A fines del siglo XX
se consolidó una corriente que algunos podrían
achacar al virus de la posmodernidad pero que, con algo más
de justicia, habría que denominar como la muerte del parricidio.
El lifting, la gimnasia y pomadas milagrosas han ralentado la
vejez de muchos, que pasean una especie de juventud museística,
en tanto que las nuevas promociones de jóvenes, aquellos
que, durante toda la modernidad, fueron el motor de los cambios,
han sacrificado sus expectativas y conviven con sus mayores en
una especie de presente perpetuo.
Si, de acuerdo al dictamen de Jim Morrison,
en plena psicodelia
había que desconfiar de los mayores de 30 años,
ahora pareciera que la desconfianza cayó sobre la propia
muchachada ya que una medida de la juventud, a lo largo de los
últimos siglos, fueron sus épicas o proyectos.
Esos proyectos no se vislumbran en el aire estancado de fin de
milenio, o son apenas luciérnagas que se autoextinguen,
como sucediera con Kurt Cobain (como cegadas y demolidas por
su propio brillo). Ni parricidio, entonces, ni tampoco la resurrección
de la expectativa que traían los combates generacionales.
Tal vez como ninguna, la
obra de Juan Carlos
Onetti da cuenta de una tensión: la de la cancelación
de este combate, que se promete en cada joven, y que termina casi
antes de haber empezado. En su narrativa se percibe la herrumbre
del tiempo contenido y no renovable, la caducidad de las épicas,
que siempre fueron cosa del pretérito. Muchos de los personajes
onettianos creen que se remozan, por un tris, cuando su mirada
tropieza con un adolescente o con una muchacha, pero en última
instancia, se descubren dándoles una rabiosa bienvenida
al varicoso paisaje de las ilusiones perdidas.
El epítome de esta falta de épica probablemente
esté en Jacob y el otro -probablemente, también,
el mejor de sus relatos-. Fue en este alevoso recuento donde
Onetti dio, con mayor violencia, la frustración por tan
poca combatividad. Precisamente, porque en él se hicieron
todos los preparativos para la demolición de lo caduco,
cuando un veinteañero gigantesco, todo energía,
músculo y expectativa, que necesita el dinero para sostener
al hijo que espera en el vientre de su novia, sube al ring para
resistir el abrazo de un luchador alemán, cincuentón,
borracho y claudicante, que sólo logra dormir en piezas
de hoteles baratos al arrullo de Lili Marlen.
Infructuosamente, el manager del alemán ha hecho lo posible
para cancelar la pelea, porque sabe que su protegido no podrá
resistir. Sabe que es el fin, no ignora que eso es la muerte.
Y la muerte -en último término un alivio, una gran
pausa- habrá de llegar al ring, puntual, ansiosa, confundida.
*Publicado
originalmente en Insomnia
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