Es muy corriente que un concepto, al volverse popular, aparezca
aplicado a casi todo. Las modas no se refieren solo a la vestimenta
corporal: la vestimenta intelectual es incluso más importante.
Si en algún momento la palabra "estructura"
era la llave mágica del encandilamiento colectivo, luego
lo fue la semiótica, la que se aplicó a cualquier
objeto que se pretendiera estudiar, por no hablar de campos más
polémicos como la inteligencia emocional, o el Tao que
se ha aplicado, por ejemplo, a la física o la deconstrucción
aplicada -cinematográficamente, claro- a Harry.
Ejemplo de lo anterior fue la tremenda polvareda levantada por
Alan Sokal y Jean Bricmont cuando denunciaron a varios filósofos
franceses de 'impostores intelectuales' por usar términología
extraída de las ciencias "duras" y aplicarla
a las ciencias sociales con ligereza e imprecisión.
En ¿El fin de la ciencia? Los límites del
conocimiento en el declive de la era científica, John
Horgan, periodista de la Scientific American hace exactamente
lo contrario, y levanta también alguna que otra polémica:
tomando el concepto de "ironía" de la crítica
literaria, las ideas manejadas por Harold Bloom en La angustia
de las influencias, y sin temer las claras resonancias fukuyamescas,
Horgan plantea que la ciencia básica está llegando
a su fin.
Si los filósofos anglófonos reprochan a los franceses
hacer filosofía como si fuese literatura -ignorando que
ya hace mucho tiempo el anglófilo Borges
desenmascaró a la filosofía como una rama de la
literatura fantástica-, Horgan se lo reprocha a los científicos.
Y es que un día este periodista, que había dejado
sus estudios literarios porque le angustiaba que no hubiera una
lectura, un significado verdadero entre otros falsos para los
textos literarios, empezó a notar que la ciencia, que se
suponía verificable en la realidad, había dado paso
a un cúmulo de teorías que no lo eran.
Fin de siglo, fin de
milenio, fin de la historia, ¿fin de la ciencia?. Suena
atractivo, o por lo menos provocador. Quien escriba un libro
con esa tesis, debe saber que muchos ojos se posarán sobre
él, algunos con una peligrosa expresión de enojo.
Y tener la certeza que quien se acerque al mismo lo hará,
seguramente, con escepticismo y algo de antipatía anticipada,
buscando corroborar la sospecha de que se trata solo de una subida
de última hora al carro posmoderno (sospecha que se agrava
al leer en los agradecimientos la siguiente frase de Horgan:
"Reconozco también mi deuda con mi agente Stuart
Krichevsky por haberme ayudado a convertir una idea amorfa en
una propuesta vendible..."). A primera vista parecería
que se ofrecen al intrépido dos posibilidades extremas:
el éxito rutilante -que supo cosechar Francis Fukuyama-
o el fracaso estrepitoso.
Por qué se escribe
un libro que en su título dice algo así como: "¡Sorpresa!
la ciencia está muriendo".
En realidad, Horgan
tenía pensado reunir en un libro retratos de los científicos
que, durante su carrera, había tenido la suerte de entrevistar.
La idea -según sus propias palabras- era mostrarlos tal
cual son, con sus virtudes y defectos, como buscadores de la
verdad, o como soslayadores de la misma. Para Scientific American,
Horgan había entrevistado, entre otros, a Roger Penrose,
Noam Chomsky, Thomas Kuhn, Karl Popper, Paul Feyerabend y Stephen
Jay Gould.
Pero si en un principio Horgan quería que fueran "los
lectores [quienes] decidieran libremente quiénes eran
aquellos cuyos vaticinios sobre el futuro de la ciencia tenían
algún sentido" luego decide tomar una posición
más activa en el proyecto: "Después de
todo ¿quién sabía realmente cuáles
podían ser los límites definitivos del conocimiento?
[...] paulatinamente, empecé a imaginar que yo sí
lo sabía, y acabé convenciéndome de la existencia
de un planteamiento concreto más plausible que todos los
demás. Decidí renunciar a cualquier pretensión
de objetividad periodística y escribir un libro que fuera
abiertamente enjuiciador, polémico y personal; al tiempo
que se centraba en científicos y filósofos concretos,
presentaría asimismo mis opiniones personales al respecto."
Horgan mira a la ciencia básica y cree ver que la gran
era del descubrimiento científico ha terminado. Mira y
cree ver que las investigaciones no aportarán más
revelaciones importantes, que ese invento grandioso que fue la
gran esperanza de la era moderna, no dará más que
rendimientos graduales y decrecientes. En una palabra: que el
dios moderno -como el de Nietzsche-
también ha muerto.
¿Un escritor
científico pidiendo prestada terminología a las
ciencias humanas?
La forma de escribir de
Horgan es la antítesis de lo que uno esperaría de
un escritor de temas científicos. No hay un planteo unitario
sino que va desparramando, aquí y allá, los factores
que lo llevan a la drástica conclusión que propone
el libro. Horgan va a partir de la idea de que, en gran medida,
el estancamiento que enfrenta la ciencia se debe justamente a
lo exitosa que la misma ha sido en el pasado: "Los investigadores
ya han cartografiado la realidad física, que va desde el
microcosmos de los quarks y los electrones al macrocosmos de los
planetas, las estrellas y las galaxias. Los físicos han
mostrado que toda la materia está gobernada por unas cuantas
fuerzas básicas: la gravedad, el electromagnetismo y las
fuerzas nucleares fuertes y débiles. Los científicos
también han conseguido hilvanar sus conocimientos hasta
convertirlos en una impresionante, por no decir incluso terriblemente
detallada, narrativa sobre los orígenes del todo. [...]
habiendo cuenta de lo lejos que ha llegado ya la ciencia, y de
los condicionamientos físicos, sociales y cognocitivos
que amenzan a la investigación del futuro, la ciencia tiene
pocas probabilidades de aportar añadidos importantes al
saber ya generado. En el futuro no habrá ninguna revelación
de una magnitud comparable a las que nos regalaron Darwin
o Einstein (o Watson o Crick)".
Esto le lleva a establecer una analogía con lo que sucede
en el campo de las letras tomando las ideas manejadas por Harold
Bloom en La angustia de las influencias. Horgan declara
haber descubierto "que, al final, las ideas de la crítica
literaria pueden servir para algo" y propone un paralelo
entre la angustia que Bloom describe acechando a los poetas modernos
al constatar que ya todo ha sido dicho -y magistralmente- en
el pasado, con la que acecha a los científicos, agobiados
por los gigantes que los preceden.
La intención de la argumentación de Bloom era corregir
la -para él- falsa impresión de que un poeta contribuye
a formar a otro cuando, en realidad, los poetas fuertes, crean
la historia de la poesía (considerada por Bloom como imposible
de distinguir de la influencia poética) gracias a malas
interpretaciones mutuas con objeto de despejar un espacio para
sí mismos. Bloom se interesa solamente por aquellos poetas
-a los que denomina "fuertes"- que luchan contra sus
gigantes precursores: "Los talentos más débiles
idealizan las cosas; las figuras de imaginación capaz
se apropian de lo que encuentran".
En la lectura de Horgan, ningún poeta moderno puede soñar
superar o siquiera igualar la perfección de sus precursores,
lo que transforma a los poetas modernos "en unos personajes
esencialmente trágicos, que han llegado demasiado tarde".
De ahí a plantear que los científicos actuales sufren
una desgracia análoga hay solo un paso, con el agravante
de que el fardo con que cargan los científicos es, a juicio
de Horgan, mucho más pesado que el de los poetas, porque
los científicos no solo deben soportar a sus espaldas a
El Rey Lear "sino también las leyes del movimiento
de Newton, la teoría de la selección natural de
Darwin y la teoría
de la relatividad general de Einstein. Estas teorías no
sólo son bellas, sino que también son verdaderas,
empíricamente verdaderas, cosa que ninguna obra de arte
podría llegar a ser nunca".
Siguiendo con su paralelismo bloomiano, Horgan va a llamar "científicos
fuertes" a aquellos que tratan de trascender los grandes
descubrimientos científicos, como no podía ser
de otra forma, malinterpretándolos. A ellos sólo
les queda como opción practicar lo que Horgan llama "ciencia
irónica".
Como estudiante de letras Horgan había aprendido que no
hay un significado verdadero de los textos, sino que todos ellos
son irónicos en la medida que el único significado
verdadero de un texto es el texto mismo. La crítica literaria
no haría, entonces, más que sugerir lecturas, todas
ellas más o menos inteligentes, plausibles, originales,
etc.
La "ciencia irónica" sería entonces para
Horgan una manera especulativa y postempírica de practicar
la ciencia que se asemeja a la crítica literaria, es decir
que la ciencia irónica ofrecería "puntos
de vista u opiniones que, en el mejor de los casos, son interesantes
e invitan a ulteriores comentarios. Pero no converge en la verdad
ni puede deparar sorpresas empíricamente verificables
que obliguen a los científicos a realizar revisiones sustanciales
de sus descripciones básicas de la realidad."
En resumen, un cúmulo de teorías que son posibles
y explicarían muchos fenómenos para los que hasta
ahora no se tiene respuesta pero que, en la práctica,
no se pueden probar.
El científico fuerte contaría a su favor con lo
que Horgan llama el "hambre de revoluciones científicas
del público lector", es decir que, a medida que
la ciencia empírica produce menos resultados, los periodistas
-entre los que Horgan se incluye- tienen que saciar el hambre
de sus lectores dando a conocer más y más ciencia
irónica, dándole a la misma una audiencia mucho
mayor de la que merecería: "con esto no quiero
decir que la ciencia irónica carezca de valor, ni mucho
menos. En el mejor de los casos, la ciencia irónica, al
igual que el buen arte o la buena filosofía -o, por qué
no también, que la crítica literaria-, produce
asombro en nosotros, es decir, nos mantiene boquiabiertos ante
el misterio del universo; pero no puede alcanzar su objetivo
de trascender la verdad que ya conocemos ni, por supuesto, puede
ofrecernos -en realidad, nos protege más bien contra ella-
La Respuesta, es decir, una verdad tan poderosa que sacie nuestra
curiosidad de una vez por todas."
En una palabra, el estudiante que había huido de la crítica
literaria por lo especulativa y ambigüa se encontró,
de pronto, que en el campo de la ciencia estaba pasando lo mismo.
Ante todo no estar
solo
En 1969, Gunther Stent,
pionero en el campo de la biología molecular y presidente
del departamento de neurobiología de la Academia Nacional
de Ciencias de los Estados Unidos, había escrito un libro
titulado The coming of the Golden Age: a view of the end of
progress en el que planteaba que la ciencia estaba tocando
su fin dado que, debido a la vertiginosa velocidad con la que
avanza, se acerca irremediablemente al momento de su muerte.
El campo restringido de la temática de ciertas disciplinas
hace que sus posibilidades de supervivencia se acorten en el
tiempo: "Aunque el número de posibles reacciones
químicas es muy grande y la varidad de las reacciones
que se pueden registrar es igualmente vasta, la meta de la química
consistente en comprender los principios que rigen la conducta
de tales moléculas se encuentra, al igual que la meta
de la geografía, claramente delimitada".
A diferencia de estos campos, otros, como la física o
la astronomía que parecen no estar acotados por su temática
intrínseca, si lo están por límites de orden
físico o económico ya que si bien se puede continuar
colisionando la materia a velocidades mayores o construyendo
telescopios cada vez más potentes en algún momento
se llegará al límite en el que cualquier investigación
ulterior sea imposible.
También Bentley Glass, presidente de la Asociación
Americana para el Avance de la Ciencia, publicaba en la revista
Science, en 1971 un artículo en el que concluía
"somos como los exploradores de un gran continente que
han alcanzado sus fronteras en todos los puntos cardinales y
cartografiado sus principales cordilleras y cursos fluviales.
Aún quedan innumerables detalles por esclarecer, pero
los horizontes sin fin han dejado de existir".
En una palabra, si se cree que la ciencia es un proceso de descubrimiento
y no de invención, entonces tiene que terminar en alguna
parte y para Horgan, el estado actual de la ciencia denuncia
que ya estamos muy cerca del final del camino.
Los argumentos contrarios a la tesis del fin de la ciencia que
Horgan sabe por adelantado se usarán en su contra, son
basicamente dos y el autor trata de desarticularlos antes de
que le planteen esas objeciones, al parecer, obvias: el primero
de ellos es el que Horgan denomina "Eso creían
hace cien años" y que describe reconociendo que
es verdad que quizás sea tan difícil imaginar un
futuro para la ciencia como era para Tomás de Aquino imaginar
la existencia de Madonna o el horno a microondas, pero al que
opone un contraargumento igualmente especulativo: los primeros
exploradores, al no encontrar el confín de la Tierra,
podrían haber deducido que ésta era infinita, pero
se habrían equivocado.
El segundo argumento se basa en la máxima kantiana extraída
de Prolegómenos a toda futura metafísica: "toda
respuesta dada acerca de los principios de la experiencia engendra
una nueva pregunta, que a su vez exige su respuesta y, con ello,
muestra claramente la insuficiencia de todos los modos físicos
de una explicación que satisfaga a la razón."
El contraargumento horgiano lleva agua para su molino: "Por
supuesto, la ciencia seguirá formulándose nuevas
preguntas. La mayor parte de éstas son triviales en cuanto
que se refieren a detalles que no afectan nuestra comprensión
básica de la naturaleza. ¿A quién le importa,
salvo a los especialistas, la masa exacta de un quark, cuya existencia
quedó finalmente confirmada en 1994 tras una investigación
que costó miles de millones de dólares? Hay otras
preguntas más profundas pero imposibles de contestar.
[...] Por muy lejos que llegue la ciencia empírica, nuestra
imaginación podrá siempre llegar más lejos
aún".
Los que siguen haciéndose preguntas imposibles de contestar,
no son otros que los "científicos fuertes":
"Al suscitar preguntas que la ciencia no puede contestar,
los científicos fuertes podrán proseguir la búsqueda
del conocimiento en ese modo especulativo que yo llamo ciencia
irónica, inclusive después de que la ciencia empírica
-ese tipo de ciencia que contesta las preguntas- haya tocado
su fin."
Evidentemente no se puede redescubrir el electrón. Pero
asegurar que tratar de contestar preguntas sobre el origen de
la vida o como funciona el cerebro humano es ocuparse de "detalles"
es tan arriesgado como asegurar que determinadas preguntas son
incontestables.
Lo que une a Borges
con Gödel
Para cada rama del
conocimiento en particular, Horgan entrevista a científicos,
los muestra como él cree que son, e intenta, basándose
en sus declaraciones demostrar que, en el fondo, todo parece
indicar que, en efecto la ciencia está terminando. Y si,
por ventura, las respuestas del entrevistado van en sentido contrario,
encuentra la forma de proponer que algunos científicos
confunden sus deseos con la realidad.
Horgan usará más o menos los mismos argumentos
para decretar el fin de la física, la cosmología,
la neurociencia, la biología evolucionista, la ciencia
social, la filosofía, el progreso, la caoplejidad, la
limitología y lo que llama la "ciencia máquina".
Por ejemplo, en el campo de la física, la búsqueda
de una teoría unificada que fusione la mecánica
cuántica y la teoría de la relatividad general,
es desde hace tiempo la tarea principal a la que se hallan abocados
los físicos más eminentes. Incluso, el físico
Roger Penrose -que Horgan entrevista-, en su libro The Emperor´s
new mind, especula que la clave de la conciencia podría
ocultarse en la fisura entre estas dos teorías fundamentales
de la física moderna.
En sus últimos años de vida, Einstein había
trabajado en la teoría unificada: "para él,
el objetivo de encontrar dicha teoría era averiguar si
el universo era inevitable o, como él dijo literalmente,
'si Dios tuvo elección a la hora de crear el universo'".
El problema es que las dos teorías usan matemáticas
diferentes. Muchos físicos piensan que la teoría
de la supercuerda podía ser la teoría unificada
que están buscando. Esta teoría sustituye las partículas
por bucles de energía que por medio de vibraciones generan
toda la materia y energía del universo.
Esta teoría se hizo popular gracias a Edward Witten, un
físico de partículas que Horgan irónicamente
llama "el físico más listo de todos"
y "el practicante más espectacular de ciencia
irónica ingenua que he encontrado en mi vida".
El problema es que -para Horgan- la teoría de la supercuerda
no es verificable empíricamente ya que las cuerdas "son
tan pequeñas en comparación con un protón
como lo es un protón en comparación con el sistema
solar. [...] Para sondear el ámbito en que se cree que
habitan las supercuerdas, los físicos tendrían
que construir un acelerador de partículas con un alcance
de mil años luz (todo el sistema solar sólo tiene
un radio de acción de un día luz)."
Y dado que dichas supercuerdas habitan no solo en las tres dimensiones
espaciales más la temporal sino en seis extradimensiones,
ni siquiera un acelerador de ese tamaño permitiría
ver el hiperespacio decadimensional en que se encuentran vibrando
las mismas. Para reforzar la idea que estas teorías entrarían
en lo que ha llamado "ciencia irónica", Horgan
cita al periodista David Lindley, quien en 1993 sostuvo que los
físicos que trabajaban en la teoría de la supercuerda
ya no practicaban física -ya que sus teorías nunca
se verían validadas empiricamente- concluyendo que la
física de partículas se hallaba en peligro de convertirse
en una rama de la estética. Si ningún acelerador
terrestre podía confirmar la teoría definitiva,
no quedarían más que fórmulas matemáticas.
Cuando Horgan entrevista a Steven Weinberg, autor de un libro
titulado Dreams of a final theory, se sorprende al encontrar
que el físico reconoce que una teoría final podría
no revelar que el universo es significativo en términos
humanos: "Su concepción de la teoría final
evocaba la Guía del autoestopista galáctico de
Douglas Adams. En esta comedia de ciencia ficción, publicada
en 1980, los científicos descubren finalmente la respuesta
al enigma del universo, y la respuesta es....42"
Sin embargo Weinberg es claro al referirse a la posibilidad de
aceptación de la teoría de la supercuerda "aun
cuando los investigadores nunca suministraran pruebas directas
de las propias cuerdas ni de las extradimensiones en que supuestamente
estas habitan; despues de todo, la teoría atómica
de la materia se aceptó porque funcionaba y no porque
los experimentadores pudieran hacer fotos de átomos. Estoy
de acuerdo con que las cuerdas están mucho más
alejadas de la percepción directa que los átomos,
y que los átomos están mucho más alejados
de la percepción directa que las sillas, pero no veo aquí
ninguna discontinuidad filosófica". Discontinuidad
que Horgan sí ve.
Por otra parte, es por lo menos dudoso que la teoría de
la supercuerda no pueda probarse. Sin ir más lejos, Gordon
Kane, un profesor de física de la Universidad de Michigan,
en la revista Physics Today órgano de el American Institute
of Physics ofrece formas de probar la teoría de la supercuerda,
explicando cómo la extrapolación matemática
puede conectar directamente la teoría con consecuencias
que pueden ser testeadas experimental o observacionalmente.
Sin embargo, es cierto que ciertas teorías físicas
al uso se parecen cada vez más a la ciencia ficción:
la teoría de los universos paralelos de la mecánica
cuántica es un ejemplo. Esta teoría trata de explicar
por qué el acto de observación de un físico
parece obligar a una partícula a tomar un camino entre
muchos posibles. Según la teoría de los universos
paralelos, la partícula toma de hecho todos los caminos
posibles. "Puede haber otro modo temporal paralelo en
el que John Wilkes Booth falle el tiro contra Lincoln."
comenta al respecto Weinberg. O como en el caso de John Wheeler
-físico que participó en la construcción
de la primer bomba nuclear basada en la fisión y de la
primera bomba de hidrógeno, a quien Horgan denomina "prototipo
de la física para poetas"- quien afirma que la realidad
podría no ser completamente física, sugiriendo
la posibilidad de que el cosmos pudiera ser un fenómeno
participativo que exigiera el acto de observación y por
tanto, de la conciencia.
Wheeler está asimismo convencido que un día los
científicos descubrirán lo que Horgan llama La
Respuesta y señala que Kurt Gödel, creía que
dicho enigma podría haberse resuelto ya: "El creía
que tal vez entre los papeles de Leibniz, que en su tiempo aún
no se habían leído en su totalidad, encontraríamos
la -cuál era la palabra...- la clave del filósofo,
la manera mágica de encontrar la verdad y resolver cualquier
serie de misterios. Gödel estaba convencido de que esa clave
daría a la persona que la comprendiera tal poder que sólo
se podría confiar el conocimiento de esta clave filosófica
a personas de elevado carácter moral".
Considerando que todo esto comenzó cuando Horgan dijo
que la ciencia de hoy tenía mucho que ver con la literatura,
abrir La escritura del Dios de Jorge Luis Borges, y leer
lo que sigue debe considerarse por lo menos una casualidad interesante:
"Una noche sentí que me
acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero
siente una agitación en la sangre. Horas después,
empecé a visitar el recuerdo; era una de las tradiciones
del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos
ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió
el primer día de la Creación una sentencia mágica,
apta para conjurar esos males. La escribió de manera que
llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara
el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni
con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta,
y que la leerá un elegido."
Los muertos que
vos matáis
La tesis de El fin
de la ciencia. Los límites del conocimiento en el
declive de la era científica de John Horgan es escurridiza.
El autor no lo es tanto. La primera impresión es que el
agradecimiento de Horgan a su agente es de lo más sincero.
A pesar que la ciencia parece muy saludable todavía, o
que por lo menos no es Horgan el hombre destinado a decretar
su fin, las anotaciones del mismo respecto a lo que llama "ciencia
irónica" son -ya que de ciencia hablamos- empíricamente
comprobables: basta tomar cualquier número de Scientific
American o New Scientist para volar a las teorías más
inverosímiles y los argumentos más descabellados
(que se rebatirán uno o dos meses después).
Que haya científicos como Hawking que se han transformado
en estrellas (tanta cosmología no podía tener otras
consecuencias) es parte de un proceso que no tiene que ver solo
con la ciencia, sino que afecta a todas las ramas del conocimiento
y tiene mucho que ver con la avidez de espectáculo del
mundo y la espectacularización consecuente de los ámbitos,
en apariencia, menos proclives al mismo (lo que hace más
espectacular su espectacularización -perdonando el trabalenguas.).
Las preguntas que se hace Horgan no son menores y generaron un
debate importante en torno a ellas, pero, de todos los argumentos
esgrimidos, el que genera menos objeciones es el que hace pasar
los límites de la ciencia antes por la parte económico-política
que la rodea, que por sus limitaciones cognocitivas o procedimentales.
Declarar que no habrá ningún descubrimiento científico
revolucionario es hacer futurología, además de
postular que el avance científico procede únicamente
por revoluciones.
Irónicamente, la "ciencia irónica" que
Horgan critica y que es la más citada para apoyar su tesis
del fin de la "ciencia pura", es la clave para asegurarle
un gran público lector. Es la "ciencia irónica"
la que hace el libro de Horgan ameno -por las mismas razones
que hace que se vendan las revistas de divulgacion científica-
y más aún con el plus que significa el diagnóstico
apocalíptico horgiano, sin contar que, además,
el libro se basa (y tuvo su origen en) semblanzas de esos científicos
estrella que Horgan parece censurar.
Horgan hace lo mismo que Pintos Risso: usa lo que destruye para
propagandear lo que construye (Marilynes, Jamesdeanes y Bogarts
de lata donde antes hubo un cine, hojas y árboles de lata
donde hubo una mansión con un gran parque. En una palabra,
usa para su provecho lo que está destruyendo).
Para colmo, como si la dosis de ironía fuera poca, la
tesis de Horgan es irónica también en la medida
que el fin de la ciencia -de estar ocurriendo- seguramente no
podría comprobarse empíricamente.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 42
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