Nadie habrá
dejado de observar que llegó a Montevideo una enjundiosa
colección de obras de arte perteneciente al Vaticano.
Desde que se abrió
al público su exhibición, multitudes ávidas
atiborraron los jardines y senderos de los alrededores del museo,
se agolparon a la entrada, desgastaron las bisagras de sus puertas,
marcaron surcos en sus pisos y llenaron el aire de suspiros desmayados,
exclamaciones arrobadas e hipos extáticos.
Hay en la exposición algunas piezas extraordinarias, otras
interesantes, así como las hay anodinas y también
de inexistente valor estético. A juzgar por las expresiones
de numerosos visitantes, sin embargo, todo es maravilloso, y si
uno afina el oído,
podrá darse cuenta de que lo que cuenta son tres cosas:
se trata de Antigüedades Religiosas Originales. Han pasado
por el mismo museo muestras cuyo valor artístico es un
múltiplo (o aún
una potencia) de
la presente muestra, pero ninguna cumplía los tres requisitos:
o bien no era arte Antiguo, o bien no era Religioso, o bien no
eran Originales.
El visitante puede comprobar un fenómeno parecido al que
ocurre los días de elecciones generales. En efecto, en
esas ocasiones las calles se llenan de personas de edad avanzada,
que sólo abandonan sus lechos finales por el temor que
les produce la idea de no poder cobrar la jubilación.
Sin embargo, la visita al museo no está obligada por la
Constitución de la República, ni se ha sancionado,
como en el caso de las elecciones, una ley que penalice la abstención.
De cualquier manera, hay ciertos paralelismos entre la obligatoriedad
de ejercer la democracia (algo
parecido a estar parado frente a un semáforo con la verde
y que te multen por no cruzar)
y la compulsión que obliga a visitar la muestra de arte
sacro venida del Vaticano.
No es solamente que los visitantes parezcan estar haciendo su
última aparición en público en esta vida,
porque todos tenemos el derecho -diría más, la
obligación- de hacer una última visita, sino que
ambos fenómenos, a saber, las elecciones obligatorias
y la visita a una exposición de arte del Vaticano son
manifestaciones centrales de nuestra cultura occidental.
El ciudadano está obligado a votar. De nada vale que reflexione
y opine que si la democracia es democrática, debería
tener el derecho a no hacerlo. Cualquier intento por discutir
este punto es inmediatamente abortado aduciendo que el cuestionador
ataca las mismas bases de nuestra civilización; se le
impide dar razones, esgrimir argumentos. Se le tilda de sedicioso,
perverso o terrorista, se afirma que su actitud ha conducido
en el pasado a horribles holocaustos.
El ciudadano está obligado a admirar las Antigüedades
Religiosas Originales. De nada vale que reflexione y opine que
no por ser antiguo el arte es bueno, ni por ser religioso el
tema es válido, ni por ser original tiene sentido. Cualquier
intento por discutir estos puntos es inmediatamente abortado
aduciendo que el cuestionador ataca las mismas bases de nuestra
civilización; se le impide dar razones, esgrimir argumentos.
Se le tilda de ignorante, resentido o necio, se afirma que su
actitud ha conducido en el pasado a la destrucción de
invalorables obras maestras.
John Berger opinaba que la veneración del arte antiguo
es pura mistificación. La aceptación irreflexiva
de obras precedidas por una fama indiscutible ataca ya no las
bases de la civilización, sino el desarrollo de la capacidad
de juicio de las personas. Del mismo modo que impedir la discusión
acerca de la obligatoriedad del voto hace creer a los más
indefensos que la democracia es una molestia quinquenal.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 34
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