a malas interpretaciones mutuas con objeto de despejar un espacio para sí mismos. Bloom se interesa solamente por aquellos poetas -a los que denomina "fuertes"- que luchan contra sus gigantes precursores: "Los talentos más débiles idealizan las cosas; las figuras de imaginación capaz se apropian de lo que encuentran".

En la lectura de Horgan, ningún poeta moderno puede soñar superar o siquiera igualar la perfección de sus precursores, lo que transforma a los poetas modernos "en unos personajes esencialmente trágicos, que han llegado demasiado tarde". De ahí a plantear que los científicos actuales sufren una desgracia análoga hay solo un paso, con el agravante de que el fardo con que cargan los científicos es, a juicio de Horgan, mucho más pesado que el de los poetas, porque los científicos no solo deben soportar a sus espaldas a El Rey Lear "sino también las leyes del movimiento de Newton, la teoría de la selección natural de Darwin y la teoría de la relatividad general de Einstein. Estas teorías no sólo son bellas, sino que también son verdaderas, empíricamente verdaderas, cosa que ninguna obra de arte podría llegar a ser nunca".

Siguiendo con su paralelismo bloomiano, Horgan va a llamar "científicos fuertes" a aquellos que tratan de trascender los grandes descubrimientos científicos, como no podía ser de otra forma, malinterpretándolos. A ellos sólo les queda como opción practicar lo que Horgan llama "ciencia irónica".

Como estudiante de letras Horgan había aprendido que no hay un significado verdadero de los textos, sino que todos ellos son irónicos en la medida que el único significado verdadero de un texto es el texto mismo. La crítica literaria no haría, entonces, más que sugerir lecturas, todas ellas más o menos inteligentes, plausibles, originales, etc.

La "ciencia irónica" sería entonces para Horgan una manera especulativa y postempírica de practicar la ciencia que se asemeja a la crítica literaria, es decir que la ciencia irónica ofrecería "puntos de vista u opiniones que, en el mejor de los casos, son interesantes e invitan a ulteriores comentarios. Pero no converge en la verdad ni puede deparar sorpresas empíricamente verificables que obliguen a los científicos a realizar revisiones sustanciales de sus descripciones básicas de la realidad." En resumen, un cúmulo de teorías que son posibles y explicarían muchos fenómenos para los que hasta ahora no se tiene respuesta pero que, en la práctica, no se pueden probar.

El científico fuerte contaría a su favor con lo que Horgan llama el "hambre de revoluciones científicas del público lector", es decir que, a medida que la ciencia empírica produce menos resultados, los periodistas -entre los que Horgan se incluye- tienen que saciar el hambre de sus lectores dando a conocer más y más ciencia irónica, dándole a la misma una audiencia mucho mayor de la que merecería: "con esto no quiero decir que la ciencia irónica carezca de valor, ni mucho menos. En el mejor de los casos, la ciencia irónica, al igual que el buen arte o la buena filosofía -o, por qué no también, que la crítica literaria-, produce asombro en nosotros, es decir, nos mantiene boquiabiertos ante el misterio del universo; pero no puede alcanzar su objetivo de trascender la verdad que ya conocemos ni, por supuesto, puede ofrecernos -en realidad, nos protege más bien contra ella- La Respuesta, es decir, una verdad tan poderosa que sacie nuestra curiosidad de una vez por todas."

En una palabra, el estudiante que había huido de la crítica literaria por lo especulativa y ambigüa se encontró, de pronto, que en el campo de la ciencia estaba pasando lo mismo.

Ante todo no estar solo

En 1969, Gunther Stent, pionero en el campo de la biología molecular y presidente del departamento de neurobiología de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, había escrito un libro titulado The coming of the Golden Age: a view of the end of progress en el que planteaba que la ciencia estaba tocando su fin dado que, debido a la vertiginosa velocidad con la que avanza, se acerca irremediablemente al momento de su muerte.

El campo restringido de la temática de ciertas disciplinas hace que sus posibilidades de supervivencia se acorten en el tiempo: "Aunque el número de posibles reacciones químicas es muy grande y la varidad de las reacciones que se pueden registrar es igualmente vasta, la meta de la química consistente en comprender los principios que rigen la conducta de tales moléculas se encuentra, al igual que la meta de la geografía, claramente delimitada".

A diferencia de estos campos, otros, como la física o la astronomía que parecen no estar acotados por su temática intrínseca, si lo están por límites de orden físico o económico ya que si bien se puede continuar colisionando la materia a velocidades mayores o construyendo telescopios cada vez más potentes en algún momento se llegará al límite en el que cualquier investigación ulterior sea imposible.

También Bentley Glass, presidente de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, publicaba en la revista Science, en 1971 un artículo en el que concluía "somos como los exploradores de un gran continente que han alcanzado sus fronteras en todos los puntos cardinales y cartografiado sus principales cordilleras y cursos fluviales. Aún quedan innumerables detalles por esclarecer, pero los horizontes sin fin han dejado de existir".

En una palabra, si se cree que la ciencia es un proceso de descubrimiento y no de invención, entonces tiene que terminar en alguna parte y para Horgan, el estado actual de la ciencia denuncia que ya estamos muy cerca del final del camino.

Los argumentos contrarios a la tesis del fin de la ciencia que Horgan sabe por adelantado se usarán en su contra, son basicamente dos y el autor trata de desarticularlos antes de que le planteen esas objeciones, al parecer, obvias: el primero de ellos es el que Horgan denomina "Eso creían hace cien años" y que describe reconociendo que es verdad que quizás sea tan difícil imaginar un futuro para la ciencia como era para Tomás de Aquino imaginar la existencia de Madonna o el horno a microondas, pero al que opone un contraargumento igualmente especulativo: los primeros exploradores, al no encontrar el confín de la Tierra, podrían haber deducido que ésta era infinita, pero se habrían equivocado.

El segundo argumento se basa en la máxima kantiana extraída de Prolegómenos a toda futura metafísica: "toda respuesta dada acerca de los principios de la experiencia engendra una nueva pregunta, que a su vez exige su respuesta y, con ello, muestra claramente la insuficiencia de todos los modos físicos de una explicación que satisfaga a la razón."

El contraargumento horgiano lleva agua para su molino: "Por supuesto, la ciencia seguirá formulándose nuevas preguntas. La mayor parte de éstas son triviales en cuanto que se refieren a detalles que no afectan nuestra comprensión básica de la naturaleza. ¿A quién le importa, salvo a los especialistas, la masa exacta de un quark, cuya existencia quedó finalmente confirmada en 1994 tras una investigación que costó miles de millones de dólares? Hay otras preguntas más profundas pero imposibles de contestar. [...] Por muy lejos que llegue la ciencia empírica, nuestra imaginación podrá siempre llegar más lejos aún".

Los que siguen haciéndose preguntas imposibles de contestar, no son otros que los "científicos fuertes": "Al suscitar preguntas que la ciencia no puede contestar, los científicos fuertes podrán proseguir la búsqueda del conocimiento en ese modo especulativo que yo llamo ciencia irónica, inclusive después de que la ciencia empírica -ese tipo de ciencia que contesta las preguntas- haya tocado su fin."

Evidentemente no se puede redescubrir el electrón. Pero asegurar que tratar de contestar preguntas sobre el origen de la vida o como funciona el cerebro humano es ocuparse de "detalles" es tan arriesgado como asegurar que determinadas preguntas son incontestables.

Lo que une a Borges con Gödel

Para cada rama del conocimiento en particular, Horgan entrevista a científicos, los muestra como él cree que son, e intenta, basándose en sus declaraciones demostrar que, en el fondo, todo parece indicar que, en efecto la ciencia está terminando. Y si, por ventura, las respuestas del entrevistado van en sentido contrario, encuentra la forma de proponer que algunos científicos confunden sus deseos con la realidad.
Horgan usará más o menos los mismos argumentos para decretar el fin de la física, la cosmología, la neurociencia, la biología evolucionista, la ciencia social, la filosofía, el progreso, la caoplejidad, la limitología y lo que llama la "ciencia máquina".

Por ejemplo, en el campo de la física, la búsqueda de una teoría unificada que fusione la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad general, es desde hace tiempo la tarea principal a la que se hallan abocados los físicos más eminentes. Incluso, el físico Roger Penrose -que Horgan entrevista-, en su libro The Emperor´s new mind, especula que la clave de la conciencia podría ocultarse en la fisura entre estas dos teorías fundamentales de la física moderna.

En sus últimos años de vida, Einstein había trabajado en la teoría unificada: "para él, el objetivo de encontrar dicha teoría era averiguar si el universo era inevitable o, como él dijo literalmente, 'si Dios tuvo elección a la hora de crear el universo'". El problema es que las dos teorías usan matemáticas diferentes. Muchos físicos piensan que la teoría de la supercuerda podía ser la teoría unificada que están buscando. Esta teoría sustituye las partículas por bucles de energía que por medio de vibraciones generan toda la materia y energía del universo.

Esta teoría se hizo popular gracias a Edward Witten, un físico de partículas que Horgan irónicamente llama "el físico más listo de todos" y "el practicante más espectacular de ciencia irónica ingenua que he encontrado en mi vida".

El problema es que -para Horgan- la teoría de la supercuerda no es verificable empíricamente ya que las cuerdas "son tan pequeñas en comparación con un protón como lo es un protón en comparación con el sistema solar. [...] Para sondear el ámbito en que se cree que habitan las supercuerdas, los físicos tendrían que construir un acelerador de partículas con un alcance de mil años luz (todo el sistema solar sólo tiene un radio de acción de un día luz)."

Y dado que dichas supercuerdas habitan no solo en las tres dimensiones espaciales más la temporal sino en seis extradimensiones, ni siquiera un acelerador de ese tamaño permitiría ver el hiperespacio decadimensional en que se encuentran vibrando las mismas. Para reforzar la idea que estas teorías entrarían en lo que ha llamado "ciencia irónica", Horgan cita al periodista David Lindley, quien en 1993 sostuvo que los físicos que trabajaban en la teoría de la supercuerda ya no practicaban física -ya que sus teorías nunca se verían validadas empiricamente- concluyendo que la física de partículas se hallaba en peligro de convertirse en una rama de la estética. Si ningún acelerador terrestre podía confirmar la teoría definitiva, no quedarían más que fórmulas matemáticas.

Cuando Horgan entrevista a Steven Weinberg, autor de un libro titulado Dreams of a final theory, se sorprende al encontrar que el físico reconoce que una teoría final podría no revelar que el universo es significativo en términos humanos: "Su concepción de la teoría final evocaba la Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams. En esta comedia de ciencia ficción, publicada en 1980, los científicos descubren finalmente la respuesta al enigma del universo, y la respuesta es....42"

Sin embargo Weinberg es claro al referirse a la posibilidad de aceptación de la teoría de la supercuerda "aun cuando los investigadores nunca suministraran pruebas directas de las propias cuerdas ni de las extradimensiones en que supuestamente estas habitan; despues de todo, la teoría atómica de la materia se aceptó porque funcionaba y no porque los experimentadores pudieran hacer fotos de átomos. Estoy de acuerdo con que las cuerdas están mucho más alejadas de la percepción directa que los átomos, y que los átomos están mucho más alejados de la percepción directa que las sillas, pero no veo aquí ninguna discontinuidad filosófica". Discontinuidad que Horgan sí ve.

Por otra parte, es por lo menos dudoso que la teoría de la supercuerda no pueda probarse. Sin ir más lejos, Gordon Kane, un profesor de física de la Universidad de Michigan, en la revista Physics Today órgano de el American Institute of Physics ofrece formas de probar la teoría de la supercuerda, explicando cómo la extrapolación matemática puede conectar directamente la teoría con consecuencias que pueden ser testeadas experimental o observacionalmente.

Sin embargo, es cierto que ciertas teorías físicas al uso se parecen cada vez más a la ciencia ficción: la teoría de los universos paralelos de la mecánica cuántica es un ejemplo. Esta teoría trata de explicar por qué el acto de observación de un físico parece obligar a una partícula a tomar un camino entre muchos posibles. Según la teoría de los universos paralelos, la partícula toma de hecho todos los caminos posibles. "Puede haber otro modo temporal paralelo en el que John Wilkes Booth falle el tiro contra Lincoln." comenta al respecto Weinberg. O como en el caso de John Wheeler -físico que participó en la construcción de la primer bomba nuclear basada en la fisión y de la primera bomba de hidrógeno, a quien Horgan denomina "prototipo de la física para poetas"- quien afirma que la realidad podría no ser completamente física, sugiriendo la posibilidad de que el cosmos pudiera ser un fenómeno participativo que exigiera el acto de observación y por tanto, de la conciencia.

Wheeler está asimismo convencido que un día los científicos descubrirán lo que Horgan llama La Respuesta y señala que Kurt Gödel, creía que dicho enigma podría haberse resuelto ya: "El creía que tal vez entre los papeles de Leibniz, que en su tiempo aún no se habían leído en su totalidad, encontraríamos la -cuál era la palabra...- la clave del filósofo, la manera mágica de encontrar la verdad y resolver cualquier serie de misterios. Gödel estaba convencido de que esa clave daría a la persona que la comprendiera tal poder que sólo se podría confiar el conocimiento de esta clave filosófica a personas de elevado carácter moral".

Considerando que todo esto comenzó cuando Horgan dijo que la ciencia de hoy tenía mucho que ver con la literatura, abrir La escritura del Dios de Jorge Luis Borges, y leer lo que sigue debe considerarse por lo menos una casualidad interesante: "
Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a visitar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido."

Los muertos que vos matáis

La tesis de El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era científica de John Horgan es escurridiza. El autor no lo es tanto. La primera impresión es que el agradecimiento de Horgan a su agente es de lo más sincero.

A pesar que la ciencia parece muy saludable todavía, o que por lo menos no es Horgan el hombre destinado a decretar su fin, las anotaciones del mismo respecto a lo que llama "ciencia irónica" son -ya que de ciencia hablamos- empíricamente comprobables: basta tomar cualquier número de Scientific American o New Scientist para volar a las teorías más inverosímiles y los argumentos más descabellados (que se rebatirán uno o dos meses después).

Que haya científicos como Hawking que se han transformado en estrellas (tanta cosmología no podía tener otras consecuencias) es parte de un proceso que no tiene que ver solo con la ciencia, sino que afecta a todas las ramas del conocimiento y tiene mucho que ver con la avidez de espectáculo del mundo y la espectacularización consecuente de los ámbitos, en apariencia, menos proclives al mismo (lo que hace más espectacular su espectacularización -perdonando el trabalenguas.).

Las preguntas que se hace Horgan no son menores y generaron un debate importante en torno a ellas, pero, de todos los argumentos esgrimidos, el que genera menos objeciones es el que hace pasar los límites de la ciencia antes por la parte económico-política que la rodea, que por sus limitaciones cognocitivas o procedimentales. Declarar que no habrá ningún descubrimiento científico revolucionario es hacer futurología, además de postular que el avance científico procede únicamente por revoluciones.

Irónicamente, la "ciencia irónica" que Horgan critica y que es la más citada para apoyar su tesis del fin de la "ciencia pura", es la clave para asegurarle un gran público lector. Es la "ciencia irónica" la que hace el libro de Horgan ameno -por las mismas razones que hace que se vendan las revistas de divulgacion científica- y más aún con el plus que significa el diagnóstico apocalíptico horgiano, sin contar que, además, el libro se basa (y tuvo su origen en) semblanzas de esos científicos estrella que Horgan parece censurar.

Horgan hace lo mismo que Pintos Risso: usa lo que destruye para propagandear lo que construye (Marilynes, Jamesdeanes y Bogarts de lata donde antes hubo un cine, hojas y árboles de lata donde hubo una mansión con un gran parque. En una palabra, usa para su provecho lo que está destruyendo).

Para colmo, como si la dosis de ironía fuera poca, la tesis de Horgan es irónica también en la medida que el fin de la ciencia -de estar ocurriendo- seguramente no podría comprobarse empíricamente.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 42

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