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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ONETTI, JUAN CARLOS - JUVENTUD



Adiós, muchachos*

Amir Hamed
Tal vez como ninguna, la obra de Juan Carlos Onetti da cuenta de una tensión: la de la cancelación de este combate, que se promete en cada joven, y que termina casi antes de haber empezado. En su narrativa se percibe la herrumbre del tiempo contenido y no renovable, la caducidad de las épicas, que siempre fueron cosa del pretérito

A fines del siglo XX se consolidó una corriente que algunos podrían achacar al virus de la posmodernidad pero que, con algo más de justicia, habría que denominar como la muerte del parricidio. El lifting, la gimnasia y pomadas milagrosas han ralentado la vejez de muchos, que pasean una especie de juventud museística, en tanto que las nuevas promociones de jóvenes, aquellos que, durante toda la modernidad, fueron el motor de los cambios, han sacrificado sus expectativas y conviven con sus mayores en una especie de presente perpetuo.

Si, de acuerdo al dictamen de Jim Morrison, en plena psicodelia había que desconfiar de los mayores de 30 años, ahora pareciera que la desconfianza cayó sobre la propia muchachada ya que una medida de la juventud, a lo largo de los últimos siglos, fueron sus épicas o proyectos. Esos proyectos no se vislumbran en el aire estancado de fin de milenio, o son apenas luciérnagas que se autoextinguen, como sucediera con Kurt Cobain (como cegadas y demolidas por su propio brillo). Ni parricidio, entonces, ni tampoco la resurrección de la expectativa que traían los combates generacionales.

Tal vez como ninguna, la obra de Juan Carlos Onetti da cuenta de una tensión: la de la cancelación de este combate, que se promete en cada joven, y que termina casi antes de haber empezado. En su narrativa se percibe la herrumbre del tiempo contenido y no renovable, la caducidad de las épicas, que siempre fueron cosa del pretérito. Muchos de los personajes onettianos creen que se remozan, por un tris, cuando su mirada tropieza con un adolescente o con una muchacha, pero en última instancia, se descubren dándoles una rabiosa bienvenida al varicoso paisaje de las ilusiones perdidas.

El epítome de esta falta de épica probablemente esté en Jacob y el otro -probablemente, también, el mejor de sus relatos-. Fue en este alevoso recuento donde Onetti dio, con mayor violencia, la frustración por tan poca combatividad. Precisamente, porque en él se hicieron todos los preparativos para la demolición de lo caduco, cuando un veinteañero gigantesco, todo energía, músculo y expectativa, que necesita el dinero para sostener al hijo que espera en el vientre de su novia, sube al ring para resistir el abrazo de un luchador alemán, cincuentón, borracho y claudicante, que sólo logra dormir en piezas de hoteles baratos al arrullo de Lili Marlen.

Infructuosamente, el manager del alemán ha hecho lo posible para cancelar la pelea, porque sabe que su protegido no podrá resistir. Sabe que es el fin, no ignora que eso es la muerte. Y la muerte -en último término un alivio, una gran pausa- habrá de llegar al ring, puntual, ansiosa, confundida.

*Publicado originalmente en Insomnia

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